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26 de mayo de 2009

Los hombres que no amaban a las mujeres.

Espero que esté a la altura del original, porque, en contra de lo que hago normalmente, pienso ir a verla a pesar de haber leído ya el libro.

21 de mayo de 2009

En cuanto a ídolos e idolatradores.

Todos tenemos ídolos. Ídolos de juventud, ídolos caídos, ídolos de la infancia. Todos con un rasgo en común. Para nosotros, resultan inalcanzables. Por su perfección, por la admiración que le profesamos, por esa necesidad que tenemos todos de encontrar algo a lo que aferrarnos, que nos haga pensar a algunos que nuestra mediocridad no es generalizada, y a otros que, con esfuerzo, se puede conseguir llegar a conseguir las cosas que admiramos en ellos. Porque somos idolatradores, y admiramos su éxito en la vida, su forma de ser, todo lo que vemos. Sin embargo, muchas veces no profundizamos, y nos quedamos en lo superficial. Creemos que lo que tienen los demás, ellos, es siempre mucho mejor que lo nuestro, y si es la vida de nuestro ídolo, con mayor motivo. Sin embargo, detrás de toda fachada, existen las luces y las sombras, el barro bajo los pies. Nadie es mejor que nadie, eso está claro. Todos formamos parte de un proceso evolutivo. Sin embargo, hay gente que piensa que todo aquello que rodea a los ídolos es idílico, valga el juego de palabras. Es mucho mejor buscar el reflejarnos en nuestro propio interior, pensar que podemos ser como aquellos que admiramos, y que solo hay que intentarlo, que no somos menos, que hemos partido desde la misma línea de salida. La humanidad, nuestra sociedad, es un puzzle de personalidades opuestas, cambiantes, y todas, y cada una de ellas, posibles de mejora. Porque, en el fondo, no hay peor que aquel que se cree más que el de al lado, solo por el hecho de haber conseguido metas. La mayor de todas las metas es la felicidad, y esa nos la marcamos cada uno de nosotros mismos, y se consigue reconociendo aquello que nos gratifica personalmente, y no aquello que ha conseguido el ídolo al que idolatramos (de vuelta con las excusas). Porque tal vez lleguemos algún día a ser ídolos para los demás, y si esa es la meta, ya está bien, pero todos tenemos un vacío dentro, la intuición de que lo verdaderamente importante de la vida es lo que está por llegar.

