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24 de febrero de 2011

Ser o estar.

                  tai-chi

Hace un par de días leía que los habitantes de la isla japonesa de Okinawa son los que mayor longevidad tienen en esta esfera que es el planeta tierra. Maravilloso. Para ellos, claro, que son los que viven de media cien años. Eso si, para llegar a ostentar ese record de senectud han tenido que renunciar a la mayoría de placeres que nos ofrece la vida. Nada de carne, nada de estrés, nada de arribas y abajos emocionales, nada de individualismos, nada de vaguear, nada…de nada. Mientras leía sobre esta cuestión, me acordé de un cuento de Adolfo Bioy Casares, del que mi mala memoria no me saber cómo se llama, en el que un padre intenta salvar a su hija enferma, moribunda, deteniendo el tiempo, para lo que hace que nada nada alrededor de la muchacha cambie.

Estos dos hechos, la noticia leída y el cuento olvidado, de por sí no tienen una conexión aparente, pero si nos fijamos, en los dos encontramos el hecho de la renuncia. Para vivir más, dejamos de sentir, de tener experiencias, hacemos nuestras vidas rutinarias y extremadamente seguras, sin riesgos. ¿Es esa la manera de conseguirlo, dejando de disfrutar? Es, bajo mi punto de vista, como tener una estantería infinita solo con cuatro libros. Es verdad que nunca se romperá del peso, pero cuánto aburrimiento leer siempre lo mismo. Porque, ¿no dicen que en la variedad está el gusto? Pues que se lo expliquen a los centenarios de Okinawa, aunque me imagino que para ellos el mismo pescado crudo cada día, el mismo tai chi, las mismas vistas, las mismas personas, el no plantearse ningún problema, levantarse y acostarse siempre a la misma hora, todo eso y más, les debe dejar plenamente satisfechos. En fin, que si Robinson Crusoe no hubiera encontrado a Viernes, a lo mejor aún hoy en día nos tropezaríamos con él en cualquier chiringuito de la Polinesia.

Por ese motivo, casi siempre es cuestión de elegir, aunque no sea fácil. O siempre lo mismo, con final feliz, o el riesgo de no acabar antes, pero con los bolsillos llenos de vivencias. Como dice el anuncio, ¿es más rico el que más tiene o el que menos necesita?  O tal vez, ¿es mejor ser o estar? Prioridades mandan.

10 de febrero de 2011

El final.

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No quiero volver a verte, fue todo lo que escuchó salir de sus labios mientras se abrochaba el primer botón de la camisa. Eso fue realmente todo lo que escuchó salir de los labios de ella, pero pareciera suficiente para convencerle de que algo que no alcanzaba a comprender había pasado. Algo estaba yendo mal. Por un momento, sin embargo, se olvidó de su repentina sorpresa, y de aquella nube oscura que cruzó su mirada. Él, que siempre había creído que no existen imposibles ni fronteras más allá de nuestros propios deseos, ahora chocaba frontalmente con la realidad. Era verdad, no se esperaba un rechazo tan franco y rotundo por su parte, y por eso su rostro, hasta entonces entre asombrado e incrédulo, aparecía ahora pálido de frustración y de ira. Avanzó con piernas temblorosas hacia la difusa penumbra que cubría el espacio de la habitación de hotel, indeciso, hasta donde le esperaba el cuerpo desnudo de su hasta ahora amante. Adiós, fue todo lo que se le ocurrió decirle ahora que todo había acabado entre ellos. Ni un porqué, ni pedir explicaciones. ¿Para qué más, si todo había acabado? Los dos juntos ya eran historia, y ahora tocaba reajustar las piezas que siempre desordena el desamor.

9 de febrero de 2011

De coincidencias y malos entendidos

                  mentiras1

A veces pasa que debido a un hecho aislado, puntual, todo lo que habíamos planeado se viene abajo. Un ejemplo al azar. Una mujer vuelve a casa después del trabajo, aunque aquella noche ha acabado bastante más tarde de lo habitual. Llega con prisa, ya que ha dejado a su marido con los niños pequeños, y aunque este suele salirse bastante bien a la hora de cuidarlos, por desgracia para ella no está muy acostumbrado a hacerles la cena y bañarlos. El caso es que ella ya ha llamado a casa y su marido, vaya por Dios, si es que aún cree en él, y me refiero al Santísimo, ya los tiene incluso acostados, así que solo le queda llegar y sacarse los puñeteros zapatos que ahora le están matando. Y el caso es que, aún a dos calles de su casa, vislumbra, a pesar de la oscuridad, una pareja furtiva besándose en un portal. Nada raro, pensó, hasta que vio el rostro del hombre, un amigo de su marido. Amigo de los de verdad, me refiero, que no debía estar allí a esas horas, de aquellos a los que conoces a él y a su mujer. Y a eso me refiero, a que la que lo estaba besando no era precisamente su mujer. No señor, esta no era su mujer. Vamos, como que ella conocía perfectamente a su mujer como para saber que esta no lo era. Entonces, la mujer, me refiero a la de los pies destrozados, aprieta lastimosamente el paso, ahora ya sin darse cuenta casi del dolor que la martiriza, para no ser vista y llegar pronto a casa para explicárselo todo a su marido, si, el suyo, me refiero al que no está acostumbrado a hacer la cena de los pequeños ni a ponerlos a dormir.

Este es un ejemplo al azar de lo que puede ser una coincidencia, y como es posible que influya en la vida de otras personas. Porque, por muy bien que alguien organice algo, como por ejemplo una mentira, siempre hay millones de momentos en los cuales la coincidencia le puede atrapar, véase si no a este marido que se veía con su monitora de spinning (solo doy estos datos aleatoriamente, que conste, ya que cualquier parecido de los personajes con la realidad es pura coincidencia, como diría si quisiera encubrir una verdad). Una vez llegados, entonces, a la conclusión de que una coincidencia puede desbaratar una mentira, veamos como lo puede hacer un mal entendido.

Una mujer prepara una cena sorpresa para su pareja, con la que lleva poco tiempo saliendo, ya que los dos se han separado poco tiempo antes. Cuando llega cargada de bolsas del supermercado, y va pensando si ponerle más o menos puerro a la vichysoise, si a él le gustará con más crema de leche para que sea más suave, o con menos para darle más cuerpo, abre la puerta de casa y se encuentra a él con ella, o sea su ahora con su ex, con su archienemiga a la que no puede ver ni en estucado veneciano, revolcándose en el sofá, él los pantalones de lino por la rodilla y ella digamos que más que despeinada. Él, ahora si que ya con dos ex, la mira con cara de miedo y solo se le ocurre balbucear algo así como, cariño, ¿hoy no tenías que llegar a las nueve? ¿A las nueve?, pero si ella se lo había dicho solo para que él no llegase antes, y para tener tiempo de preparar esa estúpida cena con vichysoise para ese tipejo.

El malentendido, o dicho claramente cuando el hombre no entiende lo que la mujer le explica ya que su cerebro no capta las bajas frecuencias de los dobles sentidos, puede ser también causa de influencia en la vida de las personas. Así que, y no me digáis que vosotros nunca mentís, pensad en la teoría del caos, una verdad universal que aprendí leyendo (si, leí el libro antes de ver la película, ¿y qué?) Jurassic Park. El detalle más nimio, más intrascendente, acaba destruyendo el plan más perfecto. Eso si, para que os sirva de consuelo, una vez os pase algo así, pensad en la máxima que dice que no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista.