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22 de junio de 2011

Cuando al séptimo día vas y te quedas descansado, o cómo ser un profesional.

Un día, no hace mucho, Dios decidió que ya era hora de hacer bajar a su hijo al mundo, para que empezase nuevamente la Palabra, ya que últimamente notaba que sus siervos en la Tierra, es decir la Iglesia, se estaban dedicando demasiado a las finanzas y a la política. Era hora, pensó, de dar un golpe de mando, así que le pidió a Jesús que preparase las maletas, eligiese una profesión que no fuese la de carpintero, que con la crisis global, y sin experiencia, le costaría encontrar trabajo. Finalmente Jesús decidió que empezaría la carrera de cantante de rock, y es más, aprovechando su aspecto físico, sería líder de un grupo de heavy metal.

Dios estuvo de acuerdo en todo momento con la decisión de su hijo ya que, al fin y al cabo, solo era una mera tapadera para su verdadera misión, que era difundir un mensaje de paz, aunque a él le hubiera gustado más algo en la línea de Frank Sinatra o Simon y Garfunkel, más del estilo de su época.

Pasó el tiempo y Dios no recibía noticias de Jesús, y lo único que le comunicaban los ángeles y arcángeles del Servicio de Información Terrestre (el SIT), era de guerras, catástrofes provocadas por la imprudencia del hombre, y muertes, asesinatos y corrupción, por lo que decidió que había llegado el momento de bajar a ver qué pasaba, porqué Jesús, con un medio de comunicación tan poderoso como la música rock no estaba teniendo éxito en su misión. Y para ello, además, creyó oportuno no utilizar en su paso por el mundo de los hombres, ninguno de sus poderes divinos, ya que quería experimentar lo que sienten sus hijos fuera del Paraíso.

Y coincidió que Jesús había formado, como era su propósito, una banda de heavy metal, con la que estaba triunfando y había iniciado una gira mundial. Cansado entonces del desprecio de su hijo hacia su misión prioritaria de evangelización se acercó a uno de esos conciertos. Aún era temprano, y pudo entrar allí sin demasiada dificultad, ya que el portero que había en la puerta estaba chateando con su BlackBerry, poco atento a todo el que pasaba. Luego se dirigió a través del inmenso espacio de aquel pabellón deportivo hasta llegar justo al lado del escenario. Allí, de pie, otro hombre de aspecto similar al primero, vestido con calzado y pantalones oscuros, además de una camiseta negra y un chaleco amarillo. Dios se acercó a él con gesto de estar extraviado, y al momento vio que, brazos cruzados sobre el pecho, empezó a mirarlo con aspecto de saber qué quería.

-Buenos días.-fue lo primero que aquel hombre, con un pinganillo en la oreja, le dijo.

Dios, en un tono de voz mezcla de inseguridad y agradecimiento se acercó un poco más, mientras por su lado pasaban técnicos y operarios a los que aquel hombre saludaba con una ligera inclinación de cabeza.

-Buenos días, busco el camerino de los artistas.

El hombre esbozó una ligera sonrisa mientras se llevaba a los labios una pequeña botella de agua.

-Sí, es aquí, pero no puede pasar.

Dios pareció extrañado, con cierta voz quejumbrosa intentó convencerlo, sabiendo que se había prometido a sí mismo no utilizar su poder para conseguir sus propósitos.

-Es que soy el padre del cantante.

El hombre le volvió a enseñar una de aquellas sonrisas conciliadoras que parecía tener aprendidas.

-Yo lo comprendo, pero es que aquí, sin acreditación no se puede pasar, es una zona restringida, y yo solo soy un auxiliar, no pongo las normas, solo intento hacerlas respetar… ¿podría apartarse un instante, por favor?

En aquel momento, el hombre le tocó ligeramente en el hombro para que se apartase, ya que por detrás venía un operario con una carretilla llena de cajas con botellas de vodka. Dios se puso entonces en lo peor.

-Perdone, pero eso, ¿para qué es?

La sonrisa de aquel hombre vestido enteramente de negro se convirtió en casi una carcajada.

-Eso es para los músicos. Necesitan calentar la voz antes de salir a cantar. Pero usted como padre de uno de ellos, tendría que saberlo.

Dios dio un paso atrás, al notar que le sobrevenía un mareo. ¿Sería posible que su hijo hubiese caído en la tentación de contravenir los principios sagrados?

-Es que mi hijo solo bebe vino una vez a la semana, los domingos.

El hombre puso cara conciliadora.

-Pues si supiese todo lo que llegan a meterse encima para luego dar el Do de pecho sobre el escenario, ni se lo creería. Buen hombre, lo que puede hacer si quiere pasar es llamar a su hijo por el móvil, y que salga y le traiga una acreditación de visitante o una pulsera de color verde para que yo le pueda dejar pasar. Es lo único que se me ocurre.