20 de mayo de 2009

19 de mayo de 2009

Un amigo y su circunstancia

Hace unas semanas, mientras desayunaba en el Bergara, me encontré con mi amigo Jaime. Hacía cierto tiempo que no lo veía, así que le invité a sentarse a mi mesa. Después de pedir un suculento desayuno, se notaba que pagaba yo, empezamos a hablar de nuestras vidas en los últimos meses alejados y sin contacto. Resultaba que Jaime se había casado finalmente con Alex, un chico diez años más joven que él, ejecutivo de un banco, y con el que su vida siempre había sido color de rosa. El hombre perfecto para él, un acuario emotivo y cincuentón, pintor por afición, galerista de arte de profesión. Le daba seguridad, confort y juventud, la receta mágica para alguien tan sensible a los cambios como mi amigo. Por eso, al felicitarlo por su recentísima boda, me extrañó ver en su rostro una mueca de vulnerabilidad, aquella que haces cuando las cosas no van bien. Y como yo, por deformación personal, me intereso por todo lo que me rodea, fui directo al tema. ¿Va todo bien?, le pregunté a boca jarro, sin darle tiempo a asimilar que a lo peor había cometido un indiscreto desliz. Su mirada se ensombreció de preocupación. Verás, comenzó a decirme mientras pensaba cada una de las palabras que me decía, últimamente no todo va bien. Luego tomó aire, mientras miraba fijamente su croissant. Resulta que Alex ha decidido que quiere cambiar de vida, que su etapa en el banco ya ha acabado, y quiere emprender nuevas experiencias, otear otros horizontes. Eso es bueno, le dije, además él siempre ha sido así, un hombre seguro de si mismo y de sus ideas, que nunca se jugará su estabilidad por nada. Si lo se, me respondió mirándome con tristeza desvalida a través de sus ojos azules, pero es que ya me conoces, yo soy una persona que necesita estabilidad, respaldo, sentirme seguro, y bastantes líos tengo ya con la galería como para ahora cambiar de vida. Mientras pensaba la respuesta que darle, le pedí otro café a Jonás, el camarero búlgaro, y medité la manera más pertinente, pero admito que solo se me ocurrían tópicos. Bueno, Jaime, piensa que él solo quiere emprender una nueva etapa profesional. Se ve con fuerzas y ganas, y si no lo apoyas, tal vez se sienta herido. Pero si yo siempre lo he apoyado, y tu lo sabes, razonó, pero es que ahora quiere dejarlo todo para ir a Punta Cana a abrir una agencia de viajes. Lo tiene todo planeado, hasta el último detalle. Pero lo que más me duele es que no haya confiado en mi para pensar en ello, y en cambio me ha presentado este nuevo proyecto de vida una vez estaba todo atado. ¡Eso no es confianza! Las cosas empezaban a complicarse dentro de mi cabeza como para asumirlas con facilidad. Quiere, además, que lo deje todo para acompañarle. Dice que viviremos mejor que aquí, y todo porque a mi me encanta la playa. ¡Pero si cree que con eso me puede convencer, es que me conoce menos de lo que creía!, respiró profundamente mientras sus ojos se inyectaban en un sereno pánico, ¿y si sale mal?¿y si cambio una vida de cierto acomodo por el riesgo una vida nueva que yo no necesito? No supe realmente qué decirle, cómo dar con la respuesta adecuada que le aliviase sus dudas interiores. Luego nos despedimos con un si necesitas hablar, llámame. Y no ha sido hasta hace tres días que, pasando por su galería, vi que esta estaba cerrada. Y ayer recibí una foto por correo. En ella se veía a Alex y a Jaime en una playa tropical. Detrás, escrito a mano, un rápido, por aquí todo bien, la agencia perfecta. Y mirando la sonrisa resplandeciente de Alex, no podía dudarlo. Sin embargo, la cara de mi amigo decía otra cosa. Era una cara de felicidad forzada, una media sonrisa de renuncia. Renuncia a la propia seguridad en busca del sueño ajeno. De un sueño que no sentía, que no era el suyo. Un sueño que le dañaba, pero que el amor le había hecho asumir, a pesar que en la otra balanza solo había ignorancia y desprecio por sus propios sentimientos. Y es que siempre acaban renunciando los más débiles...

17 de mayo de 2009

La imposibilidad de escribir

                 La desilusión toca la puerta

Dicen que la tristeza, el desengaño, el dolor, la decepción, son en muchísimas ocasiones la mejor compañía del escritor. Que inspiran mucho más que la alegría, la euforia o la complacencia. Siempre he pensado cual sería ese mecanismo oculto que hace que un estado depresivo sea más creativo, cómo funciona, y sobre todo, qué hace que una visión negativa haga discurrir con mayor intensidad el lado artístico de nuestro cerebro. Tal vez sea que la desilusión crea una mayor necesidad de expresión. O será el ánimo de venganza hacia una persona que nos ha hecho daño. O tal vez todo se base en la melancolía, en la necesidad de recordar aquello que hemos perdido. No lo se, pero creo que todo debe basarse en algún estímulo que nos lleve a necesitar expresar nuestro estado de ánimo. Porque no hay nada más triste, más vacío, que escribir por encargo, sin alma. Bueno, si, hacerlo sin ilusión, sea cual sea esta. Porque sin ilusión no hay emotividad, y sin esta no hacemos más que enlazar palabras con palabras, pero sin corazón detrás, sin nada que decir. Sin nada que transmitir.

