Arturo se levantó
somnoliento aquella mañana. La pereza invade los cuerpos cuando las mentes no
tienen motivación para hacerlos mover. Todo lo que le rodeaba, desde lo más
importante hasta lo más insignificante, había perdido valor. Y es que eso pasa
cuando pierdes a quien más amas.
Arturo llegó hasta el
frigorífico, lo abrió con sumo esfuerzo, y miró dentro en busca de algo que
llevarse al estómago, algo que le hiciese olvidar el insoportable dolor
abdominal que le atenazaba después de demasiadas horas sin dormir. Solo
encontró una botella de leche y tres huevos. No recordaba desde cuándo estaba
eso allí, así que cerró sin hacerse con nada, prefiriendo la tan denostada
intranquilidad del que necesita comer para sobrevivir.
Se vistió como pudo, solo
lo necesario para no ser tachado de amoral, cogió la caja de cartón marrón de
encima la mesa, y salió a la calle. Los enormes rascacielos tapaban el sol,
incluso la claridad del día, tiñendo todo de una espesa penumbra, así que entre
el intenso tráfico y el estresante ruido se zambulló en la masa ingente de
personas grises que deambulaban sin mirarse, cada uno enfrascado consigo mismo.
Y es que desde hacía ya
unos cuantos años, la sociedad se había convertido en una feroz competencia
individualista en busca de la propia felicidad, Los valores como el
compañerismo o la amistad entre personas había dejado paso e la necesidad de no
sufrir. Todo había cambiado tanto que nadie estaba dispuesto a ceder ni una
parte de su privacidad, de su intimidad para dedicarla a los demás. Primero
fueron las mascotas las que llenaron el vacío afectivo de la gente, ya que al
menos estas no podían traicionarte, defraudarte, romperte el corazón. Se
llegaron a crear verdaderos clubs de propietarios de perros y gatos, en los
cuales, a través de las redes sociales de internet, se creaban perfiles bajo la
estricta apariencia del felino o el can. Sin embargo, este sistema tenía un
defecto, ya que los animales acababan enfermando y muriendo, lo que hacía crecer en
sus propietarios una nueva sensación de vacío y de infelicidad. Y así fue como
nacieron las mascotas cibernéticas, calcos asombrosos de las reales, pero con
la ventaja de no tener un final traumático, lo que hacía que la frustración no
llegase a aparecer casi nunca, ya que te acompañaban, eso decía la publicidad,
en todo el trayecto de tu vida, no olvidándose de ti ni siquiera en la vejez.
Ese plan aparentemente
perfecto en busca de la felicidad individualizada, del rechazo a ser rechazado,
de la necesidad de no sentirse frustrado por algún ser humano, de no tener que
compartir lo propio con alguien que te lo pueda quitar, tenía un fallo que
podía parecer incluso aceptable. Había algunos ejemplares de aquellas mascotas
para toda la vida que se estropeaban de manera definitiva en algún momento de
su programada existencia, dejando a su propietario bajo un profundo sentimiento
de soledad tras su pérdida irreparable.
Cuando Arturo llegó a la
tienda donde había comprado su mascota virtual, un lugar ciertamente
cochambroso y un poco siniestro, lleno de estantes con diversas mascotas
inanimadas, ya había cola. Un hombre mayor estaba delante del mostrador, y
detrás una chica joven, de unos veinte y pocos años, con una caja parecida a la
suya a los pies.
-¿Eres la última? –La
pregunta parecía estúpida, pensó Arturo de repente, pero ya era tarde para
evitarla.
La chica se volvió lentamente, y tras mirarlo
parapetada detrás de unos enormes ojos tan oscuros como nostálgicos, como aquel
que está pero no está, le hizo un lento movimiento afirmativo con la cabeza,
para luego volverse otra vez.
En aquel momento salió el
dependiente, ataviado con una bata de color gris llena de manchas de grasa, con
un papel en la mano, y se puso a hablar con el señor mayor que estaba en el
mostrador. Arturo se acercó a poca distancia del oído de la joven, para no ser
escuchado por aquellos dos individuos.
-¿Sabes si le falta
mucho?
La chica le devolvió una
mirada inexpresiva y un encogimiento de hombros
, por lo
que Arturo no volvió a insistir.
-Tiene usted que esperar
unos días más señor, falta una pieza y no la recibiré hasta el martes de la
semana que viene, y eso con suerte, ¿sabe usted?, que vienen de Alemania y
estos días hay huelga de transporte y no me lo pueden hacer antes, me han dicho
en la fábrica, eso si, en alemán, y yo de idiomas extranjeros poco, ¿sabe?,
porque…
Llegados a este punto, Arturo
decidió que la conversación ya derivaba en aspectos que no le interesaban, y
que lo que él quería, que fuesen rápido despachando al anciano, parecía ser ya
una entelequia intrascendente, solo por imposible, así que se apartó una par de
pasos más de la chica de delante y observó con curiosidad los atestados
estantes de madera donde reposaban las figuras inertes de innumerables mascotas
artificiales. Desde perros a gatos, pasando por ratoncitos, pájaros
multicolores e incluso la imponente figura de un cerdo vietnamita. Solo falta
un caballo, pensó Arturo, aunque no me extrañaría que dentro tuviesen uno.
Instintivamente miró detrás del dependiente por la puerta abierta que parecía
dar acceso a la trastienda, por donde asomaba una mesa de trabajo como de
ebanista llena de piezas sueltas y pequeños trozos de mascotas. Una cabeza de
gato, una pata de pastor alemán, una cola de lo que parecía ser algún tipo de
mascota que a simple vista no podía clasificar, también componentes, chips e
infinidad de objetos irreconocibles para él.
Finalmente el anciano se
dio media vuelta para dirigirse a la salida, lo que le hizo salir de la
abstracción. Le tocaba a la chica.
-¿Qué desea, señorita?-La
voz del dependiente era especialmente nasal y aguda, casi tan desagradable como
su rostro anguloso y su pelo engominado.
La chica se limitó a
darle un papel, idéntico al que Arturo le había visto anteriormente al
dependiente en la mano.
-¡Ah, sí!, ya lo tengo
acabado. Me ha costado un poco encontrar donde fallaba, pero al final he conseguido
dar con el componente. Verá, es una pieza algo cara, y como sabrá, su mascota
ya no está en garantía, así que para devolvérsela necesito saber que podrá hacer frente al pago.
Eso sí, en cuanto lo tenga, podrá comprobar que vuelve a estar como nuevo y con
una garantía de tres años en las piezas, aunque, eso si, no en la mano de obra.
La chica pareció inmóvil
durante unos segundos, durante los cuales no pude dejar de mirar sus hombros,
perfectamente dibujados. Al final, el dependiente, sin dejar de fijar su mirada
casi lasciva en el rostro de la muchacha, continuó hablando con un tono mezcla
de impaciencia y falsa comprensión.
-Espero que lo entienda
señorita, yo no puedo entregar un trabajo sin una garantía de que cobraré, es
que mi jefe me mataría si le fio. Si usted al menos me dejase una paga y señal,
yo se lo guardaría en depósito unos días más…
La chica encogió los
hombros nuevamente, como le había hecho a Arturo antes.
-No tengo dinero ahora –
Su tono de voz era como mecánico, como si su mente y su cuerpo estuvieran al
ralentí- No tanto…
-No sé, tal vez disponga usted
de una tarjeta de crédito con la que adelantar un cuarenta por ciento de la
reparación, con eso tendría bastante – Fue la respuesta del dependiente, ahora
ya visiblemente incómodo por el cariz que empezaba a tomar la situación, e
incapaz de dar su brazo a torcer- Le aseguro que no son trabajos fáciles,
estos. Su gato adolecía de un fallo en el sistema que regula las emociones, y
por eso no respondía a los estímulos afectivos. Ese es un componente
fundamental en los animales mecánicos, señorita, no sé si usted lo sabe. Y
además caro.
La chica dio media vuelta
y encaró la puerta de salida, susurrando mientras pasaba junto a Arturo como
flotando, un nostálgico Ya volveré a
media voz. Todos los que estaban allí, sin embargo, sabían que eso era una
manera de despedida de su preciado gato mecánico.
Después de unos segundos
trascurridos al cerrase la puerta tras la chica, en los cuales el tiempo
pareció detenerse hasta flotar, y durante los cuales ni el dependiente ni
Arturo fueron capaces dejar de mirar hacia la calle esperando que ella
regresase, la mecánica del Universo se puso nuevamente en marcha.
-¿Qué puedo hacer por
usted, caballero?
Arturo encaró
directamente la mirada miope del dependiente, parapetada detrás de unas gafas
de metal oxidado, las cuales, curiosamente, no había notado que llevase hasta
aquel momento.
-Para arreglar- Fue lo
único que se le ocurrió decía a Arturo mientras levantaba su caja del suelo y
la dejaba sobre el mostrador, con el pensamiento centrado solo en aquella
muchacha nostálgica que no sabía muy bien por qué, le atraía como un imán.
Luego de cinco minutos,
Arturo conseguía salir de aquella tienda y encarar la estrecha calle en busca
de la chica desconocida, llevando bajo el brazo una pequeña caja de color
marrón, y encaminándose tras los pasos de aquella joven que, no sabía aún
porqué, le había desmontado su equilibrio emocional.
Al llegar a la siguiente
calle miró a izquierda y luego a derecha sin éxito. Tenía que decidir qué
camino escoger ahora, y no había ningún indicio que le diese la menos pista, ni
siquiera las probabilidades, así que, sin poder utilizar tampoco la intuición,
decidió echarlo a suertes y caminar en dirección desconocida, como una barca
perdida al pairo.
Y fuese el destino, la
suerte o la casualidad, después de girar tres o cuatro esquinas, vislumbró la
figura solitaria, sentada en el suelo, mirándose sus descoloridos zapatos,
y contra una vieja fachada a punto de
desmoronarse, de la mujer objeto de su repentina obsesión. Decidió acercarse a
ella, vencedor de las primeras dudas, eso si, intentando no hacer ruido, en un
intento posiblemente vano de no romper aquella imagen casi mágica.
