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30 de diciembre de 2009

Compartir.

Se acerca el final del año, y a nuestras cabezas nos vienen los recuerdos de cómo le ha pintado la vida a cada uno. A veces son sensaciones, otras vivencias, las que más sinsabores, aunque siempre con la esperanza de que en el nuevo período todo será mejor, más bonito, más positivo, que para eso nos hacemos a la idea de que empezamos de cero.

Pero en el fondo, al comenzar un nuevo año, nunca lo hacemos desde cero, sino que llevamos dentro unas experiencias, sean estas positivas o negativas, que nos han servido para madurar. Porque las personas somos seres complejos que avanzamos por nuestra existencia dándole importancia, muchas veces, a lo aparente que nos rodea, dejando en segundo término aquellas cosas que de verdad nos enriquecen, esas a las que solo nuestra vanidad hace que no les demos el valor real que tienen. Y como siempre digo, son las pequeñas y maravillosas cosas que tenemos alrededor las que nos hacen más felices. Para algunos será el roce de una mano que necesitas o que te necesita. Para otros un abrazo que desearíamos fuera infinito. O tal vez aquel beso tan anhelado que de lejano, parecería imposible.

Los hay que disfrutan de conversaciones maravillosas, que hacen que la gente de alrededor, como por arte de magia, desaparezca de su vista. Están los que viven como especiales un paseo, aunque sea estos días, rodeados de multitudes a la busca compulsiva de un regalo. Perderse por callejuelas hasta aquellos momentos desconocidas porque nunca te habías fijado en ellas. Descubrir lugares que solo tienen sentido cuando los compartes. Viajar, sea lejos en la distancia, o lejos en la imaginación. También algunos disfrutamos de un libro, porque necesitamos que alguien nos deje ser partícipes de un mundo que, en el fondo, no pertenece a quien lo escribe, sino a quien lo lee.

No me olvido de la amistad, los hijos, la familia, el mirar un amanecer, disfrutar de un atardecer, el café caliente con las tostadas, comer o cenar, un regalo hecho desde el sentimiento para llegar al corazón…

En fin, toda esta galería de cosas que han poblado nuestro pasado año, y que deseamos que vuelvan a hacerlo en el próximo, tienen un denominador común que los envuelve como papel de regalo. Porque si bien podemos disfrutar de ellas desde la soledad, la individualidad, el solo hecho de poder encontrar a alguien que quiera compartirlas con nosotros, hace que la vida se vuelva mucho más soleada. Porque, si miramos bien, siempre hay alguien dispuesto a querer vivirlas a nuestro lado. Así que abrid bien los ojos, también los de vuestro interior, y buscad a alguien con quien compartirlos. Que lo encontréis, es mi deseo para vosotros el próximo año. Eso, y que no os atragantéis a las doce en noche vieja, claro.

19 de diciembre de 2009

La Navidad…o no.

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Bueno, creo que debo explicarme. Bajo mi punto de vista, humilde por otro lado porque es solo mío, la mayor de las conquistas que puede llegar a obtener el ser humano, cualquier persona, sea hombre o mujer, niño o anciano, de una raza o de otra, es ni más ni menos que la libertad. Libertad para decidir qué hacer o no hacer, con quien andar o estar, en definitiva, cómo vivir la propia vida. Nadie ni nada tienen el derecho a imponernos nada, porque con el respeto hacia los demás, hacia su libertad, se marcan las reglas de convivencia. Y yo creo en el respeto, pero sobre todo amo mi libertad.¿Y eso qué tiene que ver con la Navidad? Pues muy sencillo. Quiero tener la libertad para poder celebrar o no la Navidad, no verme obligado a ser feliz por decreto de tradición. No verme envuelto en la espiral del consumismo. No tener la necesidad de ser feliz, porque es lo que se ha de hacer. No ver siempre las mismas caras sonrojadas debajo de una barba blanca postiza y un traje rojo, con las mismas historias mal pagadas detrás. Estar horas de colas interminables para comprar regalos. No quiero tener que preocuparme por cada uno de los interminables días festivos que nos obliga la historia cristiana…o tal vez si, tal vez me apetezca vivir todo este tumultuoso rito. Incluso puede ser que un año quiera, pero otro no. ¿Y qué, a alguien le importa? ¿A alguien le puede importar realmente eso? Yo creo que no, que todos somos nosotros mismos y nuestra circunstancia, que tenemos la libertad de decidir. Quien quiera celebrar algo, que lo haga, pero el que no quiere o puede, que dejen de meterle el dedo en el ojo, que no es un apestado. Por eso, muchas felicidades a todos en estas fiestas, si habéis decidido celebrarlas, y si no, tranquilos, dejemos la depresión para más adelante, porque las cosas importantes de la vida las tenemos aquí cada día del año, sin necesidad de que nos ordenen ser felices cuando otro quiere. A disfrutar de ellas, de las pequeñas cosas, y por supuesto de la libertad. Amén.

18 de diciembre de 2009

Ella se fue de viaje….una reflexión.

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Siempre pasa que cuando alguien estaba con nosotros hasta hace poco, y sin embargo ahora ya no está, nos cuesta verla de igual manera. Sabemos en nuestro interior que la echaremos de menos, aunque nos sea imposible decírselo ya, porque la decisión no ha sido nuestra. Siempre es demasiado tarde para algo, y eso es porque nunca es suficiente lo que decimos. Siempre nos guardamos alguna cosa dentro por culpa de los miedos. Miedo a no ser comprendidos, a no estar a la altura, a poder hacer daño, a no poder explicarnos bien, a ser rechazados. Y sin embargo, cuando ya es tarde, es cuando recordamos aquello que no hemos dicho, que no hemos hecho, que no nos hemos atrevido. Dicen que nunca es tarde para decir hola, y sin embargo qué doloroso es decir adiós. Sobre todo cuando tu no querías, cuando esperabas seguir viviendo las cosas que vivías a su lado. Hay que seguir, pero ya nada es lo mismo. Estar tan lejos, vivir tan cerca. Qué difícil es aceptar decisiones, decir adiós.

28 de noviembre de 2009

De mis pequeñas cosas

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Puede que a quien lea esto no le importe, pero estos días en los que parece empezar, por fin, tímidamente el invierno sobre mi ciudad, un sentimiento de vago desperezamiento (perdón si he inventado la palabra) asalta la puerta trasera de mi realidad. Todo se hace más introspectivo, y no se si eso es debido a la lluvia o a las hojas que comienzan a caer sobre las calles, pero valoro con fuerzas sobrevenidas las pequeñas cosas que me ofrece la vida que entre el destino y yo mismo hemos construido hasta ahora. Pienso en el otro día, domingo por la tarde, después de una perezosa sobremesa, jugando una imposible partida de ajedrez con mi hija pequeña, en las que ella siempre me gana, en las que ahora empieza a comprender, curiosa paradoja, que la reina es la pieza que más y mejor se mueve sobre el tablero a pesar de que todo se termina con el mate al rey. Tal vez aún sea pequeña para ver algún paradigma en ello, pero estoy seguro que todo llegará, aún tiene nueve años.

Mientras escribo estas pocas líneas, recuerdo con una sonrisa el poema de Machado que Marina me leyó hace un par de semanas. Era la primera vez, a pesar de los años, que ella me leía poesía, y sentí cómo puede ser cualquiera el momento de la vida en el que las cosas importantes surjan. Y para mi ese es un momento tan importante como recordar los nervios que pasé el día que nació hasta que vi asomar su cabecita. Su vida comenzaba, y la mía cambiaría para siempre. Y entonces te das cuenta que hay cosas que valen la pena. Pero eso le pasa a casi todo el mundo.

También surgen momentos dentro de la vida en los cuales tus amigos te necesitan, aunque sea solo para ser escuchados, y es entonces cuando reconoces el valor de poder ofrecer lo más valioso que tenemos dentro, que es la comprensión. Viejos amigos, nuevos amigos, todos merecen la pena, todos nos acaban dando más de lo que les ofrecemos. Porque en eso radica la amistad, en aprender los unos de los otros.

Son estos solo unos pocos ejemplos de lo que un día de nostalgia me trae a la cabeza. Ejemplos personales de pequeñas cosas que nos ofrece la vida a cada uno. Seguro que quien esté leyendo esto tendrá los suyos propios, porque cada uno da forma a su vida de formas distintas. Pero lo que es cierto es que, si nos paramos a pensar un instante, nos daremos cuenta que lo que verdaderamente nos da sentido como seres humanos son las pequeñas cosas. Las importantes. Un abrazo, una sonrisa, un beso, unas palabras, una cálida conversación con un amigo, la mirada de los hijos, un libro, escuchar una canción, escribir una carta, soñar despierto, dormir acompañado…solo hay que imaginar, y veremos que hay muchas más de las que creemos. Porque si, las cosas más grandes son las pequeñas cosas.

19 de noviembre de 2009

El juramento

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Este cuento lo publiqué hace mucho tiempo en una página de internet. Rescatarlo ahora viene a ser un ejercicio de arqueología personal. No esperéis gran cosa, es corto y además un poco ingenuo.

-¿Ésta muerta? -preguntó lentamente; como si las palabras, que parecían arrastrarse en sus labios, no estuvieran llenas de curiosidad.
- Eso parece- contestó el jefe de la policía.

El sol emergía entre las montañas que rodeaban el pueblo. A lo lejos, un aullido persistente de los perros rompió con la calma que todo lo rodeaba, inmutable al paso del tiempo. Las nubes, apareciendo imprevistas tras un cielo oblicuo, se tornaron negras de pronto, y la niebla pareció entonces llegar de ninguna parte, para destruir el sosiego que había reinado en el pueblo durante tantos años. Como lo había hecho la muerte aquella tarde.

La noche cayó inmisericorde sobre las calles del pueblo, acompañada tan solo por el sordo sonido de los grillos, y el rumor lejano del río que lo bordeaba todo. Las casas, con sus puertas bien cerradas, eran pequeños mundos hipócritas. Y sin embargo, detrás de todas aquellas sordas puertas, junto a los pucheros, bullían historias con sorda vida propia.
- Dicen que fue el maestro quien la mató.

