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29 de abril de 2011

El amor (y 3)

Cuando Mario abrió los ojos, a pesar de la oscuridad y la somnolencia que todo lo invadía, notó los suyos clavados en su rostro. Sergio le miraba, desde su propia distancia, con aquella expresión suya tan difícil de comprender para los demás. Estaba sentado, allí, a su lado, haciendo aquello que hacía siempre, que era simplemente mirarlo. Mario echó un vistazo al reloj despertador. Eran las tres de la madrugada de un domingo, y su cuerpo, sin necesidad de reloj, ya se lo estaba diciendo, no era la hora de levantarse aún. Estiró entonces la mano, y le revolvió el encrespado pelo castaño, como hacía cada mañana al despertarlo. Sergio le devolvió un eterno vacío desde su propio mundo, igual que hacía desde doce años atrás, cuando él llegó al mundo y su madre lo dejó para siempre. Aquel día Mario tuvo que aprender dos cosas. Una, que las personas que más amas pueden perderse en tan solo un instante, y la segunda, que el amor se expresa de maneras insospechadas. Perdió a la mujer de su vida y, como recompensa, la misma vida le había dado un hijo que nunca sabría si entendería lo mucho que él lo quería. Porque, casi siempre eso es lo que siente un padre de un niño autista. Y sin embargo, también a saber aprender de cada rechazo, a ser constante en la lucha por un instante de dicha, aquel que representaría una sonrisa, un gesto, una mirada que le dijese algo, simplemente a esperar la felicidad. Pero sobre todo, y ante todo, a amar. A amar de la manera más intensa, que es aquella que se da a pesar de no ser devuelta, aquella que no espera compensación, aquella que no busca la propia felicidad sino la del otro. Amar demostrando ser incansable en ello, amar sin perjuicio a ser comprendido, amar sabiendo que cada beso en la mejilla, cada caricia, cada palabra, cada sonrisa, tienen el destino marcado de no dejar huella. Amar sin esperar. Solo amar.

Mario sonrió desde la almohada. ¿Quieres desayunar ya? Sabía que no era eso, y sabía también que el diálogo acabaría en monólogo, pero a él le daba igual. Recibir de Sergio era saber que aún estaba vivo, que él le había hecho levantarse después de la muerte, siendo el objetivo de su vida luchar por él. Sergio lo seguía mirando fijamente, sin hablar, balanceando ligeramente su cuerpo en busca de un equilibrio infinito que lo ayudase a mantener la seguridad y alejar el miedo, siempre agarrado a su elefantito de peluche, aquel que le acompañaba desde siempre. Porque para él un instante era el infinito, y el tiempo solo un recuerdo borrado. Mario se incorporó entonces, le dio un beso fuerte y sonoro en la mejilla, y se levantó a trompicones, mientras Sergio seguía allí, sentado en la cama, como si nada en el mundo existiese. Mario fue a la cocina, se preparó un café soluble y buscó unas galletas en el armario para Sergio, para luego volver a la cama. Allí estaba su hijo, en la misma postura que cuando lo dejó. Mario apoyó la taza de café en la mesita de noche y le dio una galleta a Sergio, que este alcanzó a devorarla sin respirar siquiera. Y tampoco sin mirarlo.

Mario volvió a acostarse, y con sumo cuidado y ternura hizo que también lo hiciese Sergio también. Entonces le acurrucó a su lado, su enredada cabecita sobre el pecho de Mario, mientras se la acariciaba e intentaba calentarle los pies fríos como témpanos de hielo. Luego, le susurró un leve buenas noches al oído, mientras su hijo apretaba con fuerza su elefantito. Daba igual la necesidad de afecto que Mario sintiese, él amaba a su hijo por encima de todas las cosas y era capaz de renunciar a eso. Porque amar también es comprender que nada es perfecto, y que la realidad está siempre dentro, en nuestro interior. Cada uno ha de buscarla si quiere encontrarla, y él ya hacía doce años que había aprendido a hacerlo. Sergio le había enseñado que cada día, en las cosas más pequeñas que les rodeaban, tenían que aprender a sentir, a valorar que lo poco, precisamente por eso, es importante. Y a no perder nunca la esperanza a encontrar, a pesar del sufrimiento. Porque, en definitiva, amar es querer, solo eso. Cerró los ojos, y los dos durmieron hasta el mañana, que el hoy, el presente, ya había pasado.

