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29 de septiembre de 2010

De los que ya no están.

 

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En un funeral o un entierro, siempre existirán contrastes. Veremos rostros de dolor junto a sonrisas contenidas, a gente que se intercambia tarjetas del trabajo junto a otras que se saludan con la efusividad y el desparpajo del que no se ve desde hace tiempo, seguramente desde el último funeral. Curas que hablan del ausente como si le hubieran conocido de toda la vida, junto a trabajadores de Pompas Fúnebres de una eficiencia y frialdad casi funcionarial. Todo de un aspecto que intenta ser solemne, pero que no oculta la realidad: qué bien estarían muchos comiendo unos canapés y unos refrescos, como hacen en la cultura sajona, mientras intercambian las dichosas tarjetitas y se explican con tranquilidad que ya no están casados con la misma persona que en la última vez que se vieron, o pueden sonreír con más tranquilidad que en un lugar tan pensado para el duelo como nuestros cementerios.

La verdad, confieso que yo nunca he podido relajarme en estos sitios, sea cual sea el grado de proximidad que me una al que ha marchado. No me gusta el ambiente artificioso que veo, pero comprendo que forma parte de nuestra tradición, así que lo acepto con resignación, aunque yo espero que cuando me toque mis amigos y mi familia se vayan a celebrar el tiempo que hemos estado juntos, y no el que ya no compartiremos.

Porque para mi los que ya no están son casi más importantes que muchos de los que nos quedan. He perdido en el camino a gente muy importante, y que cuando me siento solo y desorientado me gusta pensar que, aunque solo como minúsculas motas de polvo en el Universo, ellos también me sienten.

Porque los que ya no están, aunque ausentes de nuestra mirada, siguen viviendo en nuestro recuerdo, en la necesidad que tenemos de sentir que de algo servimos en el ciclo de la vida. Y aunque yo no se si mañana seré más feliz o estaré más triste que ahora, el tiempo pasa, y solo deseo poder llenarlo de recuerdos que acompañen mañana a los que queden cuando yo ya no esté, y que esto les haga sentir que nunca estarán solos.

26 de septiembre de 2010

De la mentira y los secretos.

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Todos hemos dicho alguna vez, a lo largo de nuestra vida, una mentira. Casi todos hemos dicho más de una vez mentiras.Y casi todos hemos dicho muchas mentiras. Incluso, ha de existir en el ancho mundo alguien que haya convertido el ser mentiroso en una especie de juego, de modus vivendi social. Y sin embargo, aún reconociendo todo lo anterior, no entiendo la mala fama que tienen las mentiras, ya que estas son, por lo general, una murallas para salvaguardar nuestros secretos, algunos íntimos e inconfesables. Un arma, sin duda, que utilizada con el fin de proteger lo que no deseamos enseñar, no tiene porqué ser mala.

Y si hablamos de los secretos, estos figuran como imprescindibles, bajo mi punto de vista, a la hora de guardar nuestra intimidad. ¿Porqué tener secretos ha de parecer intrínsecamente malo, cuando en realidad es una manera como otra de ejercer nuestra libertad a explicar lo que deseamos? Porque no contar aquello que nos interesa o queremos, no es malo porque sí, al menos para el que tiene secretos que ocultar. Hay que respetar los motivos por los que lo hace. Lo que pasa es que, por lo general, todos deseamos conocer aquello que concierne a los demás, y somos insaciables en ese aspecto. Ahora bien, esas mismas personas que matarían por saber lo del vecino se guardan también lo suyo para ellas, lo que no deja de ser muy humano y a la vez muy ilógico. La mentira, por otro lado, también nos ayuda a despistar al curioso de lo ajeno, y a guardar nuestros secretos en el cajón de nuestra intimidad, lo que evita, de paso, quedar desnudos ante la inquisidora e implacable mirada de los otros.

Por otro lado, la mentira y el secreto también existen para encubrir algo que nos avergüenza de nosotros mismos, o que podría hacer daño a otros. O los secretos que tapan, estos más íntimamente ligados a nuestras inseguridades, nuestra verdadera manera de ser, y que haría que los demás nos viesen como somos realmente, y no como queremos que nos perciban. De ahí que siempre aparezca tanto visionador de documentales y de películas centroeuropeas subtituladas.

