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15 de enero de 2015

La felicidad comprada


Arturo se levantó somnoliento aquella mañana. La pereza invade los cuerpos cuando las mentes no tienen motivación para hacerlos mover. Todo lo que le rodeaba, desde lo más importante hasta lo más insignificante, había perdido valor. Y es que eso pasa cuando pierdes a quien más amas.
Arturo llegó hasta el frigorífico, lo abrió con sumo esfuerzo, y miró dentro en busca de algo que llevarse al estómago, algo que le hiciese olvidar el insoportable dolor abdominal que le atenazaba después de demasiadas horas sin dormir. Solo encontró una botella de leche y tres huevos. No recordaba desde cuándo estaba eso allí, así que cerró sin hacerse con nada, prefiriendo la tan denostada intranquilidad del que necesita comer para sobrevivir.
Se vistió como pudo, solo lo necesario para no ser tachado de amoral, cogió la caja de cartón marrón de encima la mesa, y salió a la calle. Los enormes rascacielos tapaban el sol, incluso la claridad del día, tiñendo todo de una espesa penumbra, así que entre el intenso tráfico y el estresante ruido se zambulló en la masa ingente de personas grises que deambulaban sin mirarse, cada uno enfrascado consigo mismo.
Y es que desde hacía ya unos cuantos años, la sociedad se había convertido en una feroz competencia individualista en busca de la propia felicidad, Los valores como el compañerismo o la amistad entre personas había dejado paso e la necesidad de no sufrir. Todo había cambiado tanto que nadie estaba dispuesto a ceder ni una parte de su privacidad, de su intimidad para dedicarla a los demás. Primero fueron las mascotas las que llenaron el vacío afectivo de la gente, ya que al menos estas no podían traicionarte, defraudarte, romperte el corazón. Se llegaron a crear verdaderos clubs de propietarios de perros y gatos, en los cuales, a través de las redes sociales de internet, se creaban perfiles bajo la estricta apariencia del felino o el can. Sin embargo, este sistema tenía un defecto, ya que los animales acababan enfermando y muriendo, lo que hacía crecer en sus propietarios una nueva sensación de vacío y de infelicidad. Y así fue como nacieron las mascotas cibernéticas, calcos asombrosos de las reales, pero con la ventaja de no tener un final traumático, lo que hacía que la frustración no llegase a aparecer casi nunca, ya que te acompañaban, eso decía la publicidad, en todo el trayecto de tu vida, no olvidándose de ti ni siquiera en la vejez.
Ese plan aparentemente perfecto en busca de la felicidad individualizada, del rechazo a ser rechazado, de la necesidad de no sentirse frustrado por algún ser humano, de no tener que compartir lo propio con alguien que te lo pueda quitar, tenía un fallo que podía parecer incluso aceptable. Había algunos ejemplares de aquellas mascotas para toda la vida que se estropeaban de manera definitiva en algún momento de su programada existencia, dejando a su propietario bajo un profundo sentimiento de soledad tras su pérdida irreparable.
Cuando Arturo llegó a la tienda donde había comprado su mascota virtual, un lugar ciertamente cochambroso y un poco siniestro, lleno de estantes con diversas mascotas inanimadas, ya había cola. Un hombre mayor estaba delante del mostrador, y detrás una chica joven, de unos veinte y pocos años, con una caja parecida a la suya a los pies.
-¿Eres la última? –La pregunta parecía estúpida, pensó Arturo de repente, pero ya era tarde para evitarla.
La  chica se volvió lentamente, y tras mirarlo parapetada detrás de unos enormes ojos tan oscuros como nostálgicos, como aquel que está pero no está, le hizo un lento movimiento afirmativo con la cabeza, para luego volverse otra vez.
En aquel momento salió el dependiente, ataviado con una bata de color gris llena de manchas de grasa, con un papel en la mano, y se puso a hablar con el señor mayor que estaba en el mostrador. Arturo se acercó a poca distancia del oído de la joven, para no ser escuchado por aquellos dos individuos.
-¿Sabes si le falta mucho?
La chica le devolvió una mirada inexpresiva y un encogimiento de hombros, por lo que Arturo no volvió a insistir.
-Tiene usted que esperar unos días más señor, falta una pieza y no la recibiré hasta el martes de la semana que viene, y eso con suerte, ¿sabe usted?, que vienen de Alemania y estos días hay huelga de transporte y no me lo pueden hacer antes, me han dicho en la fábrica, eso si, en alemán, y yo de idiomas extranjeros poco, ¿sabe?, porque…