28 de abril de 2011

La razón (y 2)

La razón es intrínseca al ser humano. Es decir, que solo los humanos parecemos capaces, entre el resto de especies del planeta, de razonar. Sin embargo, lo que me interesa, en el fondo, no es el razonamiento que tenemos las personas, sino la razón como voluntad por parte de cada uno de nosotros para imponer nuestro criterio. Tener razón… ¡qué complicado!, ¿no? Hay peleas entre religiones, entre países, entre personas, y todo por saber quién tiene razón. O más bien por ver quien impone la propia. Y yo me pregunto, ¿qué más da? Si, en el fondo, ha de ser uno mismo el convencido. Si otro cree tener la razón, por el mismo convencimiento que yo, y mis argumentos no le convencen, por mucho que yo piense que estoy en lo cierto, ¿merece la pena perder fuerzas intentando convencer a alguien? Que cada uno piense lo que crea, pero yo estoy casi convencido que no. Porque, ¿quién soy yo para imponer mi criterio intentando rebatir los de otro? Por eso, creo humildemente que solo cabe una cosa. Escuchar. Comprender. Y sobre todo, aprender.

La verdad (1).

¿Es la verdad la única verdad? ¿Diciendo solo la verdad se es mejor persona? ¿Existe la verdad absoluta? La verdad, y no pretende ser este un juego de palabras, es que no tengo ni idea. Una vez me dijeron que aquel que se cree en posesión de la verdad es un prepotente, y ciertamente creo con sinceridad que no es bueno decir siempre la verdad, ya que aquel que alardea de hacerlo, en el fondo, no es más que una persona egoísta, puesto que no piensa en cómo pueden sus verdades afectar a terceras personas. Pero si yo solo estoy diciendo la verdad, ¿qué malo hay en ello? Desde el punto de vista objetivo, realmente no tendría que haber nada malo, es verdad (perdón), pero tendríamos que reflexionar un poco más y pensar que decir la verdad deja siempre descansado a aquel que la dice, pero normalmente no al que la escucha. Porque, no nos engañemos, y no vuelvo a jugar con las palabras, decir la verdad nos gusta sobre todo cuando se trata de hacerlo sobre los demás, pero muy poco cuando afecta a alguien muy cercano o a nosotros mismos, por mucha cara de póquer que pongamos. Es lo que decía mi abuela, yo puedo criticar a los míos, que para eso lo son, pero que nadie más los toque. Y de ahí, ciertamente, nace el cinismo. Decir la verdad, decir la verdad, pero, ¿qué verdad, la tuya o la mía? Porque, quien me dice a mí que la verdad es la que yo sé, o más bien presupongo, y no la del otro. Entonces, habría que preguntarse ¿y si estoy equivocado sin saberlo, aunque me crea muy seguro de lo que creo (perdón por el juego de palabras, es inconsciente), y la verdad que estampo en la cara de otro no es la única verdad? Vaya responsabilidad, ¿no? Bueno, para los que no sienten remordimientos por lo que dicen, ya que ellos no mienten, no hay debate. Ellos lo sueltan y punto. Para ellos no hay diversidad de color dependiendo del cristal del espejo con que se mire, porque ellos se ve que ya saben que tienen buena vista. Entonces volvemos al terreno del egoísmo, que como muchas cosas en esta vida está detrás de nuestras actitudes. Piensa en ti, pero no en los demás. ¡Ja! Seguro que el que dice la verdad se queda descansado, pero qué poquito esfuerzo de empatía emocional hace. ¿Se habrá preguntado si al que le va a decir la verdad, su verdad, quiere oírla como se la dice, o ni siquiera si quiere oírla? Por eso los cobardes, a diferencia de los atrevidos, solemos pensar en cómo nos afectaría una verdad antes de decirla, ya que nos ponemos en la piel del otro. Por cobardía, se entiende, pero acabas empatizando. En definitiva, pensemos un poco antes de soltar una verdad, y seamos honestos al imaginarnos cómo nos sentaría que nos la dijeran a nosotros. Yo lo intento, aunque a veces no me salga.

21 de abril de 2011

Un día cualquiera.

