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27 de junio de 2008

Tito, Agus, el gordo y yo. (I)



Hay veces que los recuerdos , cuando reaparecen, difieren en nuestra memoria, mostrándonos aquello que el tiempo ha querido resguardar del olvido, por muchos años que hayan pasado desde la propia infancia.
Por eso, cuando aún hoy recuerdo aquella tarde de octubre, nublada y fría, me veo, desde mis más de veinte años de distancia, listo para un nuevo reto. Aún puedo sentir aquella misma impaciencia mientras llegaba al parque, y divisaba el arenal, rodeado de árboles que ya habían perdido todas sus hojas. Incluso hoy puedo distinguir perfectamente la inconfundible figura del gordo Olguín, con su vieja pelota de cuero roto bajo el brazo izquierdo.
El gordo había venido de Argentina dos años atrás, y había encontrado en el colegio, y en nuestro equipo del parque, una manera rápida de integrarse en el barrio. La verdad es que, a pesar de tener once años, uno menos que nosotros, su cuerpo nos doblaba en proporción, sobre todo a lo ancho. Casi cada sábado, desde que habíamos empezado el colegio, no se había perdido ninguno de nuestros partidos, aquellos que organizábamos contra improvisados adversarios. Y, como casi siempre, vestía un jersey amarillo de cuello alto, una gorra vieja que había pertenecido a su abuelo y que le iba no sé cuantas tallas grande, y unos pantalones cortos por la rodilla. Parecía un portero de aquellos que aparecen en los libros de historia. Él decía que su abuelo había jugado en el equipo de San Lorenzo, allí en Buenos Aires. Y aunque de lo que decía el gordo, realmente nunca te podías acabar de fiar, había traído una vez una foto antigua de un portero que él aseguraba que era su abuelo. Los demás la mirábamos fascinados, ya que ninguno tenía un familiar de tanto pedigrí en la familia. Nunca volvimos a dudar del gordo Olguín.
Me acerqué con una media sonrisa, que él me devolvió con igual desgana.
-¿Qué hay, gordo? ¿Somos los primeros?
Me devolvió una mirada de incomprensión, mientras se encogía de hombros.
- Hola, Alberto. Se ve que sí. Yo ya llevo un rato esperando –levantó la vista al cielo- y como no se den prisa, nos va a llover.
-¡Ya veréis que no! –resonó detrás nuestro una voz.
Los dos nos giramos a la vez. Era Agustín. Cuando llegó a nuestra altura, palmeó en nuestras espaldas.
-Perdonadme, chicos, pero es que mi madre no me ha dejado salir hasta ahora. Ya veis, todo por un cuatro en el examen de matemáticas del martes. Si es que el señor Minguez me ha de fastidiar en casa, y hasta los sábados.
El gordo y yo no pudimos aguantar la risa. Agus era un pelirrojo con la cara llena de pecas, nuestro delantero, el que llevaba la pelota pegada a los pies. Nuestra figura, vamos. Sin él, los partidos del parque de los sábados no serían lo mismo. Todo un artista, vamos, que estaba a punto de entrar en los alevines del Barcelona.
-Ya solo falta por venir Tito –dije
-Y los del otro equipo –Me rectificó el gordo.
Y es que los otros era un grupo de chicos rumanos que hacía poco habían llegado al barrio. Este sería el primer partido que jugáramos con ellos. Y era el primer partido que jugábamos contra un equipo de "verdad", unos rivales organizados. Levanté la vista, intentando ver a lo lejos. Ni rastro de los rumanos, ni de Tito.

-Me parece que, a este paso, va a llover -repitió el gordo.

-No seas gafe -le replicó de mala gana Agus-, ya verás como aparecen enseguida.

Y en efecto, como por arte de mágia, cuatro chavales rubios aparecieron detrás de los árboles.