No estoy justificando aquí, en forma de alegato, mis secretos y mentiras, ya que no lo necesito ni es mi intención. Cada uno se conoce sus propios secretos y mentirse a si mismo si que es la mayor de las mentiras. El mentiroso, creo, no es tanto un cobarde en el estricto sentido de la palabra, como un superviviente. Mentimos por necesidad o simplemente porque queremos. Incluso a veces por no hacer daño a otros. Mentimos para nosotros, no para los demás. Y mantener, muchas veces, el secreto, es fuente de libertad individual.

Por eso, ¿arrepentirme yo de mis secretos?..¡a ti te lo voy a contar!

19 de septiembre de 2010

Ahora lo ves, y luego no es.

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Todos hemos tenido en nuestra vida la sensación que lo que hemos pensado de alguien, al final ha sido equivocado. Podemos hablar de una situación, de una actitud, e incluso de un hecho extremadamente puntual. La verdad es que, como dice el anuncio, el ser humano es maravilloso, y por lo tanto, difícil de catalogar. Estar delante de alguien y creer que controlamos todo lo que pasará entre esa persona y nosotros es algo connatural al hecho de que nuestro mundo es limitado. Muchas veces, es como mirar con un catalejo, el cual te deja a oscuras grandes trazos de paisaje, lo que no deja hacernos una idea del general que deseamos ver. Si nuestro cerebro es selectivo con la información que le llega, para así poder tomar decisiones rápidas, eso en las relaciones entre personas puede llevar a la frustración. ¿Es realmente tal hombre o mujer como nos lo habíamos imaginado antes de conocerlo más a fondo? Y admitiendo que en ocasiones la primera impresión, si no es la que vale, por lo menos ayuda, es necesario profundizar en los demás para hacernos un retrato más completo de su complejidad. Con lo que cuesta llegar a conocerse a uno mismo, como para creer que somos tan sagaces para adivinar sobre alguien que nos acaban de presentar. Y eso vale también para razonar sobre lo que vemos. Es posible que en la oficina veamos al jefe comportarse como un niño con la secretaria, que ella le responda de la misma manera, y eso nos haga pensar que algo prohibido tienen entre ellos, sin llegar a imaginarnos que, seguramente, no pasará nunca de un inocente juego de tonteo. Sin embargo, nuestras mentes obcecadas por la perversión de lo que nos imaginamos, ya les atribuyen citas amorosas, miradas cómplices, o preferencias a la hora del trabajo. Y de allí a que alguien les haya visto en un parque oscuro de la mano, hay un paso. La oficina se llena de rumores, todos infundados, basados en el me dijo fulanito, o los vio menganito. Y después, cuando todo se descontrola, el rumor llega a oídos de otro jefe que es amigo de la familia del acusado, y este no puede reprimir explicárselo todo a la mujer de su amigo. Luego, gritos y peleas en casa del vilipendiado, separación, gastos de abogado, alguien que tiene una casa menos y dos manutenciones que pasar, y otra a la que se le multiplican los pretendientes en busca de su nueva fortuna… y a todo esto, el jefe que no puede volver al despacho sin poner cara de avergonzado, la secretaria, que ya está haciendo cola en las oficinas de trabajo, y los dos sin volver a verse en la vida. Han perdido lo que tenían por las especulaciones de personas que, en el fondo, no tenían nada que ver en toda aquella historia. Un ejemplo posible, este, de la influencia que puede tener una visión de catalejo sobre la realidad, esa que ahora la ves, y luego, por sorpresa, ya no está.