Dios, con cara de escepticismo, apenas pudo balbucear.

-Es que no tengo su número.

Ahora el gesto del hombre se tornó de incrédula ironía, mientras cambiaba los brazos del pecho a la espalda.

-Pero hombre, si me ha dicho que es su hijo, ¿y no tiene su teléfono?

-Es que vengo de lejos, y hace tiempo que no lo veo. ¿Podría hablar usted con alguien para que me dejara pasar?

-Mire usted, -ahora el gesto ya era cercano al fastidio- yo no me puedo mover de aquí, porque si mi coordinador pasa y no me ve, se me cae el pelo, y tengo un hijo y una mujer a los que mantener, así que si quiere algo, busca a alguien del Staff que le pueda ayudar. Mientras tanto,

Dios, impotente ante la inflexibilidad de aquel hombre, uno de sus hijos en el fondo, decidió por desistir, eso sí, con un resquemor interno que le hizo desear, por un instante, solo uno, que cuando tuviese que marchar de este mundo, aquel tipo ardiese en el infierno el resto de la eternidad. Pero solo le duró un instante, como siempre, que para algo era Dios y había inventado la empatía. Así que optó por dar media vuelta, refunfuñando por lo bajo improperios en arameo, y convencido que por allí no pasaría.

Mientras tanto, el hombre lo veía alejarse, mientras por el pinganillo la voz de su coordinador le preguntaba si todo iba bien por allí.

-Sí, aquí todo bien, ningún problema. Tan solo un viejo barbudo y pesado que decía ser el padre de uno de los artistas, y que intentaba colarse, pero ahora ya se ha ido. –Luego, no pudo evitar continuar con un tono de triunfo y auto satisfacción- Es que por aquí, sin acreditación, no dejo pasar ni a Dios.

17 de junio de 2011

En el pais inexacto.

Vivimos en un país inexacto, sin duda. ¿Porqué digo esto? A raíz de las acampadas y manifestaciones de los Indignados, se han producido una serie de situaciones que han puesto a la clase política delante del espejo, enseñando sus vergüenzas a todos, pero sobre todo a ellos mismos. Ahora toca que realmente se vean y descubran, ¡oh!, sorpresa, que están haciendo las cosas rematadamente mal, comportándose como una auténtica casta, la de los políticos de carrera, en la cual no arriesgan nada, ya que ni los jueces son capaces de apartarlos de sus cargos, y para colmo son los mismos ciudadanos los que les siguen votando. Y es que este país se merece lo que tiene, y tal vez sea lo correcto, pues de donde hay un hilo de agua no puedes esperar un manantial. Y todos a beber de la fuente, claro.
Es significativo también que, como ha pasado, cuando a un indignado le toque la lotería, abandone a sus compañeros. El dinero no entiende de patrias, parece decirnos en su huida, y tampoco de ideologías, ya que es una por si mismo. No es igual tener valores que tener billetes, parece haber pregonado este desertor a la causa con su acto de huida. Un yo a lo mío de lo más elocuente. Algo así como un ande yo caliente..., pero multimillonario. Yo si que estoy indignado con ese indignado, pero también con las cargas policiales, con los alborotadores que desvirtúan el mensaje del pueblo en beneficio de una más que discutible necesidad de guerra de guerrillas, pero sobre todo con unos políticos que, teniendo que trabajar para el pueblo, y muy bien pagados que están por ello, lo único que parecen buscar es el propio enriquecimiento personal a través del abuso de poder.
Y es que a veces dan ganas de coger la tienda de campaña que guardo desde hace veinte años en el altillo, e irme a plantarla a otro país menos inexacto que este, donde los mensajes de sus políticos no estén tan llenos de proclamas al seguidme a ciegas, sino que sus ciudadanos sepan a quien eligen realmente para guiarlos. Por favor, que alguien me de un mapa para poder llegar.

10 de junio de 2011

El ego egocéntrico, o como envidiarás al vecino.