- Yo no la maté-repitió súbitamente, los puños apretados sobre la mesa.
- Entonces, ¿quién fue?

-¡Llegué y estaba muerta! ¡Usted está loco! ¡Está empeñado en acusarme, y todo porque no le caigo bien! - gritó desesperado.- ¡yo no la mate! Soy inocente, y no me pueden culpar de algo que no hice.

-¿Estás seguro?- le dijo el otro sin mirarle a la cara.

- Pero… ¡tengo derecho a un abogado!

-Es que uno de sus hijos es tu alumno- el otro no pareció perder la paciencia.

-También dicen que el doctor es de armas tomar, que tiene muy mal carácter. ¡También podría ser él! ¿Por qué he de ser yo?

-¿Y por qué no?

La mañana lo sorprendió sin dormir, se sentía cansado y enfermo.

Recordó la tarde en que ella le confesó que lo amaba, que dejaría al doctor, a sus hijos, por él. Le hizo jurar que nunca lo contaría. Él le dijo que se llevaría el secreto a la tumba, y que nunca rompía una promesa.

15 de noviembre de 2009

Las cosas que de verdad cuentan.

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O la frustración de no saber explicar lo que realmente nos pasa por la mente.

La verdad es que siempre me pasa lo mismo. Tarde lluviosa en Barcelona, Bill Evans en los auriculares, el portátil delante, y me asalta la melancolía. Y entonces me pregunto ¿porqué? Y las respuestas no aparecen, a pesar de que igualmente me siento así. ¿Es la lluvia?¿Es la música?¿Escribir?¿O seré yo?

Me paro un momento a reflexionar. Mi vida es igual que ayer. No me agobian excesivos problemas. No más, al menos, de los que he tenido siempre, de los que tenemos todos. Incluso podría decir que hoy en mi trabajo todo ha ido bien. Mi hija mayor ha tenido un examen al que le tenía pánico previo, y como casi siempre, ha venido contenta de cómo le ha ido, a pesar de que es una inconformista y siempre quiere más. La pequeña ya ha vuelto al colegio después de dos días en casa con fiebre. He comido bien, como casi siempre. Una amiga parece haber superado un estado de ánimo bajo. Me he duchado esta tarde otra vez y me ha encantado notar cómo resbalaba el agua caliente por el cuerpo. Me encanta el olor de la calle después de la lluvia. ¿Entonces, qué?¿Qué puede ser? A mi siempre me ha encantado ver llover, así que eso no será. La música de Bill Evans es imposible que me afecte, al menos negativamente. Es mi trankimazin para momentos de nostalgia, así que debe ser el escribir. Vuelvo a reflexionar, esta vez bien adentro. Sinceramente, creo que es eso. Necesito escribir. Como respirar, como beber, como amar. Necesito crear mundos propios. Mis propios mundos. Y tal vez sea eso. Algo tan fácil de percibir, tan difícil de superar, tan vacío como importante…

Han pasado unos días, unas semanas, desde que escribí esto, y en todo este tiempo el sol ha salido, el calor ha vuelto en este noviembre (tal vez sea el veranillo de San Martín o el cambio climático, no lo se), mi hija mayor vuelve a estar en el fragor de los exámenes, la pequeña ya no tiene fiebre y está ilusionada con la idea del colegio de reunir comida para enviar a un pueblo de África, y yo continúo relajándome con el piano de Bill Evans. Entre tanto mi amiga es más fuerte de lo que pudiese parecer, y ya ha superado su mal momento, igual que lo hará con otros que seguro le vendrán. El trabajo sigue allí, en su propio curso, mientras que de escribir, sigo haciéndolo. A mi ritmo, desde luego, pero continúo necesitando crear mis propios mundos. Todo ha cambiado desde el día que empecé a escribir estas líneas, y sin embargo, parece que todo sigue igual. Y debe ser porque las cosas importantes de la vida se transforman, pero realmente nunca cambian. Los hijos, la amistad, el amor, las ilusiones de cada uno, son lo más importante, lo más trascendente, aquello que realmente necesitamos. Son, en definitiva, aquellas cosas que realmente cuentan, que importan, sin las cuales vivir sería igualmente posible, pero desde luego no tan divertido. Hoy ya estoy bien…

8 de noviembre de 2009

En busca de la mujer imperfecta

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Cuando en alguna reunión o cena entre amigos, a alguno o alguna de ellos se le ocurre dejar sobre la mesa la pregunta de quien es nuestro ideal de hombre o mujer, mi primera respuesta es siempre la misma: no lo se. Eso, al principio les suele descolocar. Pero bueno, me suele decir alguno, alguien tendrás como la que sería tu mujer perfecta. Siempre, entre las parejas perfectas suelen salir actores o actrices de moda, algún presentador, modelos, e incluso algún político. Sin embargo, mi respuesta siempre ha sido la misma. No tengo una representación lejana de un ideal de mujer. Necesito conocer a alguien para poder pensar en ella como algo real. Si, es verdad que he tenido iconos de juventud (y de no tan joven), como Marylin Monroe, Jennifer Aniston, o Audrey Hepburn, pero tan solo son representaciones de belleza física, nada más. Para mi, un ideal de mujer no existe si no lo conoces, y así poderlo contrastar empíricamente. Es decir, ha de ser una mujer real, de carne y hueso, a la que poder contemplar a los ojos y ver la profundidad de su espíritu… y eso no se consigue a través de las fotografías, del cine, o de la televisión. Tal vez sí a través de lo que escribe, aunque tampoco es fiable al cien por cien. Lo mejor en estos casos es hablar, contrastar ideas, sentimientos y sensaciones, opinar, verla reaccionar delante de las situaciones. En fin, verla ser ella misma. Y entonces, si encontramos el ideal (o aproximado) en esa mujer (u hombre), seguro que su aspecto físico, o envoltorio exterior, no llegará a ser lo más importante. Porque ese papel de regalo externo que somos por fuera, tiene tendencia ineludible a envejecer, a arrugarse, y a estropearse. Por eso, antes que la perfección engañosa, es preferible contar con la proximidad de la mujer imperfecta. Imperfecta en si misma, lo que la hace original, única, y eso hace también que seamos poseedores de sus experiencias originales, únicas. Porque, al fin y al cabo, ¿quién se cree tan perfecto como para exigir la perfección en otro?

27 de octubre de 2009

Cuando la vida te reconcilia por caminos desconocidos.

Acabo de leer una noticia sorprendente en la prensa. Bueno, tal vez tendría que decir que sería casi sorprendente si no fuese porque lo que más me llama la atención del hecho no es lo inusual del caso, sino que existan personas que influyan en la vida de otras de manera tan directa como desinteresada. Aquí la noticia.

Una desconocida salva a una mujer tras advertirle que sufría un tumor.

Casualidades. O ángeles de la guarda. "Yo debo tenerlo, porque su advertencia me salvó la vida". A Montse Ventura la casualidad o su ángel de la guarda, según se prefiera, la llevó a coincidir en el autobús 64 con una mujer muy experta en tumores de hipófisis –que provocan enfermedades raras y afectan al crecimiento de los tejidos– que se atrevió a decirle que se hiciera un análisis. "Debía saber mucho, porque los endocrinólogos que luego consulté reconocieron que los signos que ella detectó en mí eran muy sutiles, casi imperceptibles", asegura Montse Ventura. Ex maestra, 55 años, viuda, madre de dos hijas independientes, voluntaria con un grupo de jubilados y con niños con dificultades, senderista y muy muy sana, "apenas un poco de hipertensión que achaqué a la edad y a la que no di mucha importancia".En el 64 ella y su grupo de jubilados volvían de ver el museo de Pedralbes. Montse hablaba y hablaba y notó cómo esa mujer "más o menos de mi edad, pelo rizado y castaño, delgada, es lo que recuerdo", no le quitaba ojo. Hasta que se le acercó y le pidió hablar aparte. "Me pidió perdón por lo que me iba a decir y me contó que me había estado observando y que tendría que hacerme una analítica. Sacó un papel y anotó dos cosas. "Aún estás a tiempo", me dijo. Le pregunté qué me había visto y me contó que había tenido dos casos en su consulta con los mismos signos que yo, pero que en mí estaban aún poco desarrollados. Me señaló el labio inferior más grande, la nariz, las manos, me preguntó si había cambiado de tamaño el calzado y mis dientes separados. "Ah, no –le dije–, yo tuve los dientes siempre así". Y de los pies, no supe qué decirle, porque siempre voy con calzado cómodo. Estaba tan sorprendida que no le pregunté su nombre y ya bajaba en la siguiente parada".En el trocito de papel que cree tener guardado por algún sitio, estaba apuntado hormona de crecimiento y somatomedina-C. "No me dio mal rollo. Era una persona agradable y educada que inspiraba confianza". Pero guardó el papel y lo dejó pasar. Un mes después pidió que le incluyeran ambos conceptos en la analítica de la revisión ginecológica anual. Todo bien. Salvo los dos extras: "Estaban muy alterados".Su hormona de crecimiento triplicaba la actividad normal. Su ginecólogo le confesó que no sabía interpretarlo y empezó un peregrinaje por endocrinólogos y por internet. Así supo que no era ninguna tontería y que sus signos faciales y en manos y pies eran realmente sutiles y difíciles de interpretar como un tumor de hipófisis, lo que temía su ángel experto. Una resonancia localizó un pequeño tumor de 7 milímetros en una glándula de apenas un centímetro de altura. "Era muy pequeño, pero estaba mal colocado, en la cavidad cavernosa, por donde pasan mil nervios y junto a la carótida. Así que cuando decidí en las manos de qué neurocirujano me ponía, este me dijo que me operaban ya, sin demora, porque había riesgos". Si esperaban, podía provocarle una hemorragia dentro del cerebro o ceguera, "como le pasó a un miembro de mi agrupación". Dudaba. Su hija pequeña se casaba en septiembre y le proponían operarse en junio. Y al final aceptó. La operaron por la nariz y todo salió bien. En septiembre hubo boda con una especial alegría por tanta suerte.

