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27 de octubre de 2009

Cuando la vida te reconcilia por caminos desconocidos.

Acabo de leer una noticia sorprendente en la prensa. Bueno, tal vez tendría que decir que sería casi sorprendente si no fuese porque lo que más me llama la atención del hecho no es lo inusual del caso, sino que existan personas que influyan en la vida de otras de manera tan directa como desinteresada. Aquí la noticia.

Una desconocida salva a una mujer tras advertirle que sufría un tumor.

Casualidades. O ángeles de la guarda. "Yo debo tenerlo, porque su advertencia me salvó la vida". A Montse Ventura la casualidad o su ángel de la guarda, según se prefiera, la llevó a coincidir en el autobús 64 con una mujer muy experta en tumores de hipófisis –que provocan enfermedades raras y afectan al crecimiento de los tejidos– que se atrevió a decirle que se hiciera un análisis. "Debía saber mucho, porque los endocrinólogos que luego consulté reconocieron que los signos que ella detectó en mí eran muy sutiles, casi imperceptibles", asegura Montse Ventura. Ex maestra, 55 años, viuda, madre de dos hijas independientes, voluntaria con un grupo de jubilados y con niños con dificultades, senderista y muy muy sana, "apenas un poco de hipertensión que achaqué a la edad y a la que no di mucha importancia".En el 64 ella y su grupo de jubilados volvían de ver el museo de Pedralbes. Montse hablaba y hablaba y notó cómo esa mujer "más o menos de mi edad, pelo rizado y castaño, delgada, es lo que recuerdo", no le quitaba ojo. Hasta que se le acercó y le pidió hablar aparte. "Me pidió perdón por lo que me iba a decir y me contó que me había estado observando y que tendría que hacerme una analítica. Sacó un papel y anotó dos cosas. "Aún estás a tiempo", me dijo. Le pregunté qué me había visto y me contó que había tenido dos casos en su consulta con los mismos signos que yo, pero que en mí estaban aún poco desarrollados. Me señaló el labio inferior más grande, la nariz, las manos, me preguntó si había cambiado de tamaño el calzado y mis dientes separados. "Ah, no –le dije–, yo tuve los dientes siempre así". Y de los pies, no supe qué decirle, porque siempre voy con calzado cómodo. Estaba tan sorprendida que no le pregunté su nombre y ya bajaba en la siguiente parada".En el trocito de papel que cree tener guardado por algún sitio, estaba apuntado hormona de crecimiento y somatomedina-C. "No me dio mal rollo. Era una persona agradable y educada que inspiraba confianza". Pero guardó el papel y lo dejó pasar. Un mes después pidió que le incluyeran ambos conceptos en la analítica de la revisión ginecológica anual. Todo bien. Salvo los dos extras: "Estaban muy alterados".Su hormona de crecimiento triplicaba la actividad normal. Su ginecólogo le confesó que no sabía interpretarlo y empezó un peregrinaje por endocrinólogos y por internet. Así supo que no era ninguna tontería y que sus signos faciales y en manos y pies eran realmente sutiles y difíciles de interpretar como un tumor de hipófisis, lo que temía su ángel experto. Una resonancia localizó un pequeño tumor de 7 milímetros en una glándula de apenas un centímetro de altura. "Era muy pequeño, pero estaba mal colocado, en la cavidad cavernosa, por donde pasan mil nervios y junto a la carótida. Así que cuando decidí en las manos de qué neurocirujano me ponía, este me dijo que me operaban ya, sin demora, porque había riesgos". Si esperaban, podía provocarle una hemorragia dentro del cerebro o ceguera, "como le pasó a un miembro de mi agrupación". Dudaba. Su hija pequeña se casaba en septiembre y le proponían operarse en junio. Y al final aceptó. La operaron por la nariz y todo salió bien. En septiembre hubo boda con una especial alegría por tanta suerte.

Ahora, la mujer busca, a través de una carta en la prensa, a su ángel salvador. Y esto reafirma mi teoría de que los "amarillos" (la religión les pone alas), y de que nunca sabes ni donde ni cuando los encontrarás. Son gente especial, y muchas veces aquellos a los que no prestábamos especial atención, o simplemente desconocidos. La verdad es que, por encima de cualquier consideración moral, son este tipo de cosas las que te reconcilian con la vida, a través de un desconocido.

26 de octubre de 2009

Encontrando el amarillo a tu alrededor.

