Buscar este blog

29 de diciembre de 2011

Siempre estás a tiempo de desertar.

Puedes desertar de muchas cosas, pero nunca de ti mismo, me dijo una vez un hombre muy viejo y a la vez muy sabio. Desde unos ojos ya desgastados por el paso de ese interminable tiempo que no acaba de perdonarnos nunca, parecía esperar de mí una respuesta coherente al legado que acababa de hacerme. Y sin embargo yo, lleno de fútil juventud, no supe qué decirle. ¿Es que acaso el acto de desertar de algo significa un borrón de cobardía en el blanco papel de nuestra moral? Es posible que en algunos casos sea así, pero en otros, aunque sean los menos pero no por eso no tan importantes, es necesaria mucha fuerza de voluntad para renunciar a lo que deseas. Tal vez podamos hablar de dejar, o de olvidar, o de alejar. Tanto da. Lo realmente trascendente es que la necesidad de desertar de lo que tienes lo solemos dar para dejar paso a otra realidad.
Desertar de uno mismo. Creo que no hay mayor muestra de valor que el que deja de ser lo que cree para dar algo a los demás, incluso para no hacer sufrir a las personas que le importan. En eso, aquel viejo de mi recuerdo creo que estaba equivocado. Hay que ser realmente egoísta para pensar que no hay nada por encima de nosotros mismos. ¿Son nuestros valores aplicables a los demás? ¿Somos tan ciegos como para imaginar que tenemos derecho a juzgar al prójimo? Yo, modestamente, pienso que no, y que muchas veces creemos que la mal entendida soberbia que nos invade nos da derecho a criticar la moral de los otros, sus actos, su forma de vivir.
Así que, con permiso de la platea, deserto de mi mismo si hace falta, pero me han visto bastante entre los que chismorrean a espaldas de otros.