Ahora, la mujer busca, a través de una carta en la prensa, a su ángel salvador. Y esto reafirma mi teoría de que los "amarillos" (la religión les pone alas), y de que nunca sabes ni donde ni cuando los encontrarás. Son gente especial, y muchas veces aquellos a los que no prestábamos especial atención, o simplemente desconocidos. La verdad es que, por encima de cualquier consideración moral, son este tipo de cosas las que te reconcilian con la vida, a través de un desconocido.

26 de octubre de 2009

Encontrando el amarillo a tu alrededor.

"Soy amarillo, soy un amarillo de alguien". Esta frase que sale en El mundo amarillo, el maravilloso libro de Albert Espinosa, que una amiga me dejó hace poco (desde aquí te prometo que te lo devuelvo esta semana, de verdad), y que leí de un tirón en una sola noche, es el perfecto resumen de tantas cosas que nos pasan alrededor. Ser algo para alguien, sea al nivel que sea, es una de esas cosas que nos han de hacer sentir bien. Qué mejor que representar algo positivo para una persona, para cuantas mejor, sin apenas darte cuenta, y encontrar a otras personas con las que, muchas veces inesperadamente, sorprendentemente, acabas conectando más allá de las afinidades. Y sobre todo cuando te encuentras en una situación difícil, a veces desesperada, encontrar entre la multitud una motita amarilla es gratificante. Pero también lo es ser ese amarillo en la vida de otro, porque se crea una simbiosis que va más allá de las circunstancias, que te eleva el estado de ánimo, y que te pone en posición de aprender de los demás aquellas cosas que no has podido sino intuir hasta entonces. Descubrir el color en tu vida es gratificante, sea éste amarillo, verde, naranja o azul. Quien quiera que lo pinte a su gusto, que para eso nacimos libres, tanto de voluntad como de pensamiento, pero el resultado final siempre es el mismo: tener cerca a alguien especial, a alguien con quien siempre puedas contar, a una persona que será tu amigo fuera de las circunstancias. Porque ser amarillo (permitidme que deje este color ahora) para alguien, es realmente especial, sobre todo cuando no eres necesariamente consciente de serlo, pero además encontrar un amarillo mutuo es algo tremendamente difícil. Cuando lo hagas no lo dejes escapar. Al menos, yo lo haré así, pero que cada uno decida. Os aseguro que retener a un amigo amarillo vale muchísimo la pena. Gracias a todos mis amarillos (y amarillas, claro) por todo el color que aportáis a mi vida, y sobretodo por dejarme intentar pintar algo en la vuestra.

20 de octubre de 2009

Nuestros actos, el teatro de la vida.

La verdad es que hoy podría escribir sobre muchas cosas. Han estado pasando por mi cabeza infinidad de temas, de los cuales, a cada segundo me parecían el ideal para escribir, para compartir. Pero como me suele pasar a mí particularmente, no he acabado de decidirme. Y ahora resulta que llueve sobre Barcelona, y eso me hace estar bien. Me encanta la lluvia. Como a mucha gente, lo sé, pero es que para mí es un momento ideal para expresarme. Me vuelvo melancólico, y eso debe ser por mi octava parte de sangre portuguesa, aunque la verdad es que los fados tampoco me producen ningún sentimiento especial. En fin, que en estas estoy cuando en el fondo de un cajón de mi escritorio aparecen unas hojas escritas a mano. No son más de tres, están ya algo deslucidas, la tinta se ha tornado azul verdosa, y la horrible caligrafía es inconfundible. Lo he escrito yo, no cabe duda. Al leerlas me llevo la sorpresa que es un cuento que escribí hace casi quince años para mi hija, que entonces tenía tres. La verdad es que, visto con perspectiva, es un poco triste, lo que no era mi intención, y algo duro de planteamiento, lo que tal vez sí que quería serlo. Vamos, que ríete tu de las películas de Disney, porque Blancanieves tiene un transfondo que si no es por los enanitos, pasaría por uno de los culebrones de hoy en día. Y es que quería regalarle algo imperecedero a mi hija, algo que durase más que una pulsera o un joyero, algo con un significado más allá de una historia bonita. Y se ve que lo conseguí en demasía, porque cuando una noche se lo leí, acabaron apareciendo dos lágrimas de tristeza en su tierna carita. Y eso me hace preguntarme, ¿cuántas veces hacemos las cosas de una manera, para conseguir unos objetivos, y después lo que obtenemos es diferente a lo que esperábamos? Seguramente muchas veces al día. Y además de fallar el tiro, desconocemos los efectos que nuestros bienintencionados actos pueden producir en los demás. Entonces, luego de poco vale pedir perdón. Las cosas ya están hechas cuando nos damos cuenta del daño que podemos causar al gritar, insultar, pegar, despreciar, ningunear, o simplemente abandonar. Por eso, desde aquí, pido perdón por lo que seguro he hecho mal en mi vida, sin saberlo, y que ha afectado, hecho sufrir a otros, y por lo que seguro que haré. Nunca está de más reconocer que nos equivocamos, y yo el primero. Porque nuestros actos, son el teatro de nuestra vida. Una vida llena de máscaras, llena de actores, llena de equívocos, de equivocaciones. Porque es posible equivocarse, cuando haces algo por los demás. Buenas noches, Marina, y espero que te haya gustado el cuento que te escribí.

14 de octubre de 2009

Cuando ser consecuente no es consecuencia sino voluntad.

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Reconozco, para empezar, dos cosas. La primera, que hace demasiado tiempo que no me siento delante de mi ordenador a escribir en este espacio, y sobre eso no tengo excusa defendible, porque bajo las mismas o peores circunstancias vitales lo he hecho. La segunda, es que el título me ha quedado un poco enrevesado. Sin embargo, para eso estoy escribiendo, para ser consecuente y explicar las cosas que siento, y cómo las siento. Y es aquí donde empieza la verdadera esencia del título, porque si yo fuera consecuente, y no quiero que se entienda que caigo en un autoanálisis público de mi personalidad, habría puesto hace días esa voluntad que me ha faltado para hablar aquí de muchas cosas de las que me apetecía, y finalmente no he hecho. Y es que a veces, uno encuentra en las cosas esa intrascendencia que hace que todo lo relativices al máximo, como por ejemplo la falta de tiempo, que me serviría perfectamente como excusa en estos momentos, pero que, como ya he dicho antes, otras veces he vencido sin despeinarme (y pido perdón por esta pizca de suficiencia).

Hace unos días estrenaron Ágora, la nueva película de Alejandro Amenábar. Reconozco que aún no la he visto, pero para cuando quiera verla, la masiva e ingente información sobre ella que nos bombardea estos días, hará que cada fotograma me suene a ya visto. Y no es que valore la película, ya que sin verla no sé cuáles serán las sensaciones que me transmitirá, sino que me ha llamado poderosamente la atención, de su historia, el contraste entre el ser consecuente y querer serlo. Y lo digo por los cristianos representados allí. Realmente Hipatia, el personaje principal, filósofa conciliadora, se ve envuelta en la vorágine de violencia de los cristianos que, abrazando la fe de Jesús, acaban haciendo de ella una figura paralela. Es decir,los seguidores de ese Cristo crucificado son de los que hacen con ella lo que abominan hicieron con él. Y todo por culpa de la necedad tan humana de sentirse en posesión de la verdad. No supieron, o no quisieron, ser consecuentes con las enseñanzas de su fe, cuando todo era cuestión de voluntad. Por cierto,¿seré yo el único que no ha visto ya la película?

Sin embargo, ya está bien de hablar de uno mismo, algo muy recurrente cuando no se tiene nada más que enseñar, y pasemos a detallar de forma general, que no generosa, los aspectos que más me interesan de la consecuencia de ser consecuente. Si, porque muchas veces en esta vida, pasamos delante de muchos con el marchamo de seres íntegros y consecuentes, cuando en realidad no lo somos ni por mínimo asomo. Ejemplo. Yo no soy racista. Sin embargo, cuando pierdes tu trabajo, y ves a muchos inmigrantes haciendo lo que tú te negarías a hacer, entonces exclamas a los cuatro vientos eso de que no sé como no habiendo trabajo para los de aquí, a los extranjeros sí les dan, porque primero nosotros, ¿no?…¡ah!, ¡y que conste que yo no soy racista! Y es en ese momento cuando transformas tu discurso progresista de antaño (trabajo para el que quiera trabajar) por uno cerrado bajo cuatro llaves. A saber, desesperanza, desesperación, miedo e incomprensión. Justo la fórmula perfecta, el caldo de cultivo de la violencia hacia el diferente. Porque nuestra consecuencia vital se vuelve intolerancia hacia lo ajeno cuando los afectados somos nosotros. A eso se le llama de muchas maneras ciertamente, pero yo lo veo como mero y profundo egoísmo.

En definitiva, qué fácil es ser consecuente con lo de los demás, y qué difícil es tener voluntad para serlo con lo nuestro, así que no des consejos porque estos pueden atraparte en tu propia realidad. ¿Seré capaz yo de tener voluntad para ser consecuente con mis propios pensamientos?…¡Qué difícil es responder a algunas preguntas!

11 de septiembre de 2009

Personas antes que héroes.