17 de septiembre de 2010

La maldición de Licaón

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Según cuenta la leyenda, el primer hombre lobo reconocido como tal fue Licaón, rey de Arcadia, en la Antigua Grecia. En la mitología griega, Licaón era un rey sabio y culto, además de una persona muy religiosa, que había sacado a su pueblo de las condiciones salvajes en que vivían originariamente. No obstante, parece que él mismo continuó siendo un ser salvaje, ya que a pesar de todo siguió sacrificando seres humanos en honor a los dioses, e incluso se decía que asesinaba a todo forastero que llegara a su reino pidiendo hospitalidad. Al enterarse de todo esto, el dios Zeus quiso comprobar por si mismo los rumores y ,se disfrazó de vagabundo para hacerle una visita al descarriado Licaón. Este, como era su costumbre, pensó en matar a su visitante, pero se enteró a tiempo de que se trataba de Zeus, y como acto de buena fe lo invitó a participar en un suntuoso banquete. Todo habría salido bien, de no ser porque Licaón finalmente no pudo resistir la tentación de jugar una horrible broma al rey del Olimpo, y ordenó que le sirvieran la carne de un niño, presuntamente uno de sus propios hijos.
Zeus se dio cuenta, por supuesto, y, encolerizado, condeno a Licaón a convertirse en lobo, y a que todos sus descendientes también padeciesen la maldición de ser hombres lobo. Hoy en día se conoce como licaón al perro salvaje africano, un pariente lejano de los lobos.La historia de Licaón, por lo tanto, nos provee uno de los primeros ejemplos de la leyenda del hombre lobo.

9 de septiembre de 2010

Bajo los restos de un naufragio

Acababa de abrir los ojos, y lo que veía a su alrededor no era más que un paisaje desolado de edificios derrumbados, calles desaparecidas, gente gritando. Sobre todo humo, mucho humo. Una humareda gigantesca de polvo que todo lo envolvía. Era como si el año 2012 nos hubiese alcanzado antes de tiempo, como si las cosas ya no pudiesen volver a ser nunca más igual. La desesperación, la angustia, el miedo, eran sensaciones presentes en todos y cada uno de los rostros con los que se cruzaba. Jirones de ropas, pero también de almas, porque haberlo perdido todo no era ahora comparable con haber perdido a todos. Soledad, esa era la mirada que aquellos infinitos ojos clavaban en el futuro. Porque, ¿y ahora qué más? Solo cabía esperar. ¿Y la esperanza, donde vivía? Nadie parecía saberlo, como si se notase en sus respiraciones. ¿Dónde estás? No te encuentro. Remover los escombros, como si las propias manos fuesen dolorosas palas con las que canjear sufrimiento por esperanza. Porque, ¿dónde había quedado finalmente la esperanza? Qué difícil era ahora confiar en los demás, cuando el mismo ser humano era el responsable final de la tragedia. ¿Creer que el hombre no tiene nada más allá de si mismo fue el error? ¿Pensar que todo tiene solución, que alguien en el último instante nos salvará? ¿Irresponsables por creernos inagotables? Demasiadas preguntas. Demasiadas incertidumbres. Ser sordos los unos con los otros a pesar de hablar a gritos. Creernos invencibles, dejarnos llevar. Las guerras sin sentido, el ansia de poder, la avaricia. Todo esto era lo que había llevado a este final, de la mano del abuso, de la inconsciencia. ¿Y ahora qué? era la pregunta que nadie sabía, podía contestar. Miró alrededor, confuso finalmente. Ninguna respuesta, solo dolor y sufrimiento. ¿Cómo habíamos llegado a esto? Aún era pronto para que nadie pudiese borrar la duda, porque cuando él miró al cielo, no vio nada. Solo polvo y oscuridad nuevamente. ¿Dónde está la fe? ¿Queda algo que ganar en un mundo desolado por los propios errores, por las propias culpas? La madre estaba buscando a su hijo, el hombre a su mujer, y solo escombros hasta donde llega la vista. ¿Había valido la pena llegar hasta allí, a un futuro mal entendido, el de unos pocos con mucho, y el de muchos sufriendo? Albert Einstein había dicho que la vida es muy peligrosa, no tanto por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa, y así había sucedido hasta llegar al día de hoy, en el que todos, como humanidad, hemos pagado el precio. Y en este momento, cuando nada quedaba ya, había que encontrar el camino. Pero, ¿hacia dónde? Siguió sus propios pasos durante horas, entre muerte y destrucción, los supervivientes siempre deambulando como fantasmas sin futuro, hasta que finalmente se sentó sobre una piedra, tan solitaria como él, intentando descansar. Pero la oscuridad del alma se cernía constantemente sobre su corazón, ya que la búsqueda era infructuosa. No había nada más allá de lo que se veía, y aunque cruzase montañas, ríos o mares, si todavía existían, estaba seguro que la tristeza del paisaje sería siempre el mismo. La rabia le cruzó, entonces, por dentro de sus huesos como un látigo eléctrico. ¿Porqué nadie había hecho nada, si todos perdíamos lo mismo? Tal vez nadie creía en lo peor, y sin embrago el destino nos había alcanzado por la puerta de atrás, mientras sonreíamos inconscientes. La rabia, sin embargo, finalmente pasó. ¿Valía la pena rebelarse cuando ya no había posibilidad de cambiar las cosas? Cerró un instante os ojos, y se durmió. Al despertar, no tenía consciencia del tiempo que había estado durmiendo. Recordaba, eso sí, que había estado soñando con verdes prados, frescos ríos, hermosas montañas, gente riendo. Qué lejos parecía quedar ya todo. Se levantó y siguió caminando. ¿A dónde ahora? Daba igual. Caminó días, meses, años, sin encontrar algo que se pareciese a aquel sueño que tuvo sobre una piedra, mientras la gente pasaba una al lado de otra como el que no ve, todos diferentes en el camino, todos iguales en la desilusión. Caminó hasta que volvió a encontrar una piedra donde descansar, y entonces se sentó, cerró los ojos e intentó volver a soñar. Lo había intentado tantas veces durante aquel tiempo, después de su primer sueño, sin conseguirlo. Ahora tampoco. Puso la cara entre las manos, y comenzó a llorar, y cuando hubo agotado sus lágrimas secas, clavó la mirada entre sus pies desnudos. Allí, sobresaliendo torpemente entre unos guijarros, un trocito de papel amarillo. Estiró pesadamente una mano huesuda, casi invisible, y lo estiró hacia él. Estaba desdibujado, pero aún se podían leer unas pocas palabras. La esperanza es el único bien común a todos los hombres, y los que todo lo han perdido la poseen aún. Intentó recordar quién había dicho eso. Era tan difícil recordar. Dobló finalmente con sumo cuidado el papel, y luego lo guardó en el bolsillo. Entre los escombros de las cosas que habían sido alguna vez, volvía a la vida algo que le hablaba desde el pasado. ¿Valía la pena seguir soñando? Comenzó a caminar de nuevo, esperando que tal vez al otro lado del polvo, de la oscuridad, se encontrase por fin aquella palabra que les ayudaría a volver a empezar. Porque, casi con toda seguridad, encontrar la palabra en aquel paisaje desolado, fuese lo único que quedase por lo que caminar.