-Ten- Le dijo Arturo al
llegar a su lado y mientras le tendía la caja llevaba- Tu gato.
La muchacha miró primero
la caja y luego a él, parapetada eternamente en unos enormes ojos oscuros
llenos de nostalgia.
-No se lo puedo pagar, ya
se lo dije al de la tienda- Le dijo sin mirarlo directamente a la cara, anclada
nuevamente en sus zapatos.
-No espero que lo hagas-
dijo Arturo, en una muestra de generosidad que esperaba que ella no tomase como
un intento de tosca seducción por parte de un hombre que, como mínimo, le
doblaba la edad- Solo quédatelo.
Depositó entonces la caja
junto a ella, en el suelo de adoquines húmedos, con la intención de dar media
vuelta y desaparecer en cualquier dirección, hasta que la voz impersonal de
aquella joven le detuvo en seco.
-¿Te importaría hacerme
otro favor, me podrías invitar a tomar un café?
La petición, por extraña
y fuera de lugar, descolocó completamente a Arturo, que sin embargo se volvió
hacia ella otra vez y, como toda respuesta, levantó la caja del suelo y luego
le tendió una mano, a lo que la joven respondió aferrándose para levantarse
como auspiciada por un impulso casi de levitación. Luego, sin mediar palabra entre los dos, como
figuras casi fantasmagóricas, volvieron a perderse por las callejuelas más
viejas del mundo.
Al cabo de un buen rato
de caminar en silencio, encontraron una terraza al aire libre, envuelta en el
silencio de aquellos lugares que raramente son visitados por extraños y en el
que el tiempo parece no transcurrir, y si lo hace es bajo una ligera apariencia
de inmovilidad.
Se sentaron en un par de incómodas
sillas de metal, uno frente al otro, la caja bajo la mesa, mientras un camarero
con aspecto de pizzero italiano se les acercó pausadamente hasta quedar a medio
metro de ellos, en silencio, a la espera de que pidiesen alguna cosa.
-Un café americano y un
espresso- Dijo la joven de la mirada lánguida sin cambiar el mismo tono de voz
con el que se había dirigido al dependiente de la tienda de reparaciones de
animales mecánicos.
Arturo la miró
sorprendido.
-¿Cómo sabes que me gusta
el café americano?
Su respuesta fue aún más
sorprendente.
-No lo sabía. El espresso
era para ti- En aquel momento su rostro dibujó la primera sonrisa desde que la
había conocido aquella mañana. Aunque tal
vez, para ajustarse a la realidad, fuese mejor definirla como media
sonrisa. Además, por primera vez lo había tuteado, lo que hizo que Arturo se
sintiese subjetivamente más joven.
En ese momento sonó en
una radio Quelqu’un m’a dit, y todo
pareció detenerse nuevamente durante unos minutos de silencio entre los dos
hasta que el camarero volvió con los cafés.
-Explícame algo de tu
vida- Fue la pregunta que ella le lanzó a bocajarro mientras lo miraba con sus
grandes ojos oscuros detrás de la humeante taza.
Arturo pareció
descolocado, pero enseguida la sangre empezó a fluirle por el cuerpo mientras
un tímido rayo de sol le calentaba la espalda, iluminando a la vez el rostro de
aquella muchachita que le acababa de dar una nueva oportunidad para sentirse otra
vez sí mismo.
Así transcurrió el tiempo
infinitamente, entre historias pasadas, viejos anhelos y tantos fracasos. Y es
que en eso consiste vivir, una mezcla de todo lo bueno y lo malo.
Tengo que irme, le dijo
ella, a lo que él pareció sorprendido, y mirando el reloj se dio cuenta de que el
tiempo había transcurrido como un suspiro, y que el sol de la mañana se había
transformado en la luz del atardecer, muchas palabras y algunos cafés después.
Luego se levantó y sin despedirse se perdió entre el laberinto de callejuelas
sin dar tiempo a Arturo a articular ni una inmisericorde palabra, clavado aún
como estaba en la silla de metal. Luego dejó un billete sobre la mesa y al
levantarse su pie chocó con algo en el suelo. Era la caja de cartón que ella se
había olvidado. Arturo corrió calle abajo con la caja bajo el brazo, pero ya
era tarde, ella ya había desaparecido. Miró la caja y la dejó en una esquina,
sabiendo que en cuanto se volviese ya no estaría, ya que alguien la habría
recogido en busca de una compañía que él ya no necesitaría encontrar en un
aparato mecánico. Él, al menos, ya no buscaba comprar la felicidad.
Aquella muchacha de ojos
tristes que no le había dicho su nombre le había enseñado, sin apenas hablar,
que lo importante no es lo que nosotros recibamos, si no lo que podamos dar. Y
que los sentimientos no se pueden inventar, ni forzar, han de nacer desde
dentro. Así que en cuanto llegase a casa, se compraría una pecera. Eso sí, con
peces de verdad.