"Soy amarillo, soy un amarillo de alguien". Esta frase que sale en El mundo amarillo, el maravilloso libro de Albert Espinosa, que una amiga me dejó hace poco (desde aquí te prometo que te lo devuelvo esta semana, de verdad), y que leí de un tirón en una sola noche, es el perfecto resumen de tantas cosas que nos pasan alrededor. Ser algo para alguien, sea al nivel que sea, es una de esas cosas que nos han de hacer sentir bien. Qué mejor que representar algo positivo para una persona, para cuantas mejor, sin apenas darte cuenta, y encontrar a otras personas con las que, muchas veces inesperadamente, sorprendentemente, acabas conectando más allá de las afinidades. Y sobre todo cuando te encuentras en una situación difícil, a veces desesperada, encontrar entre la multitud una motita amarilla es gratificante. Pero también lo es ser ese amarillo en la vida de otro, porque se crea una simbiosis que va más allá de las circunstancias, que te eleva el estado de ánimo, y que te pone en posición de aprender de los demás aquellas cosas que no has podido sino intuir hasta entonces. Descubrir el color en tu vida es gratificante, sea éste amarillo, verde, naranja o azul. Quien quiera que lo pinte a su gusto, que para eso nacimos libres, tanto de voluntad como de pensamiento, pero el resultado final siempre es el mismo: tener cerca a alguien especial, a alguien con quien siempre puedas contar, a una persona que será tu amigo fuera de las circunstancias. Porque ser amarillo (permitidme que deje este color ahora) para alguien, es realmente especial, sobre todo cuando no eres necesariamente consciente de serlo, pero además encontrar un amarillo mutuo es algo tremendamente difícil. Cuando lo hagas no lo dejes escapar. Al menos, yo lo haré así, pero que cada uno decida. Os aseguro que retener a un amigo amarillo vale muchísimo la pena. Gracias a todos mis amarillos (y amarillas, claro) por todo el color que aportáis a mi vida, y sobretodo por dejarme intentar pintar algo en la vuestra.

20 de octubre de 2009

Nuestros actos, el teatro de la vida.

La verdad es que hoy podría escribir sobre muchas cosas. Han estado pasando por mi cabeza infinidad de temas, de los cuales, a cada segundo me parecían el ideal para escribir, para compartir. Pero como me suele pasar a mí particularmente, no he acabado de decidirme. Y ahora resulta que llueve sobre Barcelona, y eso me hace estar bien. Me encanta la lluvia. Como a mucha gente, lo sé, pero es que para mí es un momento ideal para expresarme. Me vuelvo melancólico, y eso debe ser por mi octava parte de sangre portuguesa, aunque la verdad es que los fados tampoco me producen ningún sentimiento especial. En fin, que en estas estoy cuando en el fondo de un cajón de mi escritorio aparecen unas hojas escritas a mano. No son más de tres, están ya algo deslucidas, la tinta se ha tornado azul verdosa, y la horrible caligrafía es inconfundible. Lo he escrito yo, no cabe duda. Al leerlas me llevo la sorpresa que es un cuento que escribí hace casi quince años para mi hija, que entonces tenía tres. La verdad es que, visto con perspectiva, es un poco triste, lo que no era mi intención, y algo duro de planteamiento, lo que tal vez sí que quería serlo. Vamos, que ríete tu de las películas de Disney, porque Blancanieves tiene un transfondo que si no es por los enanitos, pasaría por uno de los culebrones de hoy en día. Y es que quería regalarle algo imperecedero a mi hija, algo que durase más que una pulsera o un joyero, algo con un significado más allá de una historia bonita. Y se ve que lo conseguí en demasía, porque cuando una noche se lo leí, acabaron apareciendo dos lágrimas de tristeza en su tierna carita. Y eso me hace preguntarme, ¿cuántas veces hacemos las cosas de una manera, para conseguir unos objetivos, y después lo que obtenemos es diferente a lo que esperábamos? Seguramente muchas veces al día. Y además de fallar el tiro, desconocemos los efectos que nuestros bienintencionados actos pueden producir en los demás. Entonces, luego de poco vale pedir perdón. Las cosas ya están hechas cuando nos damos cuenta del daño que podemos causar al gritar, insultar, pegar, despreciar, ningunear, o simplemente abandonar. Por eso, desde aquí, pido perdón por lo que seguro he hecho mal en mi vida, sin saberlo, y que ha afectado, hecho sufrir a otros, y por lo que seguro que haré. Nunca está de más reconocer que nos equivocamos, y yo el primero. Porque nuestros actos, son el teatro de nuestra vida. Una vida llena de máscaras, llena de actores, llena de equívocos, de equivocaciones. Porque es posible equivocarse, cuando haces algo por los demás. Buenas noches, Marina, y espero que te haya gustado el cuento que te escribí.

