Durante la partida infinita que es la vida, tenemos el suficiente tiempo para ser cualquiera de las piezas que queramos del juego del ajedrez. Todo depende, por supuesto, del momento que estemos pasando. A veces seremos peones negros, siempre al albedrío de un rey o una reina blancos, que marcan el sentido de nuestro corazón, nuestros impulsos casi imposibles, tan difícilmente irrefrenables. En otras ocasiones, sin embargo, nos sentiremos grandes torres, fuertes, impasibles, y creyéndonos capaces de aguantar todo lo que nos venga por delante, por mucho que esto sea totalmente inesperado. El alfil está entroncado vagamente con el peón, porque nos creeremos capaces de todo cuando nos imaginemos, vana ilusión, el centro del deseo del rey o de la reina. Y qué decir del caballo, siempre moviéndose entre el resto de las piezas, como si con él no fuese la partida, cambiando de caprichoso humor, seguro y estable por fuera, desconfiado y nervioso por dentro. Es, personalmente así lo creo, la pieza más fascinante del juego, la más desconcertante de la partida, la única que tiene el privilegio de cambiar de dirección en el mismo único movimiento. Impulsivo escondido, nadie sabe si lo que hace lo está haciendo porque quiere o porque le obligan las circunstancias. Por eso, durante muchos de los momentos de la vida, en nuestras relaciones con los demás, adoptamos una personalidad u otra del juego del ajedrez. De ese ajedrez infinito en el que todos nos convertimos, jugando en el tablero sin fin que son las relaciones que tenemos con los demás, una partida tan fascinante como arriesgada. Y a cada movimiento que hacemos, más nos acercamos al otro lado del tablero, ese al que todos queremos conseguir llegar.