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18 de junio de 2008

La mirada de la muerte.


He de reconocer que nunca me han gustado los toros. Ni como arte, ni como fiesta, ni siquiera como mero entretenimiento. Creo que es un burdo remedo del enfrentamiento entre la naturaleza desatada representada por el toro herido, y la ciencia humana, llevada al centro del ruedo por el torero. Puras especulaciones.

Sin embargo, llama la atención el caso del archifamoso torero José Tomás. Viéndole irredente delante de la muerte, petrificado en su obstinada postura, uno se pregunta qué busca. Porque sus cogidas son innumerables, dicen que su valor infinito, y que su cuerpo lo recubren las heridas que, como dice Jovanotti en Mezzogiorno, parecen señales de Dios. Su desprecio hacia su propia suerte resulta desconcertante. No le importa que su cuerpo esté magullado, su rostro sangrante, ni siquiera estar lacerado de heridas. Siempre vuelve al ruedo con ojos de desafío, casi de odio. Parece que esté probando a la Parca. Y esta se deja llamar pocas veces antes de acudir.
Pero lo más desconcertante es ver cómo, después de años retirado, con mujer e hijos, haya vuelto como buscando venganza sobre sí mismo, representando sobre la arena una constante flagelación, como si hubiese de pagar una deuda, de cumplir una promesa. Y lo más triste, es ver el espectáculo de gente pagando cifras astronómicas, seguramente por el morbo de poder decir que estuvieron allí el día de su muerte, un trofeo más valioso para ellos que ver desangrarse al pobre toro, convidado de piedra en este caso.
El torero, ofuscado en la búsqueda furiosa de la muerte, es jaleado por enardecidas gargantas que, en el fondo, solo quieren verle caer por última vez...y a esto lo llaman fiesta.