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La historia de la fracasada expedición del capitán Scott para ser el primero en llegar al polo sur geográfico, ha sido una de esas tragedias del siglo XX que hacen pensar que el sentimiento de solidaridad es inherente en el ser humano. El sacrificio desinteresado de los cinco expedicionarios en busca de la salvación del resto, hace que las valoraciones sobre el valor, la camaradería, el compañerismo, sean tan solo anecdóticas si nos ponemos a pensar en lo dispuestos que estamos en arriesgar nuestro bienestar personal en aras de la supervivencia ajena. Hace casi cien años de la trágica expedición, pero en un mundo tan egoísta e individualista como el nuestro, en el que pasamos rápido ante cualquier pobre, miramos con recelo a los extranjeros, apenas saludamos a los vecinos si nos los cruzamos en el ascensor, parecemos haber retrocedido, y solo ciertas muestras de solidaridad desinteresada nos dan esperanza en que la botella aún está medio llena y no medio vacía. Por eso, esos cinco ingleses, hace casi cien años, nos enseñaron que por encima de cualquier cosa están los valores humanos. Que su sacrificio no caiga en el olvido, y nos haga reflexionar sobre que aún quedan muchas cosas por hacer por aquellos que tenemos más cerca. Seamos personas antes que héroes. Es mucho menos lustroso por fuera, pero la satisfacción interior no te la quita nadie.


5 de septiembre de 2009

Un poco de buena música.

Existen veces en las que los ojos se cierran para no ver, pero es entonces cuando se puede oír
la magia.

2 de septiembre de 2009

Unas preguntas.

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Hoy, solo quiero trasladar unas pequeñas preguntas que me hago los últimos días. ¿Podemos esperar algo de los demás? ¿Es justo que queramos que otra persona haga las cosas como nosotros pensamos que se han de hacer? ¿Podemos exigir que nos quieran cuando no nos quieren, al menos de igual forma? ¿Está bien creer que los sentimientos han de ser correspondidos? Creo que todos diremos que no, que no podemos imponer nuestros deseos a alguien que no desea cumpliros, y eso es lo que finalmente está bien, porque a ninguno nos gustaría que nos obligasen. Sin embargo, cuánto cuesta cumplir con lo que está bien. Porque cuando deseamos, amamos algo, lo que resulta difícil es renunciar a ello. ¿O no?

26 de agosto de 2009

Sobre la belleza que podemos percibir.


A estas alturas del mes, quien más quien menos ya ha vuelto, o está a punto de volver de sus vacaciones. También es verdad que los hay que aún no las han comenzado, pero para ellos es la mejor parte, porque han disfrutado de sus ciudades a un ritmo desacelerado y podrán irse de vacaciones a unos precios razonables. Yo soy de los primeros, de los que, de hecho, hace ya tiempo que están trabajando tras unas cortísimas vacaciones, casi ya olvidadas si no fuese por la belleza de los lugares que he visitado. Y hablando de belleza, cuando en Florencia, contemplando la majestuosidad del David de Miguel Ángel, rodeado de un entorno y luz adecuados, como es el del museo de la Galería de la Academia, parece el momento adecuado para preguntarse realmente qué representa para nosotros la belleza.
Delante de la mezcla de perfección física y espiritual que desprenden las proporciones del David, se hace casi obvio responder que para nosotros la belleza representa eso, proporción. Sin embargo, no es realmente así, porque la belleza, ¿no forma parte de nuestra propia perspectiva? ¿no depende de quien esté mirando, de su sensibilidad y gusto? Porque no siempre coincidimos en los cánones de belleza, aunque estos se quieran hacer pasar por universales. Muchas veces me encuentro discutiendo con algún amigo sobre lo guapa que puede ser alguna mujer, y no acabamos de estar siempre de acuerdo. Y eso es bueno, porque cada uno sacamos valores positivos a diferentes aspectos de lo que contemplamos. Y si discuto con una mujer sobre la belleza, entonces me doy cuenta lo visual que es la sensibilidad masculina y lo mucho que está basada la femenina en la imaginación, en la percepción de lo que se intuye, casi más de en lo que se ve.
Mientras nosotros miramos a la mujer con el aspecto estético, de fuera hacia adentro, ellas nos observan de dentro a afuera, lo que hace que su campo de visión sea más amplio. Y desde luego, admito que estoy generalizando, y que casos contradictorios encontraríamos en los dos frentes, que nadie se me enfade. Además, otra variable que determina la valoración de la belleza, o de la atracción, es la edad, porque con el paso del tiempo nuestros gustos y necesidades cambian, ajustándose lo que exigimos a los demás a lo que nosotros podemos ofrecer. Pero ahora mismo hace demasiado calor para hablar de esto, así que mejor dejarlo para otro día...

19 de agosto de 2009

La princesa depuesta

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Acabo de terminar mis vacaciones. Este año he estado pasando unos días en una villa en la Toscana, de donde una de las cosas más estimulantes, David de Miguel Ángel aparte, ha sido ver el desfile de uno de los barrios que compiten en el famoso Palio de Siena, la más bella carrera de caballos del mundo. El colorido, el sonido de los tambores, los trajes, el movimiento ondulante de las enormes banderas, todo enmarcado en la fastuosa y medieval Piazza del Campo, ha quedado grabado para siempre en mis retinas. Una fascinante e inesperada experiencia.

Los días toscanos son lentos, pero no por el aburrimiento, sino por ese ritmo distinto que enmarcan los campos de olivos y viñedos, y también por el disfrute de sus placeres terrenales, todos anclados a la naturaleza, al sol. Un minuto se disfruta como una eternidad. Por eso, en uno de esos apacibles atardeceres toscanos, y mientras una breve tormenta de verano dejaba paso a un atardecer fresco y rojizo, me vino a la cabeza una antigua historia que mi abuela me explicaba cuando yo era niño.

La historia versa sobre una pequeña princesa que, perdida en su enorme palacio, va encontrando en los pasillos solitarios una serie de objetos que le explican quien es realmente, más allá de la fortuna que le rodea. Primero encuentra un pañuelo, que le recuerda que ella también puede llorar de frustración, y que le sirve para enjugarse las lágrimas del miedo. En otro pasillo encuentra un zapato viejo, roto y sucio, lo que le recuerda que más allá de los muros de su palacio existe gente que sufre la pobreza. Más allá, una lanza rota, que representa la gente que muere para defenderla a ella y su familia. Finalmente, un delantal lleno de harina, lo que le recordaba que había gente que trabajaba de sol a sol para servirla, y hacer que ella no tuviese que hacerlo.

Por fin encontró una puerta, pero esta estaba cerrada. En el suelo, una bolsa llena de oro, lo que quería decir que, por muchas riquezas que se posean, a veces hay cosas imposibles de conseguir.

Bueno, la historia aún continuaba, pero mi memoria no es la que era, así que, resumiendo, la princesa lograba encontrar la salida. Luego, antes de convertirse en reina, la princesa abdicaba, se convertía en una depuesta, y se retiraba a una casa en las montañas, rodeada de olivos que admiraba cada atardecer. Había decidido dejar de ser princesa para ser libre. Y esa era la historia que me explicaba mi abuela. Bueno, ella lo hacía mucho mejor, lo reconozco.

Y allí, sentado en el atardecer toscano, mis manos se entrecruzaron tras la nuca, una sonrisa se me dibujó en el rostro, y me di cuenta de la suerte que he tenido en poder escuchar a mi abuela explicar historias de libertad. Cogí una copa de chianti que tenía a mi lado, y brindé hacia la puesta de sol. A tu salud, Basilisa, y gracias por haberme explicado tus historias. Te juro que tu memoria nunca será depuesta.

toscana

18 de julio de 2009

Elluanah

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El otro día me encontré a un amigo por la calle. Hacía unos meses que había perdido su pista, y también su número de teléfono, tengo que reconocerlo, y al volverlo a ver, me pareció algo desmejorado. Después de estrecharle con fuerza la mano, observé que tenía los hombros hundidos, los ojos hundidos, y el espíritu hundido. ¿Qué te pasa? fue lo único que se me ocurrió decirle en aquel momento. No se porqué, pero la pregunta hizo que se le llenasen los ojos de lágrimas. Le observé con mirada de incredulidad, sin comprender con exactitud cómo una simple pregunta podía provocar esa reacción. La culpabilidad me asaltó, así que lo invité a una cafetería cercana. Cuando estuvimos sentados, y mientras esperábamos al camarero traernos un café y un cappuccino italiano (lo siento, pero hace un tiempo que no pido otra cosa), volví a hacerle la pregunta, esta vez acompañada de una mirada de comprensión. Él me devolvió una sonrisa desencajada, antes de explicarme la historia de Elluanah. Triste, conmovedora, he de reconocerlo. Elluanah era una chica de unos veinte años que mi amigo, cooperante de una ONG, había ayudado a llegar a Barcelona desde Senegal. Había perdido a toda su familia meses antes de huir de su país, se había tenido que prostituir para poder pagarse el viaje hasta Marruecos, donde la habían estado explotando las mafias hasta que consideraron que ya había pagado suficiente con su cuerpo como para obtener un sitio en una patera. Fue una dura noche de frío y miedo la que pasó hacinada junto a otros desconocidos antes de llegar a una solitaria playa. Allí, extenuada, y sin poder descansar, corrió hasta la arboleda más cercana, y junto a un hombre mayor, también senegalés, emprendieron la búsqueda de la esperanza en un lugar extraño, del que nada sabían, ni siquiera cómo hablar con los que allí vivían. El hombre mayor murió pronto, así que después de vagar por todo el país, Elluanah llegó a Barcelona, donde la volvieron a explotar, esta vez sus compatriotas, los que ella pensaba que serían sus amigos. Ella, una vez que tuvo la oportunidad de huir, lo hizo, y se dirigió, con un papel arrugado en la mano, a la dirección de la ONG en la que trabajaba mi amigo. Él se ocupó en seguida del caso, intentando regularizar su situación, buscándole alojamiento, trabajo digno, y finalmente, enamorándose de aquella chica solitaria, de gran corazón, y a la que le enseñaba cada día una palabra nueva en español, mientras ella le contaba historias de su país. Después de dos meses en los que todo parecía ir bien, la policía se presentó en su casa, para llevarla deportada. Y ese había sido el último día que mi amigo había visto a Elluana, el día en que le partieron el corazón en dos. Un pedazo roto, imposible de recomponer, y el otro había ido tan lejos, que quizá nunca lo volviese a ver. Por eso cuando acabó de contarme su triste historia, ¿qué iba a decirle yo? ¿Cómo aplacar algo su dolor? Su tristeza nacía no solo de la pérdida del amor, de la felicidad, sino de la impotencia del sufrimiento de Elluanah, otra vez perdida en una vida que castiga siempre a los más débiles, a los desamparados.

