Buscar este blog

14 de noviembre de 2012

Cuando fui inmortal.


Hubo un tiempo en el que fui inmortal. O eso creía en aquella época. Luego, el paso del tiempo, los años, me demostraron que realmente nada es eterno, ni tan siquiera la inmortalidad. Fue precisamente en aquella época de inmortalidad perpetua cuando todo me parecía posible, alcanzable, o por lo menos, creías que tenías derecho propio a soñarlo. En esos años, el tiempo no parecía pasar ni tener fin, y los deseos se transformaban en necesidad inmutable con solo tocar con la punta de los dedos aquello que mas anhelabas. Lo real era aquello que simplemente querías, daba igual si al final pasaba o no. Los amigos eran para siempre, así como el amor, las borracheras, las noches de insomnio, la irresponsabilidad, los padres, los fines de semana, los cómics, Boris Vian, la música rock...
Pero luego los años, la experiencia, me acabaron demostrando que nada es para siempre, ni siquiera la inmortalidad, y que esta solo es un estado transitorio que acaba desapareciendo en cuanto llegan la rutina, las obligaciones, el cansancio. Y es entonces, en aquella barrera que fronteriza los veinte años, cuando comienzas a ser un verdadero hombre adulto, permeable a todo lo que te rodea, perdida ya la ilusión por ser eterno vencedor en todas las batallas, en cada una de las confrontaciones. Algunos lo llaman madurar, otros la pérdida de la juventud, de la ilusión. Tal vez sea todo un poco verdad, pero cuando ya franqueas la mitad de tu vida, compruebas por fin que la verdadera inmortalidad existe nuevamente, que está escondida en aquellas pequeñas cosas que sustituyen a los grandes sueños, a los logros casi imposibles, y aprendes a ser mortal. Porque la inmortalidad no existe, y lo más precioso que podemos conseguir es reconocerlo y disfrutar de cada momento que se te presente.

8 de noviembre de 2012

El destino en las manos



¿Cómo se puede estar destinado a algo en la vida? Si nacemos de nuestros propios principios, de las manos de aquellos que nos trajeron al mundo, de todos aquellos que, queriéndolo o no, nos han ayudado a crecer, a ser nosotros mismos, a tener fe en nuestras fuerzas, en nuestras ilusiones, en nuestros proyectos, nos han enseñado algo en la vida, nos han dejado una huella imborrable porque forma parte de nuestra experiencia, nos han dado la mano para salir de innumerables pozos, o incluso de aquellos que nos han dejado tirados y eso nos ha servido para aprender algo, ¿porqué hemos de creer en el destino y no imaginar, aunque sea más difícil de creerlo, que este destino lo podemos crear nosotros mismos? Día a día, momento a momento, equivocados o no, felices o no, ilusionados o no, solo nosotros tenemos la voluntad y el derecho de poder seguir los pasos que deseemos, sin ser prejuzgados por ello por nadie  ni ninguno de los que nos rodean, de los que nos atisban, aún desde la lejanía de un parapeto de buenas intenciones. Nadie, absolutamente nadie, tiene la capacidad de decidir por nosotros. Nuestro destino nos pertenece aun a expensas de equivocarnos y perder, ya que nadie va a pagar un precio más elevado que nosotros mismos si erramos el tiro. Pero tampoco nadie va a recibir tanto si podemos trazar un camino mejor. La libertad de elegir el error es aún más necesaria que la de exigir el eterno acierto, ya que de eso se llena la palabra vivir, de no acomodarse en lo seguro y poder decidir en cada momento aquello que queremos hacer, siempre que el daño en caso de error solo recaiga en nosotros. No moverse te deja en la foto, pero también hace que el tiempo pase a tu alrededor y solo acabes siendo el recuerdo de una figura decorativa. Y para conseguir nuestro destino, solo cabe una manera, y es decidir qué hacer con él mientras aún lo tengamos en nuestras manos.