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27 de julio de 2008

Opinión. Empiezan los comicios en el imperio.

Desde la victoria de Barak Obama sobre Hillary Clinton, aquel parece haber tomado la personalidad de un presidente de Estados Unidos. Visita a las tropas en el extranjero, gira por países occidentales donde, a diferencia de George Bush, es recibido en loor de multitudes. Sus asesores están trabajando de manera rápida y efectiva, y eso se nota, en la búsqueda de dotar empaque "presidencial" a Obama. Una manera efectiva de demostrar que él también puede. 
La manera de moverse entre los mandatarios de los otros países, recuerda el populismo "culto" y moderno de Kennedy. De hecho, ese es su objetivo, seguro. El paralelismo de la imagen que ofrecen el fallecido presidente y el actual candidato es evidente. Además, los dos comparten más de una coincidencia. Para mí, la más importante, es la de partir con un hándicap. La de Kennedy era ser católico en un país donde estos son minoría, antes más que ahora. La de Obama es la de ser negro en un país donde las dos minorías, la latina y la afroamericana, se repelen como polos opuestos. Por desgracia, la mayoría blanca siempre acaba mandando, sean cuales sean sus valores. Sobre todo la aristocracia economicista. Es asombroso, por cierto, comprobar como el paso de los siglos no cambia nunca nada. La antigua grecia, pero sobre todo la vieja república romana que tanto encandila a las clases pudientes yankees, utilizaban al pueblo como meros títeres en busca del poder. Sus votos eran un remedo de democracia. Esperemos que ahora no suceda lo mismo. 


Cuando nada se puede dejar a la improvisación.

Uno de los mayores desastres que el ejército de la Unión sufrió en la guerra de Secesión americana, sucedió en el año 1864, durante el asedio de Petersburg.

Como el asedio duraba ya demasiado tiempo, decidieron tomar la iniciativa llevando a cabo una acción, en principio, arriesgada pero inteligente. El general Burnside creó un plan de ataque sorpresivo, y ordenó a sus hombres que pusieran una mina debajo de las líneas confederadas, para que cuando explotara, se lanzasen alrededor del boquete practicado y, dando por supuesto que los defensores estarían todavía en total confusión, conseguirían romper sus líneas y finalizar de esta manera el penoso asedio de Petersburg.

Y, tal como se había planeado, la estratagema se llevó a cabo. La mina estalló como estaba previsto, provocando un boquete enorme, y de paso, cientos de soldados confederados y cañones del sur saltaron por los aires. Pero el general Burnside, que en aquel momento continuaba al mando de la operación, no se le ocurrió otra cosa que mandar a sus soldados por dentro del agujero que, de hecho, tenía casi 9 metros de profundidad.

Cuando los soldados de la Unión llegaron al otro extremo del agujero, se encontraron con que les resultaba imposible escalarlo, y además no podían retroceder debido a que tenían a otros compañeros que les estaban empujando detrás.

Los confederados, una vez repuestos de la explosión, vieron algo sorprendente, una masa compacta de soldados del norte indefensos dentro del agujero, que como estaban apretados como sardinas, no podían ni empuñar los fusiles, los del sur se acercaron al cráter y abrieron un fuego de fusilería que destrozó a los soldados del norte. Como estaban apretados cual sardinas, fallar un tiro era casi imposible. Más de 4.000 bajas sufrió el norte en esa insensata aventura, con bajas casi inexistentes por el lado del sur, salvo las de la explosión de la mina, por supuesto.

Lincon declaró después que “solo a un general como Burnside podía ocurrírsele, quitar esta batalla de las mandíbulas de la victoria".