Y el hombre pisó la luna...

El veinte de julio hará cuarenta años de esa historia, justo cuando hacía cuatro de la mía propia. Recuerdo, y admito que los recuerdos muchas veces son ciertos solo porque creemos haberlos tenido, haber visto en una televisión que estaba en un largo pasillo de paredes blancas (raro, lo se, pero el hecho lo rememoro desde que tengo uso de razón), las imágenes en blanco y negro de la llegada del hombre a la luna. Espero que fuesen ciertas, y no solo un montaje para satisfacer el ego de toda una nación. Si así hubiese sido, habrían destruido uno de los tesoros que mayor valor histórico tiene mi memoria: haber presenciado como el Hombre, la Humanidad, cumplía con uno de sus mayores sueños colectivos, y en el que yo había participado desde el ya lejano Buenos Aires de mi infancia. Si fue mentira, aquel niño que fui y que soy hoy todavía, nunca se lo perdonaría al responsable de semejante falsedad de hace cuarenta años.


17 de julio de 2009

MILLENNIUM

Recientemente he acabado de leer la trilogía Millenium.Soy de esas personas que han esperado ansiosamente la publicación de cada uno de los volúmenes,y tengo que reconocer que no me ha defraudado.
Pensando en cada volumen individualmente,tengo que admitir que el que me causó más impacto fue el primero.Supongo que fue el descubrimiento del autor,su forma de escribir y sobre todo el personaje principal,el que tiene más fuerza e imprime el carácter del relato;Lisbeth Salander.
La segunda parte es cuando el personaje central crece y toma aún más protagonismo.La trama es muy absorbente y la verdad es que cuesta despegarte de la lectura.
Y la tercera parte es el desenlace de la acción.Aunque la resolución de los conflictos tarda,para mi gusto,bastante en llegar.Es una opinión personal,ya que el tema del espionaje no me entusiasma.Y aunque es un tema principal en la trama no deja de hacerse pesado en algunas ocasiones.
Cuando acabé de leer el tercer libro me quedé pensando en el título y,así como en las dos ocasiones anteriores estaba perfectamente claro,no acabé de entenderlo.Pero para eso está internet,para investigar sobre temas que te interesan y he descubierto que la traducción literal sería "El palacio de aire que explotó".Ahora me ha quedado todo mucho más claro!.
Y una vez acabada la trilogía me doy cuenta de que no habrá más Millenium,que me tendré que conformar con releer dentro de un tiempo las inquietantes historias de Lisbeth y Michael.Aunque hay voces que apuntan que,a lo mejor se publicará alguna más.La familia de Larsson parece que tiene en su poder algún hilván de la que podría ser su próxima novela.
Todo el fenómeno Larsson es más impactante,si cabe,debido a todas las circunstancias que rodean su vida y,sobre todo,su muerte ya que nos confirma que no podremos seguir disfrutando de sus obras porque, aunque otra persona consiguiera acabar ese posible esbozo, seguramente no podría transmitir esa esencia que tanto nos gusta a los seguidores larssonianos.Soy partidaria de que la historia acabe así y que Millenium sea considerada una trilogía de culto,de referencia.

8 de julio de 2009

Los amigos causan efectos secundarios.

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Si, lo se, parece que siempre le esté dando vueltas a las mismas cosas. Pero, ¿qué más puedo hacer, si lo que siento y me pasa versa sobre los mismos temas? Desconozco cual es la verdad de todo, aquella que me haría auténticamente feliz, y creo que en eso me parezco al resto de los humanos que poblamos esta esfera azul, y sin embargo, cuanto más intento escarbar en los sentimientos de los que me rodean, mayor es mi desesperanza para encontrarla. Sería algo así como cuanto más intento descubrir a mis amigos, más los desconozco. Porque, bien mirado, nuestros amigos son una subespecie dentro de la especie humana. Son seres que nos rodean, muchas veces sin hacerse notar, y que, si son de verdad, están ahí siempre que los necesitas. Pero también están los falsos amigos, parásitos que huyen de tus problemas como si estos fuesen la penicilina. Por eso, no hay nada mejor que vacunarse contra ellos, y para hacerlo es importante empezar pidiéndoles un favor. Si son amigos de verdad, te escucharán, sufrirán por ti con tus problemas, y finalmente se ofrecerán para lo que haga falta. Si son parásitos, te oirán pero no te escucharán, ya que se habrán quedado muy al principio, pensando qué les vamos a pedir, sufrirán, pero no por tus problemas, sino por cómo les afectarán estos a su tiempo o a su cartera, para finalmente hacerte ver que están en terribles problemas económicos, o que mañana marchan de vacaciones. Esos falsos amigos, subespecie que fagocita todo lo que pueden sacarte, negándose luego a devolvértelo, abundan más de lo que nos pensamos. Y sin embargo, como las bacterias, son inevitables. Y tienen efectos secundarios. Normalmente, después de haber descubierto su presencia, y sin darte tiempo a ir al médico, te dejan como secuela cara de tonto, la boca abierta, y lo que es peor, una tremenda desilusión dentro del alma.

La soledad de los números primos

El 11 y el 13 están juntos, pero un número par se yergue entre ellos cual muro infranqueable. Casi se tocan, pero están fatalmente abocados a no encontrarse nunca. Este es el sencillo planteamiento que ha seguido Paolo Giordamo, y que ya se ha convertido en un best -seller en Italia, y que tiene el gran poder de contar mucho con pocas palabras. La dolorosa y conmovedora historia de Alice y Mattia. Una mañana fría, de niebla espesa, Alice sufre un grave accidente de esquí. Aquí empieza el planteamiento de esta recomendable novela. Sobre todo si te sientes como uno de esos números primos.

7 de julio de 2009

La circunstancia ahogó al pez.

Un día me levanté de la cama intranquilo. Acababa de tener un sueño inquietante, tanto, que tuve que apoyar los dos pies en el suelo para darme cuenta que ya había despertado. Sudaba horrores, me dolía la cabeza, y me picaba todo el cuerpo. Me fui hasta la cocina en busca de algo de agua fría que me quitase el calor que envolvía cada poro de mi piel, sin darme por enterado que eso haría que sudase aún más. Me daba igual. Todo me daba igual. Solo quería salir de la medio inconsciencia que se produce al despertar, anclarme a la realidad, al mundo conocido. Luego de dejar el vaso en la pica, volví a la cama. Sin embargo, mi cerebro se negaba a volverse a dormir otra vez. ¿Qué había soñado? Pues una historia que se ha explicado en mi familia durante años. Yo era una persona atemorizada hasta casi la locura. ¿Porqué? Pues porque uno de mis mejores amigos quería matarme. Cada vez que me encontraba, él se reía de mi con gesto torbo, diciéndome que me mataría. Y así día tras día, mes tras mes, hasta que acababa comprándome una pistola, no para defenderme, sino para matarle yo primero. Y así le buscaba, encontrándolo en un bar. Entonces, y mientras él continuaba riéndose de mi, diciendo que me mataría, yo le apuntaba al corazón. Él, en lugar de amedrentarse, continuaba riéndose, insultándome, llamándome cobarde, mientras yo intentaba mantener la calma, sudaba como un pollo en el matadero, y temblaba como un bebé recién nacido. Finalmente, empecé a apretar el gatillo y...me desperté. La verdad es que la historia es verídica, le sucedió a un amigo de mis abuelos, en Buenos Aires en los años cincuenta. Él, yo, acabó disparando, matando a su amigo, tanto era su miedo. Todos sabían que el otro era un brabucón, alguien que en cuanto bebía dos vasos de vino ya no paraba ante nadie, pero que era incapaz de matar a una mosca. Luego, él, yo, fue a la cárcel, donde estuvo años en los cuales mi abuela iba a visitarlo con frecuencia para llevarle comida. Ella fue la que me dijo una vez que aún, a pesar del paso del tiempo, recordaba los ojos de miedo del que mató. Porque las circunstancias que nos pasan, unidas a nuestra forma de ser, nos hacen ver cosas donde no las hay, lo que tiene como consecuencia tomar decisiones muchas veces equivocadas, basadas en el miedo. Sin embargo, es muy humano ser rebasados por las circunstancias. Lo que hemos de hacer es mantener la calma, mirar con los ojos bien abiertos, y pensar que toda circunstancia adversa es superable, no nos pase como a aquel pez que, perdido de sus compañeros, finalmente se ahogó de puro miedo.

5 de julio de 2009

Del líder.

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Hoy voy a hablar de los líderes. No, no os asustéis, no voy a hablar de política, no. Me refiero a algo más banal, como son los liderazgos en la vida normal. Quiero hablar de los líderes que nos encontramos diariamente. De aquella gente que toma la iniciativa en un momento dado. De los que cogen la linterna cuando se va la luz para arreglar los plomos. Los que se presentan los primeros para arreglar la tubería que amenaza con inundarnos el piso. Los que, cuando ven una persona en el suelo, no dudan en salir corriendo a auxiliarla. Hablo de todos esos que lo hacen, pero también de aquellos que lo intentan. Porque para mi, en definitiva, existen dos clases de héroes. Y para ejemplificarlo, utilizaré dos personajes de la serie de televisión Perdidos (Lost), de la que yo soy fanático seguidor, y que me imagino que todos conocéis aunque sea por referencia. También podría utilizar personajes de cómic, pero no lo haré. Pues bien, en la serie existen esos dos personajes que me sirven de ejemplo para los dos tipos de líderes.