6 de septiembre de 2010

El doblaje del cine, la vida.

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Ver una película de cine doblada es como la vida misma, o sea que lo mejor es aquello que no se presenta a primera vista delante de nuestros ojos. Me explicaré. Cuando vas al cine a ver una película doblada, tenemos la inevitable tendencia a centrar nuestros sentidos en lo obvio. Es decir, en las imágenes, la música y las palabras. Parece que si nos perdemos algo de lo que se habla, no comprenderemos el mensaje de lo que estamos viendo, lo que es natural, por otra parte. Sin embargo, siendo esto verdad, a mi me llaman poderosamente la atención aquellos momentos, segundos diría, en los cuales la realidad sonora del original emerge sobre el silencio enlatado que envuelve las palabras de los protagonistas. Son esos instantes en los que lo cotidiano, aquello que no parece influir, se abre ante nosotros. Es el sonido ambiente. Unos pasos, una televisión lejana, el viento, las charlas de fondo de un restaurante o un bar, los cubiertos al chocar, o las tazas al apoyarse en su plato. No se, todo aquello que en el original envuelve la percepción del espectador y que en el doblaje nos es escatimado con cicatería. A veces me pregunto, porqué me ha de interesar más para la descripción psicológica de un personaje lo que dice, que en el trasfondo en que lo dice. Al quitarle el sonido ambiente le quitamos parte del espíritu emocional a las situaciones que vemos. Y para mi dice mucho más de una persona aquello que la rodea que lo que quiere que yo acabe percibiendo. Llamadme raro, pero soy de esos, y reconozco que no se si estoy acompañado, que esperan y disfrutan del sonido que emerge entre el silencio de los dobladores. Porque en este mundo de tanta luminosidad,se nos escapa mucha vida por no querer escuchar más allá de aquello que vemos. Por no prestarle atención a lo que tan solo intuimos.