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20 de enero de 2011

El empacho de Tolstoi.

Leon Tolstoi nos enseñó que se puede vivir como un cobarde hasta casi, casi, el final de una vida, y sin embargo, también que nunca es tarde para huir. Él vivió hasta la vejez junto a una mujer de la que no se atrevía a escapar pero, justo al final, encontró el punto lunático para literalmente salir corriendo. Y después de esta decisión, acabó sus días solo, y allí mismo, en una estación de tren.
Reconociendo que Tolstoi era un tipo realmente singular, o más bien raro, como demuestran todas las excentricidades que llevó a cabo en su vida, la verdad es que era un genio de la literatura, y aunque eso no le daba patente de corso para justificarle todo, hay que aceptar que este hecho último de su ajetreada vida es como para reflexionar. Vivir una vida al lado de otra persona a la que no queremos, o simplemente con la que no acabamos de estar a gusto, es cobarde, es verdad, y más hoy en día, en una época en la cual podemos decidir seguir o no con nuestra pareja sin demasiadas complicaciones, pero también lícito. ¿Y si encontramos a alguien que no esperábamos encontrar? Es, mal comparado, lo reconozco, como si comemos durante toda la vida pollo, y un día descubrimos que nos encanta el carpaccio, del que no habíamos oído hablar hasta aquel mismo día. ¿Tenemos derecho a pasarnos a otra cosa, relegando lo anterior? La experiencia, o más bien el sentido común, nos da dos respuestas contradictorias. Por un lado, tenemos que evolucionar, lo que significa cambiar, buscar cosas nuevas con las que mejorar, experiencias que nos enriquezcan. O sea, probar el carpaccio. Pero, a la vez, el instinto de conservación, la prudencia, nos dicta que lo que tenemos, lo que nos ha gustado siempre, debe ser lo adecuado para nosotros, y además a las personas no nos gusta perder lo que ya poseemos. En ese caso, seguiremos con el pollo. Entonces, ¿cómo compaginar ambas cosas sin disparar el colesterol? Eso, cada uno ha de saberlo valorar Es difícil, lo sé, comer en exceso sin empacharse, sin mancharse los dedos. Seguro que hay quien pueda hacerlo, pero es complicada operación. En eso radica, en definitiva, el arte culinario. El buen gourmet de la vida elige los platos que mejor le sientan, y escoge por su sabor, su aroma, y en definitiva, su presencia, sin dejarse llevar solo por la gula. Quien mucho abarca, poco saborea, o como Tolstoi, puedes acabar aborreciendo tu único plato. Aunque en definitiva, tanto en la vida como en la mesa, todo es una mera cuestión de gustos...¿o tal vez no?

13 de enero de 2011

Retrato inacabado de Beatriz, o como tropezar siempre en las mismas piedras.

hombre-mujer

La última vez que Beatriz había hablado con Daniel ya había dejado las cosas claras. No lo quería más. Aún resonaba en su recuerdo el rostro incrédulo con que él la había mirado. ¿Ya no me quieres? fue todo lo que le oyó decir. Luego lloró. Tierno en un hombre, como con un cierto aire desvalido que en Daniel era ciertamente sexy. Más tarde, unos cinco minutos de lágrimas más o menos, le dijo tajante. pues si ya no me quieres, vete de casa. Nada más. Bueno, sí, la casa para el, el coche viejo para él, y el perro los fines de semana. Menos mal que solo llevaban conviviendo como pareja de hecho seis meses, que si no ya se veía repartiéndose los niños. Pero no dijo nada más. Ni escenas de histerismo, ni abofetearla, ni estirarle de los pelos, o golpearse en el pecho con los puños cerrados cual chimpancé despechado. Nada de eso. Luego de esos cinco minutos de desconsuelo, de indiferencia. Y eso para ella era como un tremendo vacío, una decepción. ¿Ya estaba?¿Eso era todo? Había salido de casa cabizbaja, llena de culpa y de odio hacia si misma. Lo había acabado de dejar por falta de amor, por desgaste de días (si, días, que cada uno tiene su baremo del tiempo) de incomunicación, por no oírle un simple te quiero ya. Por haber olvidado como eran esas caricias, esos abrazos, de tanto tiempo que hacía que no recibía uno. Y a pesar de eso, a pesar de todo, se había sentido aún más culpable que una milésima antes de decirle que ya no lo quería.