Llegados a este punto, Arturo decidió que la conversación ya derivaba en aspectos que no le interesaban, y que lo que él quería, que fuesen rápido despachando al anciano, parecía ser ya una entelequia intrascendente, solo por imposible, así que se apartó una par de pasos más de la chica de delante y observó con curiosidad los atestados estantes de madera donde reposaban las figuras inertes de innumerables mascotas artificiales. Desde perros a gatos, pasando por ratoncitos, pájaros multicolores e incluso la imponente figura de un cerdo vietnamita. Solo falta un caballo, pensó Arturo, aunque no me extrañaría que dentro tuviesen uno. Instintivamente miró detrás del dependiente por la puerta abierta que parecía dar acceso a la trastienda, por donde asomaba una mesa de trabajo como de ebanista llena de piezas sueltas y pequeños trozos de mascotas. Una cabeza de gato, una pata de pastor alemán, una cola de lo que parecía ser algún tipo de mascota que a simple vista no podía clasificar, también componentes, chips e infinidad de objetos irreconocibles para él.
Finalmente el anciano se dio media vuelta para dirigirse a la salida, lo que le hizo salir de la abstracción. Le tocaba a la chica.
-¿Qué desea, señorita?-La voz del dependiente era especialmente nasal y aguda, casi tan desagradable como su rostro anguloso y su pelo engominado.
La chica se limitó a darle un papel, idéntico al que Arturo le había visto anteriormente al dependiente en la mano.
-¡Ah, sí!, ya lo tengo acabado. Me ha costado un poco encontrar donde fallaba, pero al final he conseguido dar con el componente. Verá, es una pieza algo cara, y como sabrá, su mascota ya no está en garantía, así que para devolvérsela  necesito saber que podrá hacer frente al pago. Eso sí, en cuanto lo tenga, podrá comprobar que vuelve a estar como nuevo y con una garantía de tres años en las piezas, aunque, eso si, no en la mano de obra.
La chica pareció inmóvil durante unos segundos, durante los cuales no pude dejar de mirar sus hombros, perfectamente dibujados. Al final, el dependiente, sin dejar de fijar su mirada casi lasciva en el rostro de la muchacha, continuó hablando con un tono mezcla de impaciencia y falsa comprensión.
-Espero que lo entienda señorita, yo no puedo entregar un trabajo sin una garantía de que cobraré, es que mi jefe me mataría si le fio. Si usted al menos me dejase una paga y señal, yo se lo guardaría en depósito unos días más…
La chica encogió los hombros nuevamente, como le había hecho a Arturo antes.
-No tengo dinero ahora – Su tono de voz era como mecánico, como si su mente y su cuerpo estuvieran al ralentí- No tanto…
-No sé, tal vez disponga usted de una tarjeta de crédito con la que adelantar un cuarenta por ciento de la reparación, con eso tendría bastante – Fue la respuesta del dependiente, ahora ya visiblemente incómodo por el cariz que empezaba a tomar la situación, e incapaz de dar su brazo a torcer- Le aseguro que no son trabajos fáciles, estos. Su gato adolecía de un fallo en el sistema que regula las emociones, y por eso no respondía a los estímulos afectivos. Ese es un componente fundamental en los animales mecánicos, señorita, no sé si usted lo sabe. Y además caro.
La chica dio media vuelta y encaró la puerta de salida, susurrando mientras pasaba junto a Arturo como flotando, un nostálgico Ya volveré a media voz. Todos los que estaban allí, sin embargo, sabían que eso era una manera de despedida de su preciado gato mecánico.
Después de unos segundos trascurridos al cerrase la puerta tras la chica, en los cuales el tiempo pareció detenerse hasta flotar, y durante los cuales ni el dependiente ni Arturo fueron capaces dejar de mirar hacia la calle esperando que ella regresase, la mecánica del Universo se puso nuevamente en marcha.
-¿Qué puedo hacer por usted, caballero?
Arturo encaró directamente la mirada miope del dependiente, parapetada detrás de unas gafas de metal oxidado, las cuales, curiosamente, no había notado que llevase hasta aquel momento.
-Para arreglar- Fue lo único que se le ocurrió decía a Arturo mientras levantaba su caja del suelo y la dejaba sobre el mostrador, con el pensamiento centrado solo en aquella muchacha nostálgica que no sabía muy bien por qué, le atraía como un imán.
Luego de cinco minutos, Arturo conseguía salir de aquella tienda y encarar la estrecha calle en busca de la chica desconocida, llevando bajo el brazo una pequeña caja de color marrón, y encaminándose tras los pasos de aquella joven que, no sabía aún porqué, le había desmontado su equilibrio emocional.
Al llegar a la siguiente calle miró a izquierda y luego a derecha sin éxito. Tenía que decidir qué camino escoger ahora, y no había ningún indicio que le diese la menos pista, ni siquiera las probabilidades, así que, sin poder utilizar tampoco la intuición, decidió echarlo a suertes y caminar en dirección desconocida, como una barca perdida al pairo.