Uno es Ben Locke, el líder fuerte, sin dudas, seguro de si mismo, sin contradicciones internas, y al que solo le confunden las cosas que no domina, que se salen de lo razonable, de lo racionalizado. Para él es fácil tomar la iniciativa, ser rápido y eficaz, tener las cosas claras. Es casi como un militar, con el cerebro siempre alerta. Y le es fácil porque se queda en lo básico, en lo fundamental, en la dermis de las cosas. No se pregunta porqué, solo se deja llevar por su moral, y por las necesidades. Quien poco abarca, mucho aprieta, vendría a ser su trasfondo.

Y en el otro está el personaje de Jack, el médico, el hombre lleno de dudas, enfrentado constantemente con su propia moral, que se cuestiona sin cesar cada uno de los movimientos a hacer para solventar los problemas, que intenta proyectar qué consecuencias tendrán sus actos sobre los demás. Es el líder por necesidad, por obligación. El que actúa porque las circunstancias lo requieren, porque no queda más remedio, incluso se diría que por no quedarse atrás. Y es por ese simple motivo, la duda, el cuestionamiento continuo, el intentar no fallar a pesar de tener la certeza que no estará a la altura, lo que lo lleva más cerca del abismo, a bordear el fallo. Su espíritu es más culto, intelectual, pero a la vez depresivo, precisamente por el miedo al fracaso.

Y a pesar de que los dos líderes son en definitiva eso, líderes, el camino que tienen que recorrer es diferente. Uno es directo, sin intersecciones. El otro es sinuoso, lleno de trampas y baches, de señales confusas. Mientras que el primero cogerá la llave inglesa y se lanzará con seguridad sobre la tubería averiada, el segundo estará pendiente de no fallar, y dudará si girar a derecha o izquierda antes de hacerlo. Y con todo, personalmente, yo seguiría al segundo. Porque se que a pesar de ser falible, siempre intentará elegir entre dos caminos, imaginando cual podrá ser el mejor. La duda nos hace humanos, mientras la confianza excesiva nos acaba haciendo soberbios, ignorantes de la opinión ajena. Y de ahí a la soledad del líder, solo queda un paso.

1 de julio de 2009

Angels.

A veces va bien dedicar las canciones a alguien, sin que los demás sepan bien el porqué. Esta es una de esas veces.
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Volver a nacer


Un día conocí una niña. Esta soñaba constantemente con ser mejor. Mejor de lo que era. Quería sacar mejores notas para satisfacer a sus padres. Ser más guapa para gustarle a los chicos. Tener mejores vestidos para tener más amigas. En fin, conseguir todo aquello que hace feliz a los demás, y que por ende nos hace más felices. Cuando creció, la niña se convirtió en toda una mujer de éxito, con un buen marido, unos hijos preciosos, un gran trabajo, y un montón de amigas que quedaban con ella a todas horas. Y ella parecía feliz, porque daba la sensación de tenerlo todo. Luego, un día, cuando las cosas parecía que le iban mejor que a nadie, llegaron las decepciones. La multinational en la que trabajaba se deslocalizó. Luego se enteró, vía email, que su marido estaba liado con una jovencita de la oficina, y que había decidido aprovechar lo que le quedaba de vida. Que sus amigas, ahora, ya no la veían igual que antes, por lo que no la invitaban ya a sus fiestas, y que tuvo que cambiar a sus hijos de colegio, con el posterior trauma del cambio de amigos y de nivel social. Todo se desmoronó en un instante, como uno de esos castillos de cartas que yo hacía de pequeño. Y sin aviso previo. O casi. Porque lo que la niña que se convirtió en mujer de éxito, y que ya no lo era, no quiso ver durante su vida, es que había ido renunciando a la verdadera felicidad en busca de otra cosa, que aunque la llaman de la misma manera, no es igual. Porque la verdadera, aquella que no tenía, nace de dentro de cada uno, de las pequeñas cosas que nos da la vida, y que nacen, normalmente, de la aceptación de uno mismo. Ella no había sido nunca feliz, en el fondo, porque nunca se había gustado a si misma, ya que había cambiado su propio destino para agradar a los demás, sin importarle si eso era lo que realmente quería. Se había convertido en una máscara sonriente. Pero cuando ésta cayó, solo quedó la realidad de lo que le envolvía. Por eso, una mañana, después de llorar durante meses su desgracia, decidió que se levantaría, buscaría trabajo, se ocuparía de los niños, de la casa...pero sobre todo, de ella misma. Porque había llegado a la conclusión que para haber vivido una vida, esta tenía que ser la suya propia. Y que tenía que ser ella la que se marcase las metas. Aquella mañana, casi cuarenta años después de lo que ponía su carnet, había vuelto a nacer.

29 de junio de 2009

Cuando lo que acaba, termina.

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Cuando las cosas se acaban, ¿realmente lo hacen? Quiero decir, ¿estamos preparados para el final de las cosas? Si estas son malas, me imagino que todos lo estamos, en mayor o menor medida, salvo los casos en los que se presenta una dependencia emocional. En tal circunstancia, el alivio del final de una situación desagradable, se une al temor sobre incertidumbre de lo que nos encontraremos en una situación nueva y desconocida. Esa es una de las tangentes dentro de una situación de malos tratos. La persona maltratada tiende a justificar su propia desgracia en la falta de intención del otro, justificándolo, porque en el fondo, y a pesar de ser un ser desdichado, el mal que recibe es conocido, y le parece que podrá controlarlo en algún momento. Luego está la vergüenza a admitir que las cosas suceden, y no son lo que los demás esperan.

Sin llegar tan lejos como al maltrato, en las relaciones sentimentales también, al llegar el final de una relación, suele haber una de las partes que, lo diga o no, se siente descolocado ante la nueva situación, hasta el punto de ceder en todo con tal de que la otra persona vuelva. Hace poco mi mejor amiga me explicó el caso de una conocida que, después de ser abandonada, justificó a su ex, hasta el punto de aceptar su regreso al poco tiempo, para inmediatamente ser abandonada por segunda vez mientras su pareja volvía con el arrepentimiento a donde había salido. Dejada dos veces para ir con la misma persona. ¿Donde estaban, entonces, las palabras de arrepentimiento, de intento de enmienda? Pues eso, en mero intento. Porque cuando las cosas se acaban, lo hacen de verdad. A veces no lo vemos, o no queremos verlo, porque intentamos mantener la esperanza de volver a ser felices, y que nunca se acabe nuestro mundo, construido con tanto esfuerzo, al lado de una persona que ha decidido que todo se ha acabado.

En fin, que lo mejor es tener los sentidos abiertos, y aceptar que las cosas, cuando se acaban, tienen un motivo detrás. Se puede luchar por lo que tienes, pero el éxito de esa lucha suele durar el impulso que nos damos al principio. Después, la realidad suele atraparnos. Es preferible luchar por otro sueño, que es ser feliz en esta corta, volátil, vida que nos ha tocado vivir.

21 de junio de 2009

En estado de gracia.

Mi nombre es Cecilia, y la verdad es que nunca me había planteado tener hijos. Para mí, eso siempre había sido cosa de mujeres casadas, mujeres con otra perspectiva de la vida y de los hombres, que no es precisamente la mía. Sinceramente, nunca me he considerado capaz de llevar adelante un embarazo, y mucho menos criar luego a los vástagos que saliesen de mi vientre. La sola perspectiva de volverme loca detrás de unas representaciones en miniatura de mi misma, persiguiéndolas por toda una casa a ritmo de la cabalgata de las Valquirias de Wagner, después de haber roto no se qué jarrón tan querido por mí durante años, me desquiciaba completamente. E imaginarme todo eso, con el añadido de estar junto a un hombre, del que me diese cuenta demasiado tarde que no es que no lo quisiese, si no que lo detestaba, me hacía estar paranoica.

Es por este motivo por el que, después de una noche de apasionado romance con Juan Santos, el abogado matrimonialista que llevaba el caso de la separación de mis padres (si, ya sé, no debe parecer muy normal liarte con un hombre maduro que casi te triplica la edad, casado, padre de cuatro hijos, con casa en Sant Cugat, y que además lo has conocido aquella misma mañana en su despacho, declarando sobre la separación de tus progenitores), y a pesar de los medios preventivos puestos durante los hechos, me hice casi inmediatamente el test de embarazo.

La verdad es que resulta, cuando menos, curioso el método que se utiliza para llevar a cabo la susodicha prueba. Seguro que el dichoso aparatito lo ha inventado un hombre. Porque, si bien sí que es verdad que tu intimidad está protegida (eso sí, entre las cuatro paredes de un cuarto de baño, a primera hora de la mañana, legañosa, con las bragas en los tobillos e intentando no mancharte demasiado, a la vez que sostienes ese palito mientras orinas), la dignidad del momento no alcanza precisamente altas cotas. Pero bueno, al fin y al cabo, ¿cuántas futuras madres no se enteran de que tendrán hijos, sentadas en la taza de un wáter?

Cerré instintivamente los ojos durante todo el tiempo que necesitaba aquello para decidirse por un color y, por fin cuando creí que ya le había dado el suficiente tiempo extra para haberse decidido, los abrí poco a poco. No sé si era por la luz de los halógenos, o por haber cerrado los ojos con demasiada fuerza, pero aquel puñetero color me pareció cualquier cosa menos un color, algo realmente extraño que no había visto en mi vida, aunque, de hecho, lo achaqué finalmente al tiempo que había tenido los ojos cerrados, por lo que aún decidí esperar unos segundos más.

Tras aquel período de tiempo, que a mí me pareció suficientemente prudencial, cogí de la caja el papel explicativo de la prueba, y comparé el dichoso colorcito del aparato con el otro que salía en el prospecto, analizando incluso su diferente tonalidad. Pero no, no había duda posible. Cecilia, pensé, estás embarazada. Jodidamente embarazada. Fue entonces cuando mis bragas tanga se deslizaron, definitivamente, de los tobillos al suelo. Apoyé, apesadumbrada y malhumorada, la cabeza entre las manos. ¿Cómo era posible que esto me estuviese ocurriendo a mí, precisamente a mí?