14 de octubre de 2009

Cuando ser consecuente no es consecuencia sino voluntad.

agora

Reconozco, para empezar, dos cosas. La primera, que hace demasiado tiempo que no me siento delante de mi ordenador a escribir en este espacio, y sobre eso no tengo excusa defendible, porque bajo las mismas o peores circunstancias vitales lo he hecho. La segunda, es que el título me ha quedado un poco enrevesado. Sin embargo, para eso estoy escribiendo, para ser consecuente y explicar las cosas que siento, y cómo las siento. Y es aquí donde empieza la verdadera esencia del título, porque si yo fuera consecuente, y no quiero que se entienda que caigo en un autoanálisis público de mi personalidad, habría puesto hace días esa voluntad que me ha faltado para hablar aquí de muchas cosas de las que me apetecía, y finalmente no he hecho. Y es que a veces, uno encuentra en las cosas esa intrascendencia que hace que todo lo relativices al máximo, como por ejemplo la falta de tiempo, que me serviría perfectamente como excusa en estos momentos, pero que, como ya he dicho antes, otras veces he vencido sin despeinarme (y pido perdón por esta pizca de suficiencia).

Hace unos días estrenaron Ágora, la nueva película de Alejandro Amenábar. Reconozco que aún no la he visto, pero para cuando quiera verla, la masiva e ingente información sobre ella que nos bombardea estos días, hará que cada fotograma me suene a ya visto. Y no es que valore la película, ya que sin verla no sé cuáles serán las sensaciones que me transmitirá, sino que me ha llamado poderosamente la atención, de su historia, el contraste entre el ser consecuente y querer serlo. Y lo digo por los cristianos representados allí. Realmente Hipatia, el personaje principal, filósofa conciliadora, se ve envuelta en la vorágine de violencia de los cristianos que, abrazando la fe de Jesús, acaban haciendo de ella una figura paralela. Es decir,los seguidores de ese Cristo crucificado son de los que hacen con ella lo que abominan hicieron con él. Y todo por culpa de la necedad tan humana de sentirse en posesión de la verdad. No supieron, o no quisieron, ser consecuentes con las enseñanzas de su fe, cuando todo era cuestión de voluntad. Por cierto,¿seré yo el único que no ha visto ya la película?

Sin embargo, ya está bien de hablar de uno mismo, algo muy recurrente cuando no se tiene nada más que enseñar, y pasemos a detallar de forma general, que no generosa, los aspectos que más me interesan de la consecuencia de ser consecuente. Si, porque muchas veces en esta vida, pasamos delante de muchos con el marchamo de seres íntegros y consecuentes, cuando en realidad no lo somos ni por mínimo asomo. Ejemplo. Yo no soy racista. Sin embargo, cuando pierdes tu trabajo, y ves a muchos inmigrantes haciendo lo que tú te negarías a hacer, entonces exclamas a los cuatro vientos eso de que no sé como no habiendo trabajo para los de aquí, a los extranjeros sí les dan, porque primero nosotros, ¿no?…¡ah!, ¡y que conste que yo no soy racista! Y es en ese momento cuando transformas tu discurso progresista de antaño (trabajo para el que quiera trabajar) por uno cerrado bajo cuatro llaves. A saber, desesperanza, desesperación, miedo e incomprensión. Justo la fórmula perfecta, el caldo de cultivo de la violencia hacia el diferente. Porque nuestra consecuencia vital se vuelve intolerancia hacia lo ajeno cuando los afectados somos nosotros. A eso se le llama de muchas maneras ciertamente, pero yo lo veo como mero y profundo egoísmo.

En definitiva, qué fácil es ser consecuente con lo de los demás, y qué difícil es tener voluntad para serlo con lo nuestro, así que no des consejos porque estos pueden atraparte en tu propia realidad. ¿Seré capaz yo de tener voluntad para ser consecuente con mis propios pensamientos?…¡Qué difícil es responder a algunas preguntas!