Y fuese el destino, la suerte o la casualidad, después de girar tres o cuatro esquinas, vislumbró la figura solitaria, sentada en el suelo, mirándose sus descoloridos zapatos, y  contra una vieja fachada a punto de desmoronarse, de la mujer objeto de su repentina obsesión. Decidió acercarse a ella, vencedor de las primeras dudas, eso si, intentando no hacer ruido, en un intento posiblemente vano de no romper aquella imagen casi mágica.
-Ten- Le dijo Arturo al llegar a su lado y mientras le tendía la caja llevaba- Tu gato.
La muchacha miró primero la caja y luego a él, parapetada eternamente en unos enormes ojos oscuros llenos de nostalgia.
-No se lo puedo pagar, ya se lo dije al de la tienda- Le dijo sin mirarlo directamente a la cara, anclada nuevamente en sus zapatos.
-No espero que lo hagas- dijo Arturo, en una muestra de generosidad que esperaba que ella no tomase como un intento de tosca seducción por parte de un hombre que, como mínimo, le doblaba la edad- Solo quédatelo.
Depositó entonces la caja junto a ella, en el suelo de adoquines húmedos, con la intención de dar media vuelta y desaparecer en cualquier dirección, hasta que la voz impersonal de aquella joven le detuvo en seco.
-¿Te importaría hacerme otro favor, me podrías invitar a tomar un café?
La petición, por extraña y fuera de lugar, descolocó completamente a Arturo, que sin embargo se volvió hacia ella otra vez y, como toda respuesta, levantó la caja del suelo y luego le tendió una mano, a lo que la joven respondió aferrándose para levantarse como auspiciada por un impulso casi de levitación.  Luego, sin mediar palabra entre los dos, como figuras casi fantasmagóricas, volvieron a perderse por las callejuelas más viejas del mundo.
Al cabo de un buen rato de caminar en silencio, encontraron una terraza al aire libre, envuelta en el silencio de aquellos lugares que raramente son visitados por extraños y en el que el tiempo parece no transcurrir, y si lo hace es bajo una ligera apariencia de inmovilidad.
Se sentaron en un par de incómodas sillas de metal, uno frente al otro, la caja bajo la mesa, mientras un camarero con aspecto de pizzero italiano se les acercó pausadamente hasta quedar a medio metro de ellos, en silencio, a la espera de que pidiesen alguna cosa.
-Un café americano y un espresso- Dijo la joven de la mirada lánguida sin cambiar el mismo tono de voz con el que se había dirigido al dependiente de la tienda de reparaciones de animales mecánicos.
Arturo la miró sorprendido.
-¿Cómo sabes que me gusta el café americano?
Su respuesta fue aún más sorprendente.
-No lo sabía. El espresso era para ti- En aquel momento su rostro dibujó la primera sonrisa desde que la había conocido aquella mañana. Aunque tal  vez, para ajustarse a la realidad, fuese mejor definirla como media sonrisa. Además, por primera vez lo había tuteado, lo que hizo que Arturo se sintiese subjetivamente más joven.
En ese momento sonó en una radio Quelqu’un m’a dit, y todo pareció detenerse nuevamente durante unos minutos de silencio entre los dos hasta que el camarero volvió con los cafés.
-Explícame algo de tu vida- Fue la pregunta que ella le lanzó a bocajarro mientras lo miraba con sus grandes ojos oscuros detrás de la humeante taza.
Arturo pareció descolocado, pero enseguida la sangre empezó a fluirle por el cuerpo mientras un tímido rayo de sol le calentaba la espalda, iluminando a la vez el rostro de aquella muchachita que le acababa de dar una nueva oportunidad para sentirse otra vez sí mismo.
Así transcurrió el tiempo infinitamente, entre historias pasadas, viejos anhelos y tantos fracasos. Y es que en eso consiste vivir, una mezcla de todo lo bueno y lo malo.
Tengo que irme, le dijo ella, a lo que él pareció sorprendido, y mirando el reloj se dio cuenta de que el tiempo había transcurrido como un suspiro, y que el sol de la mañana se había transformado en la luz del atardecer, muchas palabras y algunos cafés después. Luego se levantó y sin despedirse se perdió entre el laberinto de callejuelas sin dar tiempo a Arturo a articular ni una inmisericorde palabra, clavado aún como estaba en la silla de metal. Luego dejó un billete sobre la mesa y al levantarse su pie chocó con algo en el suelo. Era la caja de cartón que ella se había olvidado. Arturo corrió calle abajo con la caja bajo el brazo, pero ya era tarde, ella ya había desaparecido. Miró la caja y la dejó en una esquina, sabiendo que en cuanto se volviese ya no estaría, ya que alguien la habría recogido en busca de una compañía que él ya no necesitaría encontrar en un aparato mecánico. Él, al menos, ya no buscaba comprar la felicidad.