Después de estar en blanco un rato indefinido, tal vez minutos, pero que a mí me parecieron horas, pensé en llamar al padre de la futura criatura. Estiré la mano y cogí el móvil de encima del bidet, lugar donde lo suelo dejar para tenerlo más a mano en caso de producirse una emergencia doble. Sin embargo, algo en mi interior me hizo dejar rápidamente el móvil, esta vez en el suelo. ¿Cómo que iba a llamar por teléfono a un tío que acababa de conocer, casado, con hijos, y de buena posición social, para decirle que esperaba un hijo de él, justo después de la primera vez que nos íbamos a la cama? En el caso de no haberme colgado lleno de pánico y terror, de no ser un hombre con la suficiente sangre fría como para no esconderse bajo la mesa y rezar para que todo fuese una broma de mal gusto, con toda certeza, lo primero que me hubiese preguntado es si estaba segura que ese hijo era suyo, que era imposible que en una sola vez, como es que no tomas precauciones o que, cómo lo había sabido tan rápidamente, para finalmente soltarme con desdén que él no podía ser, puesto que hacía no se cuanto tiempo se había hecho una vasectomía….Repentinamente me habían entrado náuseas, y unas tremendas ganas de llorar.

Después de llamar al trabajo, donde Rosa descolgó el auricular con aquella inclasificable voz nasal, y darle una peregrina excusa para no presentarme hoy, por supuesto la verdad hubiera sonado realmente a mentira, me volví a armar nuevamente de valor, y marqué el número de mi amiga Julieta, la única persona sensata que se me ocurría me podía aconsejar en estos momentos de trance. Bueno, he de reconocer que, realmente, es la única de mis amigas que tiene hijos pequeños. No, rectifico, la única que tiene hijos.

Llamé directamente a su casa, ya que sabía que aquella mañana no trabajaba (era profesora de secundaria, y a pesar de que con periodicidad monástica se queja de su trabajo, a partir de julio la puedes encontrar siempre libre), y se quedaba con sus cuatro hijos (dos, tres, cinco y siete años, bufff…) ya que Ramiro, su pareja y actual marido, trabajaba casi todo el día fuera como representante de aparatos de medición para los tubos de escape de los coches.

Tras sonar cinco veces seguidas, saltó el contestador automático, donde, con voz infantil, Julieta recitaba el nombre de todos y cada uno de su prole familiar (incluido Ramiro, claro) para decirte sencillamente lo evidente, que no podían ponerse, y que dejases el mensaje después de la señal. Colgué el teléfono contrariada, ya me dirán, y apreté la tecla de re llamada, pues sabía que a pesar de estar en casa, las circunstancias (que tenían nombre de varón y eran cuatro), siempre le impedían cogerlo a la primera. En mi vida había conocido una mujer tan abrumada por los problemas, y a la vez que acabase saliéndose siempre airosa de ellos. En el fondo, y a pesar de no envidiarla, la admiraba (tendré que hablar del tema con mi psicólogo, aunque no se si el doctor Jiménez del Hoyo tendrá consulta durante el verano).

En mi segundo intento (por lo general el bueno), conseguí que a la tercera vez que sonaba el tono, Julieta consiguiese coger el aparato.

Su dulce voz apenas sobresalía por encima de un conglomerado de ruidos y gritos, que parecían preceder el estallido de una batalla. Su ¿Quién es? apenas era audible entre gritos de peleas (es mío, no, es mío), bandas sonoras de películas infantiles (recurso cada vez más utilizado por mi amiga, pero también cada vez menos efectivo) y estallidos de juguetes chocando contra el suelo. Hola, soy Cecilia, ¿puedo hablar un momento contigo?... ¿Queréis dejar de gritar, por favor, que estoy hablando por teléfono?, Perdona Cecilia, dime, es que no te oigo bien…Verás, es que te tengo que decir algo muy importante… ¡Bajad de la mesa inmediatamente!... que me ha pasado… ¡Como vuelvas a quitarle la pelota a tu hermano no la volverás a ver más! Perdona cariño, ¿qué decías?... Que estoy… ¡Basta, ahora mismo recogeréis todos los juguetes y cada uno a su habitación!... embarazada… Alberto, ¡última vez que te lo digo!, Cecilia, disculpa, ¿decías que estabas qué?… Nada Julieta, nada importante, ya te llamaré cuando estés más tranquila y hablamos… Vale cariño, llámame después de comer, que Ramiro ya ha comenzado la jornada intensiva y podremos hablar con más tranquilidad… Tranquilidad… eso es lo que a mi me faltaba, y después de aquella ¿conversación? a seis bandas, no creo que vuelva a recuperarla en mi vida.

Pero como todo en este mar de lágrimas es afrontarlo con decisión, yo tomé la mía y comencé por levantarme del lavabo (ya comenzaba a tener las posaderas con forma), ducharme y vestirme con lo primero que tuviese a mano, para salir a la calle y que corriese oxígeno nuevo por mis pulmones.

Una hora y tres cuartos después cerraba la puerta de casa. Reconozco que no es un tiempo récord, pero a una embarazada (exactamente yo) no se le pueden pedir milagros. Además, la ropa había comenzado a costar de entrar.

Al salir de la portería de mi casa, comencé a notar aquella terrible sensación de que todo el mundo con el que te cruzas te observa. ¿Cómo pueden haberse dado cuenta que estoy embarazada? ¿Tal vez haya empezado ya con los cambios hormonales? Cecilia, debe ser eso, y seguramente tu cara ha empezado ya a inflarse, las retenciones de líquido atacan tus tobillos convirtiéndolos en dos botellas de agua mineral de ocho litros, y tu barriga comienza a sobresalir de la blusa de color rosa marengo que me conjunta con el bolso y los zapatos… Dios mío, la transformación ya ha empezado, y yo todavía no sé ni cómo llamarlo (tal vez ponerle el nombre del padre fuese un recordatorio demasiado directo, aunque una venganza bien maquinada) ¿Y si es niña, cómo la llamo? ¿Cecilia? No, lo mejor para completar el círculo de venganza sería tener gemelos, niño y niña, y ponerles el nombre de su padre y de su mujer…

Abstraída en mis pensamientos iba yo, cuando casi choco con una persona de frente. Con cara de muy pocos amigos, le miré con desprecio desproporcionado, y le inquirí un ¡cuidado!, ¿es que no ve que estoy embarazada? Acto seguido, me di cuenta que era un pobre anciano, con boina, que rondaría los noventa años, y se apoyaba poco equilibradamente en un viejo bastón sin empuñadura de plata, lo que no lo exculpaba de haber pedido perdón por el hecho de casi tropezar con una embarazada. ¡Y luego hablan de la juventud! Si es que, algunos ya no tienen ni la mínima educación…

Finalmente, cogí un taxi y llegué frente al despacho de mi padre, en el Paseo de Gracia esquina Gran Vía, justo delante del consulado de la Argentina. Luego de pasarme por una tienda y comprar un babero y unos zapatitos de recién nacido, entré en aquella inmensa portería art decó y, aunque normalmente siempre subo las escaleras de mármol de dos en dos hasta el primer piso, visto mi estado de buena esperanza decidí coger el ascensor. Llamé al timbre, y la puerta de roble de la notaría se abrió como por arte de magia. Dentro, un ir y pasar de gente que venían a por los asuntos más dispares. Testamentos, formalización de hipotecas, escrituras, herencias. Todo muy variado y a la vez monótono. Creo que por eso finalmente me dediqué a la arquitectura en lugar de continuar la saga familiar, como sí hizo Arturo, mi hermano mayor.

Isabel, la secretaria del mostrador de recepción, me saludó con un guiño de ojos mientras hablaba por teléfono. Con un leve movimiento de cabeza, le indiqué la dirección del despacho de mi padre, pero ella, moviendo los labios sin emitir sonido alguno, y con el auricular en la oreja, me indicó que estaba ocupado. Le devolví una sonrisa, y en susurros le dije que pasaría a ver a mi hermano. Ella, con cara de consternación movió nuevamente su melena pelirroja (por cierto, qué envidia de pelo, por dios) diciéndome que tampoco podría ser. Justo en el momento en el que comenzaba a plantearme que el hecho de haber venido a ver a la familia no había sido buena idea, una mano delicada me tocó, ligera y cálidamente, la espalda. Me giré y detrás de mí, luciendo su encantadora sonrisa blanqueada, estaba la socia y amante de mi padre, Mónica Hassel.

La verdad es que tendría que odiar a esa mujer, pero como la relación entre mis padres había sido fría y distante desde que yo tenía uso de razón, no podía culparla de haber roto un matrimonio que nunca había funcionado bien. Además, si a alguien siempre había admirado como modelo a seguir, había sido a Mónica.

De padres alemanes, había estudiado en los mejores colegios de Pedralbes, luego había cursado Derecho en la Sorbona e Historia en Oxford (esto último como mero entretenimiento). A los veinticinco años abrió despacho en Barcelona y a los treinta lo dejó para asociarse con mi padre en su notaría. Desde entonces, pasó a formar parte del círculo familiar más próximo.

La verdad, es que ver a Mónica es todo un espectáculo de cuarenta años recién cumplidos. Su pelo rubio parece sacado de un anuncio de champú, sus ojos azules son de una profundidad que taladran al que los mira, sus rasgos de una perfección insultante, su piel de un moreno y una suavidad exquisita. Alta, delgada, proporcionada. ¿Cómo quieren que no comprenda a mi padre, un triunfador de cincuenta y ocho años si, además, ella toca perfectamente el piano?