Aquel día amaneció gris para cuando Montero logró levantarse. Una ducha caliente y un café en la taza le dieron la bienvenida a aquel duro día. El nudo de la corbata resistiéndose a ser doblegado sobre el cuello blanco y almidonado mientras bajaba las escaleras. Un beso en la mejilla. Buenos días, cariño. ¿cariño, hoy? Continuó hasta la tostadora, donde le esperaban unas tostadas humeantes y casi quemadas, justo como no le gustaban. ¿Otro café? Mejor que no, que luego la tensión se le dispara. Con mala fe, dejó acabar quemarse las tostadas. Que se las coma ella, que le gustan pasadas. Otro beso casual, ¿o más bien rutinario?, en la mejilla y un hasta la noche. Ya en el metro, periódico gratuito en la mano, equilibrios casi imposibles entre éste, el maletín y el paraguas. Sin asiento, como siempre. Tres paradas. Eso seguro que no cambia. En el despacho su secretaria lo mira de reojo, hola señor Montero, está medio adormilada. Se nota que ayer llegaba su novio de Finlandia, está poco dormida. Un gesto con la mano a modo de saludo. La máquina del café está estropeada. ¿Cómo puede ser que le guste más este café que el de casa? Baja un momento a la cafetería de la esquina, allí sí que son buenas las tostadas. Ruido de bar, hay que ver cómo le relaja. Busca las monedas para descargarse de chatarra. Dos con cincuenta. ¡Mierda!, muchos céntimos y solo tiene dos con treinta. Descambiar un billete de veinte. Hola otra vez a su secretaria, pero ahora mejor desayunado. Muchas llamadas que hacer, muchos correos que leer. Como cada día. Diarios digitales entre llamadas y llamadas. Suena la alarma del teléfono. Comprar regalo para ella, mañana es su cumpleaños. La librería está llena. ¿Alguien trabaja en esta ciudad? Paulo Coelho. Vuelta al despacho. ¿Alguien ha llamado? Silencio. Demasiado movimiento aquella noche desde Finlandia. ¡Qué suerte! Más prensa digital. Las voces de los clientes suenan todas a lo mismo. Colgar, descolgar, colgar, descolgar. Necesitaba otro café. Maldita máquina. El jefe está de mal humor. ¿No es eso lo normal? Más llamadas, más clientes, más correos. Hora de comer en Casa Juanita. Paella de montaña. ¡Buff!, hoy está un poco pasado el arroz. La camarera es nueva. Parece rusa, casi no habla español. Un sorbete de limón y un café solo para bajarlo todo. El sol calienta de vuelta a la oficina. Jubilados paseando sus perros y dando de comer a las palomas. La secretaria no trabaja por la tarde. Tiene médico. ¿Vendrá de Finlandia? Más llamadas, más clientes. Las siete, para casa. La corbata ya aprieta en exceso. Vuelta al metro, vuelta a casa. Casi se olvida el libro. Sin asiento también, ya es una costumbre. Llegar a casa cansado, como siempre también. Ella está haciendo la cena. Calamares rellenos, con lo poco que le gusta. ¿Es que nadie piensa en él hoy? Un beso, otra vez rutinario. Cena rutinaria. Luego tele. Ella en el salón, él en la cama. Cerrar los ojos en medio de los rayos catódicos. Dormir. Hazte a un lado, que ocupas toda la cama. Media vuelta, ya desvelado. ¿Vendrá la felicidad de Finlandia? Mañana será otro día.

20 de abril de 2011

Decirle que sí.

El punto y final lo puso él. Ella no deseaba más que un punto y aparte. Sin embargo, cada vez que miraba las viejas fotos, ella notaba un cierto dolor en el alma. ¿Por qué había tenido que decidirlo por su cuenta? Aunque, si se lo ponía a pensar bien, él había hecho siempre lo que había querido. Ahora te necesito, ahora no, y eso a ella le había encogido el corazón demasiadas veces. Por eso le había dicho que necesitaba un tiempo para pensar, pero no se esperaba que él le ofreciese todo el tiempo del mundo. El tiempo hasta el final. Demasiado tiempo, pensó ella. Demasiado lejos el final, ella solo le había pedido algo tangible. Y ahora no sabía qué hacer con todo ese tiempo. Porque el recuerdo duele, la espera mata, pero ahora que sabía que ya no volvería, algo parecía moverse en su estómago. Algo que no la dejaba comer, que no la dejaba dormir, que casi no la dejaba respirar. Tal vez fuese el irremediable y definitivo adiós, pero eso no lo sabía. Le gustaría poder decir que nunca más volvería a sufrir por otro, pero estaba segura que si le regalasen tiempo en compañía, por poco que fuese, volvería a buscar una sonrisa, un beso, una mirada. Volvería a decirle que sí.

