Buscar este blog

20 de marzo de 2012

La infancia, refugio de la memoria.

Uno de los paisajes que de niño me viene a la memoria cuando regreso a mi infancia, es el del recuerdo de jugar junto a barcos medio hundidos, largamente abandonados, corroídos muchos por el óxido que el paso del tiempo pinta sobre las cosas que ya parecen no importarnos, ya innecesarios, allá en el riachuelo cercano a la casa de mis abuelos, justo al lado del puente viejo del barrio de Barracas, en un Buenos Aires que parece ya tan lejano como las viejas fotografías descoloridas de principio de los setenta del siglo pasado, que de vez en cuando salen de la caja de cartón en la que se ha convertido la memoria de mi vida.
Y justo al otro lado del puente, aquel por el que salí en primera fila entre los vecinos del barrio que protestaban delante de la televisión por su cierre a cambio del puente nuevo, unas calles más allá, lo que parecía presagiar el trágico destino de los antiguos comerciantes del barrio delante de una modernidad que no entiende de sentimientos ni nostalgia ya que lo moderno no admite pasado, entre aquellos vecinos mis abuelos, cosa que el tiempo confirmó, estaba, decía antes de disgregarme, la clínica maternal donde mi madre me trajo al mundo, casi súbitamente de la prisa que yo tenía por no perderme el espectáculo, y que fue cerrada al público al poco de yo nacer, vaya usted a saber bajo qué motivo, pero del que espero no haber sido yo.
Nada de todo eso existe ya, salvo en mi emborronada memoria, de la que desconfío tanto como de aquellas pelotas de trapo con las que jugábamos junto al agua poco salubre del riachuelo, y que siempre tenían querencia a caer sobre mojado como para despedirse de nosotros y formar parte, momentáneamente, de un paisaje ya entonces anclado en el pasado.
Creo que solo los ojos de un niño pueden convertir lo que en realidad era un lugar degradado y casi olvidado en algo digno de formar parte del cuadro de la infancia. Una infancia, la mía, múltiple en paisajes, todos constantemente cambiantes como un telón de escenario, pero que me confirman una cosa. La infancia se pinta de recuerdos colgados por nuestra necesidad de pensar que, a pesar de todo, hubo una época en la que podíamos existir al margen del resto del mundo, y que para ser felices, solo nos bastaba con desearlo.

15 de marzo de 2012



Las ocho y media. El metro, como era su costumbre, rebosaba plenitud a aquella hora de la tarde-noche, lleno de caras somnolientas por el cansancio del día ya pasado, padecido, y las miradas directas al vacío infinito de quienes vuelven del trabajo con la resignación de quien ha de retornar al día siguiente. Desidia y desgana en los ojos de los que leen el periódico gratuito, arrugado ya a esas horas de tanto repasarlo. Hombro con hombro la gente, pero son hombros lejanos, huidizos. Y, de repente, al fondo del vagón, mi mirada se tropieza con la de una pareja se mira entre ella con intensidad, directamente a los ojos, borrando las anodinas presencias de todos cuantos les rodean, y haciendo que crezca en los demás la insana envidia del que recuerda lo que ya había dejado pasar. No duró más de tres segundos, ¿o fueron cinco?, tanto da, los suficientes como para creer que las cosas más intensas pueden pasar delante de la vista de todo el mundo sin que nadie repare en ello. Solo un breve encuentro en el que un desconocido, yo, crucé mi curiosidad, mi apatía, en el momento exacto en el que ocurren las cosas y no se pueden evitar.
Yo ya no los he vuelto a ver, pero después de un mes, aún me avergüenzo de haber roto un momento que no me había llamado.

11 de marzo de 2012

La pregunta de sus ojos.



La verdad es que la novela de Eduaedo Sacheri no es una novedad editorial,lo reconozco,como tampoco lo es la película de Ricardo Darín que basa su argumento en la historia del libro.
Sobre la película poco puedo decir, pues reconozco que no la he visto, por lo tanto, mea culpa, nada que opinar, pero la novela la acabo de terminar, y sobre ella si que creo poder dar opinión.
Recomiendo intensamente su visita a cualquier lector capaz de disfrutar de una lectura pausada,tranquila, casi pasiva. No quiero decir que no haya acción narrativa, no, solo intento disuadir a todo aquel que no esté dispuesto a la contemplación subjetiva de una historia de perdedores, tal vez previsible, pero, precisamente, esa pasividad en la sorpresa es lo que termina dando contenido y sentido a lo que se quiere explicar. Todo se envuelve en un ambiente de fatalismo radical en lo inevitable, lánguido en su desarrollo.
Una lectura, en definitiva, muy recomendable desde la perspectiva del sosiego lector, en la cual no es tan importante el qué, como el como se explica este.