La envidia es mala compañera, creo que nadie puede dudarlo. Se dice, lo hacen algunos para justificarse, que hay dos tipos de envidia. La negativa y la positiva. Según esta teoría, la negativa es aquella envidia que conlleva rencor, que hace que no soportemos la felicidad del próximo (si, próximo, porque prójimo me suena demasiado dogmático), mientras que la positiva es aquella que hace que no odiemos porque sí el peinado estiloso de nuestra amiga, ni el coche imposible de alcanzar de nuestro compañero de trabajo (perdón por los estereotipos), sino que, simplemente, nos esforcemos por ser aquello que envidiamos. Pura teoría, está claro, porque para mí, y es mi impresión totalmente personal, no existe la buena envidia, así como no existe el buen ladrón, sino que pura y llanamente depende de si la sentimos nosotros o no. Porque, vamos a ver, ¿Quién no ha sentido alguna vez envidia de alguien? No mintáis, que os crece la nariz y Pinocho a vuestro lado es un mero aficionado. ¿Es que nunca habéis criticado a nadie por su forma de ser, o de vestir? No me lo creo. Fijaros bien en vuestros recuerdos, y creo que no tendréis que esperar mucho para encontrar alguna situación, si sois sinceros. Y es que, ya lo decía mi abuela, la envidia es muy mala, tanto, que no nos deja disfrutar de lo que tenemos. Y en parte, esto es cosecha propia, lo es porque nace de nuestro ego, ese ego que formamos de pequeños, y que nos hace pensar que tenemos derecho a tener todo aquello que los demás poseen. ¿Y por qué yo? Respuesta de nuestro ego: porque yo lo valgo. Para un anuncio vale, pero para la vida real, es más bien complicado de aceptar. ¿Dónde nos llevaría pensar que en todo momento es injusto que los que nos rodean tengan algo mejor que lo nuestro? Simplemente a la envidia. Y en eso no hay afán de superación, solo ego autocomplaciente. Lo quiero, y ya está. Deseo la mujer de aquel, o el marido de aquella. Mi televisión no es en tres dimensiones, y la de aquellos sí. ¿Por qué su coche tiene elevalunas eléctrico en los asientos traseros y el mío no? Es que su casa es más grande, tiene más habitaciones o tiene lavavajillas y yo no. Su marido es un manitas y el mío no cambia una bombilla ni aunque tenga que leer con velas.

En fin, que todo es puro teatro, y del bueno. Vivimos pendientes de los demás para afianzar nuestra propia imagen. La envidia proviene del ego, que se alimenta de la autosatisfacción, y sin embargo a veces lo mejor es mirarse a uno mismo, para descubrir que la mejor manera de no envidiar, o de intentarlo, es saber reconocerse como personas falibles, como imperfectos. Y que por mucho que nos rodeemos de aquello que los demás tienen, los disfraces tan solo son para el carnaval.

8 de junio de 2011

La conspicua mirada de un extraño.

Liquidado por su propia mirada, el hombre no tuvo otra salida que rendirse. Demasiado peso el de luchar contra aquella necesidad. Verla, pensó, no era suficiente, ya que sus impulsos se estaban convirtiendo, paulatina e inexorablemente, en instintos primarios. Porque, hay que admitirlo, existen cosas en el mundo, situaciones, en las cuales te sientes como un invitado a un banquete orgiástico de los sentidos. Como dice la canción, pensó, verla fue perder. Y sabía, por lo demás, que tenía que ser rápido en el intento de conquista. Muchos eran, son, los que deseaban llevársela, a pesar de su intangibilidad, de su apariencia lejana, de su frialdad. O tal vez fuese eso, su frialdad, lo que la hacía más turbadora. El calor del momento hacía que ya sintiese ese extraño rumor en su estómago, que se deleitase solo con la aproximación, con imaginársela siendo enteramente suya, fiel esclavo de la propiedad, del disfrute del momento en que pudiese poseerla enteramente, que fuese tan solo para él. Porque las cosas maravillosas, él lo sabía, no se comparten, y eso también le aterrorizaba. ¿Y si la acababa perdiendo? ¿Y si todo el esfuerzo resultaba baldío, insatisfactorio, al final? Siempre había meditado mucho sus acciones, pero delante de ella, nada parecía imposible, ni siquiera traicionar a aquella con la que tanto tiempo llevaba. Tal vez solo sea esta vez, pensó para tranquilizarse. Tal vez solo se trate de disfrutar del momento, de olvidar los remordimientos, porque, además, ¿quién iba a enterarse? Miró hacia el resto de la gente. No conozco a nadie, o eso creo. Da igual, pensó, yo no me puedo resistir a ser feliz junto a ella, aunque sea por un momento. ¿Quién se lo iba a notar si a nadie se lo explicaba?
Se acercó, por fin, casi tímidamente, intentando mantener la mirada sobre ella, sustrayéndose de los adelantados remordimientos, hasta estar tan cerca como para poder hablar y ser escuchado.

-¿Me pone esta tarta de manzana, por favor?

Y mientras el dependiente de la pastelería se la envolvía, el hombre no podía dejar de pensar lo feliz que sería comiéndola, y que, al fin y al cabo, nadie se enteraría si traicionaba la dieta por un día.