19 de abril de 2011

El viaje.

Nunca sabré cuando izar las velas,
ni si alguna vez anclaré junto a la orilla,
alguna orilla, que me preste cobijo de las tormentas que,
incansables, azotan las playas ocultas.
Partir es remar contracorriente,
desembarcar fuera de uno mismo, de siempre lo mismo,
para buscar aquello que aún no se ha encontrado,
y que tal vez no exista,
mientras el horizonte se aleja a la espera del regreso,
nunca definitivo.
Sé que cuando vuelva, regrese del viaje, ya no seré el mismo yo,
ni espero que me reconozcan, ya que el tiempo todo lo cambia,
todo lo puede, así que solo queda acompañarlo.
Y siempre buscar, nunca dejar de ir buscando,
intentando para siempre borrar la palabra imposible.

5 de abril de 2011

El amor a cuatro bandas.

Una mujer está en el probador de una tienda de grandes almacenes llamando por teléfono, mientras su marido (o pareja, que para el caso, lo mismo da) está esperándola fuera, escribiendo un mensaje en el suyo. Otra mujer está encerrada en el lavabo respondiendo un mensaje, mientras su marido (aquí no me da la gana, están casados) habla flojito en la terraza de su casa a la vez que mira de reojo para adentro.

Bueno, parece claro, o al menos a mi si, que estos están liados, intercambiados o como queráis decirlo. Porque vamos a ver, si a la primera mujer la llamamos A, a su pareja B, a la segunda mujer W, y a su marido Z (nótese la lejanía entre letras que he puesto, ya que no es cuestión de hacer las cosas más complicadas aún), podemos intentar plantearnos porqué. Me explico. ¿Porqué están intercambiados si realmente se nota que los cuatro se conocen entre ellos? Pueden darse varias variantes. Puede que A conociese a B antes que a Z, que entonces encontró a W, pero que el destino les empujase a conocerse mutuamente y entonces resultase que A más B fuese una variable menos factible que la de A más Z, y que W más Z tampoco cumpliese las mismas condiciones que W más B, o sea que sería mejor A más Z que A más B, lo que dejaría la variable anterior como algo realmente mejorable…en fin, que la fórmula no funciona. De forma más sencilla, es como si partiésemos un limón y una naranja e intercambiásemos las mitades. El resultado sería curioso, pero no perfecto. Se que me diréis que en la variedad está el gusto, pero si tanto se gustan las partes cruzadas, para qué forzar la situación. Además, luego está la cuestión de porqué no se cambian los papeles y ya está. Sería más fácil y todos felices. Aquí está el error. Ninguno sería realmente capaz de dar el paso. ¿Porqué? Primero porque A y Z no saben que B y W, ni a la inversa, están en su misma situación, ya que los cuatro son amigos y no pueden decir nada, como si de una comedia de enredo se tratase. Tampoco las partes estarían dispuestas a perder lo que tienen. Si hombre, Z darle a W el piso que ha pagado básicamente él. Claro que W tampoco estaría dispuesta a negociar el hogar de sus hijos, que ella ya se los quedaría. Y qué decir de A. Renunciar al nivel de vida que le ofrece B para ir a vivir a un piso de alquiler con Z…¡ni hablar!, que viajar varias veces al año está muy bien, ya que algo hay que contar después a los amigos.

Entonces da igual que A sea tranquila, amante de los animales, lectora voraz, romántica empedernida, y profundamente soñadora. O que a W le encanten los hombres maduros, fuertes y con capacidad de protegerla ante cualquier adversidad. Y que cada una encuentre en otro lo que busca y no acaba de encontrar en lo que tiene. Porque el riesgo a perder lo que se posee te hace cobarde, te anula el poder de decisión. Y sin embargo, a veces, qué bueno es un buen vaso de zumo de naranja fresquito, ahora que empieza a apretar el calor.