Vestía hoy un ligero conjunto de traje chaqueta de color vainilla, con medias a juego, y unos pendientes de platino con un pequeño diamante que yo le había regalado las pasadas navidades. Me cogió entonces de la mano y me hizo entrar en su despacho. ¿Qué tal estás? Yo embarazada, ¿y tú? Pensé decirle, pero tenía la esperanza que ella descubriese por si sola lo que a mí me pasaba. ¿Algo te pasa, te noto preocupada? Me volvió a preguntar. Bueno, eso al menos había sido una aproximación. Verás, es que venía a hablar con mi padre fue lo único que atiné a decirle. Es que Ricardo está ocupado en una reunión me respondió con una sonrisa entre tímida y cautivadora pero si yo te puedo servir para algo, ya sabes que puedes confiar en mi para lo que quieras. Está bien, se lo cuento, pensé, total ella puede asesorarme mejor que mi padre en esta situación. Así que cogí aire y valor, y me arranqué.

Luego de haberle explicado todo lo que me había pasado durante el día, me quedé mirándola fijamente, esperando su reacción. Parecía inmóvil. No se si pensativa, o como te quedas después de un infarto, pero inmóvil al fin y al cabo. Como si el mundo se detuviese, y todo lo que había en la habitación estuviese en eterno suspenso. En aquel momento, sin embargo, me di cuenta que por el hilo musical estaba sonando Lucia de Lammermoor, de Donizetti, en lo que parecía la voz de María Callas. Así es que, entre la cara de Mónica y la voz de la Callas, el momento no podía parecerme más dramático.

De pronto, sin que aparentemente hubiese cambiado nada, Mónica pareció despertar. Sus ojos parecieron también regresar a la vida con los coros finales, para luego volver la sangre a sus mejillas. La situación tiene arreglo, me susurró en un hilo de voz, como si estuviese a punto de explicarme la planificación de un despliegue de batalla Déjame hacer una llamada a una amiga mía que trabaja en la clínica Teknon para que me aconseje algún sitio de confianza en el que te desprendas de esta carga, entonces me miró de forma más que inquisitiva, Por qué tú no quieres tenerlo ¿verdad?

En aquel instante bajé la vista al suelo. No me había planteado, en ningún momento, el hecho de poder perder de manera voluntaria aquel ser que estaba a punto de cambiarme la vida. Podían desaparecer, por culpa de mi maternidad, muchas de las cosas de las que me sentía tan satisfecha en mi vida. Sin embargo, el hecho de no habérmelo planteado ¿no era ya de por si un síntoma de la inevitabilidad moral que todo esto me planteaba? Estaba imposibilitada para tomar una decisión contra natura, a pesar de los contratiempos que el hecho en si me supondría. Traer otra vida a este mundo cambiaría radicalmente la mía. Lo que me llevaba a otro supuesto aún más aterrador. ¿Estaba yo preparada para ser madre? Si desde la prehistoria la mujer ha podido hacerlo a pesar de todos los inconvenientes, ¿porqué no yo? Todas aquellas generaciones de mujeres fuertes y sufridas parecían mirarme desde el fondo de mi carga genética, para decirme no nos puedes defraudar. Si nosotras pudimos, pues tu también.

Con la mirada ceñuda de una neardental regañándome desde el fondo de lo que ahora eran las tinieblas de mi mente, me levanté sin contestar a la pregunta de Mónica (por cierto, qué poco se parece ella a un neardental), le di un beso en la mejilla y salí de su despacho y del edificio sin mirar a nadie.

Mi estado había pasado del histerismo por lo que me había ocurrido, a la depresión, en la que había desembocado debido al peso de una culpa sobre algo que ni siquiera quería hacer. Y todo por un polvo. Vaya porquería de vida que le iba a dar a mi criatura. Un padre que no la reconoce. Una familia desestructurada. Una madre pensando en lo que deja atrás, antes de en lo que ganará con su llegada. Todo tan injusto.

Cogí el metro para regresar a casa, ya que necesitaba estar rodeada de gente para sentirme sola. Los demás, a mi alrededor, no parecían existir. Ni el baboso que se te pega a la espalda para tocarte el trasero, ni la señora de la limpieza que a voz en grito, y con el uniforme azul celeste debajo del abrigo, deja a parir a sus jefes con otra que va a su lado, ni el tío de pintas estrafalarias que duerme con las piernas estiradas en el único asiento que queda libre. Yo solo quería llegar a casa.

Cuando por fin bajé y salí a la calle, la soledad de mi propia existencia no me sirvió de mayor consuelo que una mano sobándome disimuladamente en el vagón del metro. Pasé por el videoclub, para alquilar una película que me ayudase a centrarme, y a olvidarme de paso, durante un rato, de lo absurdo de mi actual existencia.

Alquilé Bambi, pensando que la pobre vida de aquel huérfano me haría de contrapeso existencial. Fue peor. Lloré como una tonta desde los títulos de crédito del principio, hasta los del final, me imagino que por culpa de las nuevas hormonas que comenzaban a conquistar mi cuerpo. Cuando por fin apagué el aparato reproductor, sentí una necesidad imperiosa de coger el teléfono, y llamar al padre de mi hijo (no se porqué, pero ya había decidido que sería varón y tendría la misma cara que él). Y por qué no. Tenía que asumir sus responsabilidades aunque no quisiese.

Así que marqué el número de su casa, y esperé. No obtuve respuesta hasta que, por fin, saltó una voz enérgica de mujer en el contestador que, después de un saludo protocolario, y de recordarme que estaba hablando con el hogar de la familia Santos, aunque en estos momentos no podemos ponernos, me invitaba a dejar el mensaje después del final de un horroroso pitido. Hola Juan, soy Cecilia, tengo algo muy importante que decirte en relación a lo nuestro. Estoy embarazada.

Luego colgué. Suspiro. Ya no sentía la necesidad de seguir disimulando. Me daba igual que se enterase su mujer. Al fin y al cabo, después de dejarme embarazada de Ricardo (para entonces también había escogido su nombre), tenía la obligación, como padre biológico que era, de atenderme hasta las últimas consecuencias. Si no, que se lo hubiese pensado antes de meterse en la cama con otra.

El siguiente paso fue llamar a mi madre y explicárselo todo, pero Esther, la asistenta, me dijo que había ido a la peluquería y no sabía su hora de regreso, aunque no creía que tardase mucho en regresar. Mi madre y sus amigas, claro. Bueno, pues dile que estoy embarazada y que luego la vuelvo a llamar. Ya estaba hecho. Además, a estas horas, tanto mi padre como mi hermano (de hecho todo el despacho), estarían al corriente de todo. Mónica seguro que no habría podido resistirse a expandir la noticia.

Acto seguido fui a mi ordenador, y envié un mail a todos mis contactos, dándoles la buena nueva. No se es madre todos los días, y eso es algo que hay que compartir. Incluso llegué a valorar la conveniencia de decírselo a Alberto, mi ex novio, pero finalmente me eché atrás. No quería hacerle daño, ya que nunca se sabe cuando se puede necesitar una pareja que asuma una paternidad de otro. Ya habría tiempo de trabajar ese asunto.

También pedí hora con mi ginecólogo, para una revisión. La enfermera me la daba para aquí dos semanas, pero al insistirle sobre si me podía adelantar la visita, ya que estaba embarazada, me la acabó dando para el día siguiente, en un hueco a última hora de la mañana.

Cuando por fin pude sentarme, me encontré más relajada. Tal vez liberada. Ahora, el resto del mundo sabía que yo iba a ser madre (aunque la verdad, creo que ya eran suficientemente perceptibles los cambios físicos), y que no me iba a echar atrás. De hecho, al tocarme la barriga, notaba algo en mi interior, como una presencia. Estaba segura que no eran gases, si no Ricardo, que ya comenzaba a dar sus primeros pasos en el ciclo de la vida. Necesitaba beber agua deprisa, ya que había leído en una revista que eso era bueno para los bebés.

Al salir de la cocina (he de reconocer que ya empiezo a encontrarme algo pesada), pasé al lado del lavabo y miré, con cierto pudor, el test que aún estaba en el suelo. Sería bonito guardar un recuerdo de aquel día. Así que entré, y lo recogí para guardarlo dentro de la caja. Pero al mirar nuevamente el color, no me pareció que fuese como yo lo recordaba. Era como más claro. No podía ser, seguro que las emociones de aquel día me habían trastocado los recuerdos. Por eso miré fijamente el aparatito. Pero no, el color no parecía cambiar, ni ajustarse al de mi memoria.

No me quedaba más remedio que mirar nuevamente las instrucciones. ¿Qué color era ese que indicaba el embarazo? Tal vez un malva, o un fucsia subido. No, no, mi color era como el otro, como el de no embarazada.

Dejé caer el test al suelo, y casi caigo yo después del mareo que me entró. Perdí el mundo de vista durante un instante y todo comenzó a darme vueltas, hasta que finalmente tuve que cogerme al portarrollos de papel higiénico.

Todo había sido una confusión. Un error completamente evitable. Un malentendido altamente desagradable… una increíble putada.

¿Y ahora qué? Tenía que echar marcha atrás. Pero, cómo desdecirme de algo así, que afecta a tanta gente. Sobre todo a Juan y su esposa. ¿Una broma? No, claro que no. No podía ser ingenua. A esta hora, ella ya sería presa de los celos, y él de una demanda de divorcio. Adiós casa de Sant Cugat. Bienvenida vida de divorciado. Cuanto drama. Y todo por un color. Malditos prospectos.

Bueno Cecilia, me dije, ya está hecho. Me sabe mal por Ricardo, que nunca llegará a ser realidad (de hecho, no llegó a ser ni proyecto), cuando yo ya me había hecho a la idea de ser madre soltera, y luchar por él. Ya se sabe, este mundo…

Cogí nuevamente el teléfono (no veas la factura de este mes), y llamé al doctor Rodríguez del Hoyo, mi psicólogo. Él ya me conocía, y tal vez pudiese ayudarme a aclarar mis ideas. Doctor, estoy no embarazada, ¿qué puedo hacer? No, tal vez mejor que me presente sin pedir hora, y sin dar demasiadas explicaciones.

Pero bueno, mejor dejarlo para mañana, que ya será otro día.