Habían pasado ya algunos días desde aquel momento en el que la vida en común de Beatriz con Daniel había eclosionado como un incontrolable Big Bang, desde que cogió sus maletas de Christian Dior y salió por la puerta. Se había reprochado tantísimas veces lo que había hecho, que aún sentía desprecio por sí misma. Había sido cruel, tanto, que incluso aún se sentía totalmente egoísta por dentro, al destrozar la vida del que había sido su compañero durante estos meses. Ahora se daba cuenta, en la soledad de las horas sin nadie más con quien hablar que consigo misma, previo paso depresivo, que tenía que haber intentado luchar más por su relación con Daniel.

Aquella mañana Beatriz se había levantado, por fin, con la certeza de que tenía que arreglar las cosas. No podía sentirse más así como estaba, soportando por más tiempo la culpa del sufrimiento de él, por lo que había decidido que iría a verlo al apartamento que hasta hacía tan poco tiempo había sido el hogar común. Se vistió lo más rápido que pudo, sin ni siquiera ducharse ni peinarse, para poder llegar antes de que Daniel marcharse al trabajo. Así, corriendo como una posesa, y bajo la atenta mirada de todo transeúnte con quien se encontraba, cruzó media ciudad para pedirle perdón, que no pensase que podía haber habido otro, y que si necesitaba un apoyo, si quería, siempre podía contar con ella.

Llegó a la esquina de la que había sido su casa justo en el momento en el que se abría la puerta del portal. Se sintió morir cuando vio salir a Daniel de la mano de otra, una total desconocida. Iban riendo y haciéndose estúpidas carantoñas, cascos de moto en las manos. ¿Desde cuándo él iba en moto? Por un instante le entró el pánico al pensar que pudiesen verla, así que se escondió detrás del quiosco de periódicos. Mientras intentaba asimilar su cobardía, quiso recordar el rostro de aquella intrusa que le acababa de arruinar la nueva vida que Beatriz había decidido empezar. Alta, morena…no, rubia y que le llegaba al hombro a Daniel…¡mierda!, ¡qué más daba ya!. Beatriz giró la cabeza lo suficiente para mirar sin ser vista, como un comando en la selva, los ojos ya inyectados en rencor. Allí estaban los dos, él tan ufano con aquella…¡mujerzuela robahombres! Cómo, si no, se la podía llamar. Ahora subían a la moto, ella delante y él bien apretado abrazándola por la cintura, los cascos bien juntos, sin dejar de hablar. Luego, bajaron de la acera y se perdieron entre el tráfico de la ciudad.

Beatriz, sin salir aún de su asombro e indignación, se sentó dejándose caer en el suelo, la espalda apoyada en el quiosco de prensa, y la melena revuelta. En aquel preciso instante un hombre joven, alto y elegante, se le acercó. ¿Está usted bien? fueron sus palabras. Soy médico, fueron las dos últimas y maravillosas. Lo miró bien. Qué guapo le parecía. ¿Sería la desesperación? No, estaba segura que no. Beatriz, haciendo un sobre actuado esfuerzo, le tendió la mano para dejarse ayudar. ¿Y si se desmayaba para que le hiciese el boca a boca?…demasiado evidente. Y mientras estaba allí, en el suelo, planeando la mejor manera de olvidar a Daniel, un pensamiento desesperado le cruzó la mente como un rayo oscuro. ¡Y yo aquí y ahora sin depilar!