4 de mayo de 2009

Verónica

                          3546684

A La Paquita la conocí hace más de veinte años, cuando yo trabajaba en la recepción de un hotel en las Ramblas de Barcelona. Cada mañana, al llegar a mi trabajo, mientras las floristas ordenaban sus tenderetes, y el aire de la mañana olía a una extraña mezcla de flores frescas y camiones de recogida de la basura, una jovencita, menuda de cuerpo, con el pelo corto y negro como el carbón, y una cara llena de pecas, me veía pasar mientras ella esperaba siempre en el mismo portal, y me pedía la hora. Su cara amalgamaba la tristeza de quien se dedica al oficio más viejo del mundo sin convicción, y de quien lo hace por necesidad, y de esto último sus brazos andaban sobrados de pruebas. Después de decirle yo la hora pedida, ella solía girar sobre sus talones, y mientras bamboleaba el bolsito con desdén, se despedía con un “hasta mañana, guapo”. Y así durante meses, La Paquita (luego supe que su verdadero nombre era Verónica, y que apenas tenía dieciocho años, solo dos menos que yo) formó parte de mi rutina diaria. Algunos días venía a buscarla un hombre mucho más mayor, un tipo con pinta de Mike Jagger (ese era su apodo entre los chulos de la zona) desmejorado y calzando peluquín, que la agarraba fuerte de la cintura mientras le pedía disimuladamente la recaudación y se dirigían a cualquier hostal del Barrio Chino. Una mañana, un compañero que acababa el turno a la hora de comenzar yo el mío, miró lujuriosamente a La Paquita y me soltó a bocajarro “Dice que le gustas”. Yo me lo miré con cara de “pero si es una…”, pero acto seguido comprendí que no me iba a explicar cómo ni en qué cama había conseguido aquella información. “No preguntes, pero lo se de primera mano”, me dijo, a modo de conclusión, mientras me guiñaba un ojo cómplice.  “Ah!, eso si, de esto ni palabra, que el Jagger no tiene ni idea, así que vete con cuidado”. A partir de entonces, cada vez que La Paquita me pedía la hora, yo me ruborizaba, y tartamudeaba un “las siete” casi ininteligible, lo que hacía que ella me devolviese una sonrisa antes de girar los tacones, removiendo el bolso, y despidiéndose de mi con el habitual saludo antes de perderse por alguna húmeda y estrecha calle. Solo unos pocos meses después yo dejé aquel trabajo, olvidándome casi por completo de ella. La verdad es que no suelo frecuentar aquella zona, lo que ha hecho más fácil no volver a recordar aquellos días. Sin embargo, hace unos días volví a pasar por allí, quiero creer que por casualidad, y para mi asombro, volví a cruzarme con aquellos ojos del pasado. Ella no me reconoció, claro está. Y no es solo por lo cambiado que pueda estar yo, sino porque La Paquita apoyaba su cuerpo esquelético contra la piedra desnuda del portal, casi sin sostenerse en pie, sus brazos un campo de minas, el bolso caído sobre sus zapatos, el pelo prematuramente gris, despeinado, la cara avejentada marcada a golpes, de esos que el Jagger y la desdicha te dan en la vida, la mirada vidriosa clavada en el suelo, y que solo alzaba para farfullar alguna incoherencia al paso de cualquier paseante. Me la quedé mirando un rato sin ser visto hasta que, envuelto en la vergüenza del que se siente espectador de la desdicha ajena, decidí marcharme. ¿Y porqué escribo esto? Tal vez porque mientras lo hago no veo a la mujer, la prostituta, despojada de dignidad de hoy, sino a la adolescente de ojos risueños que casi cada mañana me preguntaba la hora, giraba coqueta sobre sus talones, y movía el bolso contoneando su cuerpo juvenil. Para ella, a la que tal vez alguna vez le gusté, y que creo que nunca dejaré de recordarla. Para La Paquita, pero sobre todo para Verónica.

3 de mayo de 2009

El silencio.


Para poder poder encontrar
la esencia de las cosas que me rodean,
estoy observando el mundo con los ojos cerrados.
Y al mirar detrás de estas,
tan sólo he encontrado una vaga, borrosa ilusión.
No importa lo que tus ojos miren ahora, momentáneos,
porque, quien es capaz de sentir, descubrir,
el significado de todos los silencios,
ya no necesita mirar más allá.