La verdad es que, fícamente, no eran nada del otro mundo. Algo bajitos dos de ellos, un tercero extremadamente delgado, y el otro con cara de querer romper toda la vajilla. Cuando se acercaron, el más delgado levantó la mano en un gesto como de saludo.

-Hola, ya estamos aquí -dijo, con un ligero acento-, ¿preparados para perder?

Ante la prepotencia del comentario, los otros tres se echaron a reir, intercambiando entre ellos palabras que nosotros no comprendíamos. El gordo se echó a temblar, mientras que Agus y yo nos miramos con aire de incredulidad.

-Bueno, ¿qué?, ¿empezamos? -dijo el de la cara furiosa, quitándole al gordo, de un manotazo, la pelota del brazo, y poniéndose a tocarla sin dejarla caer al suelo.

-Es que nos falta uno -Fué lo único que se me ocurrió decir.

Justo en aquel momento, unos pasos resonaron sobre las hojas secas del suelo. Corriendo, a lo lejos, se acercaba una figura diminuta, todo nervio, agilidad y rapidez. Ese era el Tito.

La verdad es que sin él, no creo que nos hubiésemos atrevido a enfrentarnos con aquellos cuatro. Nuestra confianza en el Tito era ciega, total. Él era nuestro mejor jugador, el que marcaba las diferencias. Para nosotros era como tener al mejor jugador de la liga. Lo hacía todo bien. Corría, driblaba, disparaba a portería. De hecho, casi todos nuestros goles los metía él.

-¡No hay partido sin el Tito! -gritó Agus, que para eso de las películas era un fiera.

-Bueno, ahora sí podemos empezar -pareció sentenciar el rumano de cara furiosa, ya un poco impaciente.

-Está bien, -Me atreví a hablar por nosotros cuatro- ¿quién saca primero?

24 de junio de 2008

Viaje de estudios a Devon y Londres, Junio 2008

Estas son algunas de las fotos que Marina, mi hija mayor, ha traído de su viaje de estudios a Inglaterra. Os confirmo que me ha autorizado a ponerlas, y de paso, ver lo mucho que ha progresado en el manejo de la cámara de fotos...ja,ja, espero que no se me enfade....



























18 de junio de 2008

La mirada de la muerte.


He de reconocer que nunca me han gustado los toros. Ni como arte, ni como fiesta, ni siquiera como mero entretenimiento. Creo que es un burdo remedo del enfrentamiento entre la naturaleza desatada representada por el toro herido, y la ciencia humana, llevada al centro del ruedo por el torero. Puras especulaciones.

Sin embargo, llama la atención el caso del archifamoso torero José Tomás. Viéndole irredente delante de la muerte, petrificado en su obstinada postura, uno se pregunta qué busca. Porque sus cogidas son innumerables, dicen que su valor infinito, y que su cuerpo lo recubren las heridas que, como dice Jovanotti en Mezzogiorno, parecen señales de Dios. Su desprecio hacia su propia suerte resulta desconcertante. No le importa que su cuerpo esté magullado, su rostro sangrante, ni siquiera estar lacerado de heridas. Siempre vuelve al ruedo con ojos de desafío, casi de odio. Parece que esté probando a la Parca. Y esta se deja llamar pocas veces antes de acudir.
Pero lo más desconcertante es ver cómo, después de años retirado, con mujer e hijos, haya vuelto como buscando venganza sobre sí mismo, representando sobre la arena una constante flagelación, como si hubiese de pagar una deuda, de cumplir una promesa. Y lo más triste, es ver el espectáculo de gente pagando cifras astronómicas, seguramente por el morbo de poder decir que estuvieron allí el día de su muerte, un trofeo más valioso para ellos que ver desangrarse al pobre toro, convidado de piedra en este caso.
El torero, ofuscado en la búsqueda furiosa de la muerte, es jaleado por enardecidas gargantas que, en el fondo, solo quieren verle caer por última vez...y a esto lo llaman fiesta.