Buscar este blog

7 de mayo de 2008

Cuando solo podemos llorar en silencio.


A él nadie le había explicado el significado del sufrimiento, y tal vez por eso no lo había visto venir. Sin embargo, solo podía culparse a sí mismo, porque si no, ¿cómo argumentar el haber llegado hasta este extremo? Sus padres siempre le habían dicho, desde pequeño, que no podía ser que todos los demás estuviesen equivocados, y solo él tuviese la razón. Y era lógico, el peso de muchos delante del individuo, aplasta. Hasta eso parecía irle en contra. Y sin embargo, él seguía creyendo que aquello era completamente injusto, que él no tenía culpa de nada, que no se podía justificar lo que le estaba pasando. Sentirse perseguido e incomprendido es una carga muy pesada. Cuántas veces había llegado a sentir que no podría llevarla más, que era necesario acabar con todo. Y por encima de otra cosa, aquel silencio, moral y físico, al que se había sometido. Pero, ¿cómo explicarlo sin sentir vergüenza de sí mismo?¿cómo hacerlo sin destruir su exánime autoestima? Tal vez por ese motivo había acabado solo, sentado en el suelo, la cabeza entre las rodillas, y llorando en la oscuridad, rezando para que nadie escuchase sus lágrimas, para que nadie más sintiese nunca lo que él estaba pasando.
Hacía mucho tiempo que él sabía qué significaba ser alguien extraño, fuera de lo que los demás consideran la normalidad. Ser diferente era así. Te sientes discriminado solo por llevar gafas, ser patoso, cojear algo, tartamudear, estar demasiado gordo o demasiado flaco, tener otro color, ¿qué más daba? Es lo que tiene ser diferente, que no se encuentra motivo para no serlo. Y eso hace que uno mismo piense que se merece la marginación, el desprecio, los golpes, las risas sádicas...el olvido.
A eso había llegado él. A ser olvidado, pero a la vez a querer ser aún más invisible. Porque, cuando durante años nadie cuenta contigo, cuando no hablas por no sentir las risas de los demás, cuando nadie te da la mano, ya no para tendértela, sino tan solo cogértela, pierdes la estima en tu propio ser. Y si además, se produce un muro de silencio a tu alrededor, del que acabas siendo cómplice porque piensas ¿para qué, si no me creerán?, terminas sintiendo que tu sitio no está precisamente allí. Porque enfrentarse a las situaciones, decirlo, es muy fácil, sobre todo cuando no lo padeces, pero cuando te abruma lo inevitable de tu destino diario, el punto de vista cambia. Entonces, ya nadie te cree, nadie te quiere escuchar. Como si te lo inventases todo. No se sentía como Juan Dahlmann, el protagonista de El Sur, enfrentándose a su trágico destino como un hombre de una pieza, tan solo acompañado de su pasado. Él no se sentía capaz de eso. A él no le amparaba más que la soledad.
Por eso, o tal vez por nada, se quitó las gafas y se secó las lágrimas con la palma de la mano. Había sonado el timbre, tenía que ir a clase. Prefería ser el último en entrar y sentarse, como siempre, atrás, apartado, distraído.¿A quién le importaba, si nadie compartía la alegría con él? Si los profesores decían que todo era cosa de niños.
Finalmente, se apoyó en la humedad del lavabo, sorbiendo sus mocos en la oscuridad. El pelo rizado estaba sucio, de haber caído en el patio de tierra. Una zancadilla más, otras risas más, otra humillación más. Siempre solo, siempre apartado. Sin embargo, ya eran unos cuantos años esperando que cambiase la suerte, y para tener solo once, aquello le estaba pareciendo una eternidad.
Abrió con cuidado la puerta, rezando para que nadie le hubiese visto llorar. Solo faltaba eso, dentro del repertorio que tenía que aguantar el "rarito". Por ese motivo recorrió el patio pegado a la pared, como un fantasma que se transmuta en incorpóreo, y también por eso le desagradaba el murmullo de las voces de los otros niños al llegar a la clase. En aquellos momentos, todo en su interior se convertía en miedo, en infinita tristeza de ser diferente, que nadie le hablase por mucho que él lo intentase. Su vida en el colegio se había convertido en un estar detrás, como si no existiese.
Hoy, cuando llegase a casa, y sus padres le preguntasen cómo había ido el colegio él, con la cara circunspecta, y la voz hosca, les respondería que como siempre.¿Para qué decirles la verdad, si no eran capaces de verla?. Por eso pensaba que solo podemos llorar en silencio.