Aquella muchacha de ojos tristes que no le había dicho su nombre le había enseñado, sin apenas hablar, que lo importante no es lo que nosotros recibamos, si no lo que podamos dar. Y que los sentimientos no se pueden inventar, ni forzar, han de nacer desde dentro. Así que en cuanto llegase a casa, se compraría una pecera. Eso sí, con peces de verdad.

14 de febrero de 2014

Hay muchos catorce de febrero

Beatriz se retocó coquetamente el pelo,y se alisó con cuidado la falda plisada, para luego sorber un poco de cafe recién hecho. Miró casi distraida por la ventana,frios los cristales como sus mejillas coloreadas,mientras veia caer las gotas de lluvia que salpican febrero y tambien su estado de ánimo. Qué difícil es esperar ver pasar, por primera vez, el amor a los ochenta.

31 de diciembre de 2013

Los buenos amigos también tienen efectos secundarios

Hoy que acaba el año,quiero recuperar un artículo que escribí hace mucho tiempo, pero sobre el que aún hoy estoy íntimamente de acuerdo. Eso si,he ampliado el final. La experiencia te hace crecer. Lo dicho:
Si, lo se, parece que siempre le esté dando vueltas a las mismas cosas. Pero, ¿qué más puedo hacer, si lo que siento y me pasa versa sobre los mismos temas? Desconozco cual es la verdad de todo, aquella que me haría auténticamente feliz, y creo que en eso me parezco al resto de los humanos que poblamos esta esfera azul, y sin embargo, cuanto más intento escarbar en los sentimientos de los que me rodean, mayor es mi desesperanza para encontrarla. Sería algo así como cuanto más intento descubrir a mis amigos, más los desconozco. Porque, bien mirado, nuestros amigos son una subespecie dentro de la especie humana. Son seres que nos rodean, muchas veces sin hacerse notar, y que, si son de verdad, están ahí siempre que los necesitas. Pero también están los falsos amigos, parásitos que huyen de tus problemas como si estos fuesen la penicilina. Por eso, no hay nada mejor que vacunarse contra ellos, y para hacerlo es importante empezar pidiéndoles un favor. Si son amigos de verdad, te escucharán, sufrirán por ti con tus problemas, y finalmente se ofrecerán para lo que haga falta. Si son parásitos, te oirán pero no te escucharán, ya que se habrán quedado muy al principio, pensando qué les vamos a pedir, sufrirán, pero no por tus problemas, sino por cómo les afectarán estos a su tiempo o a su cartera, para finalmente hacerte ver que están en terribles problemas económicos, o que mañana marchan de vacaciones. Esos falsos amigos, subespecie que fagocita todo lo que pueden sacarte, negándose luego a devolvértelo, abundan más de lo que nos pensamos. Y sin embargo, como las bacterias, son inevitables. Y tienen efectos secundarios. Normalmente, después de haber descubierto su presencia, y sin darte tiempo a ir al médico, te dejan como secuela cara de tonto, la boca abierta, y lo que es peor, una tremenda desilusión dentro del alma.
Y también están los amigos de verdad, aquellos que te sorprenden cuando no lo esperas, que te ayudan y se ofrecen sin dilación, y que a pesar de pensar diferente en muchas cosas, anteponen sus sentimientos a su ego.
A estos, sencillamente, protégelos este nuevo año, que no abundan demasiado.