Lo insignificante, creo, solo es un valor que nos damos cada uno, o que algunos nos dan, y que en ciertas circunstancias resultan contradictorios entre sí. Puedes verte, desde luego, insignificante en relación a algo de magnitud mucho mayor pero, a la vez, puedes creerte mucho más importante de lo que en verdad eres respecto a aquello que te rodea. A este hecho se le podría denominar prepotencia, o tal vez soberbia, o incluso papanatería, simplemente porque creerse más por cualquier motivo es caer en el error de pensar que nadie nunca podrá ser mejor que tú, y eso es realmente como llevar los ojos vendados. A veces ser insignificante está bien, porque te permite llegar más lejos, continuar una búsqueda, ensanchar tu mapa vital. Ser demasiado importante solo da responsabilidades de cara a los otros, ya que parece que ya hayas conseguido la meta y no puedas errar. Ser profeta es realmente cansado. Además, aquel que por equivocación se cree tanto como para tener razón en aquello que piensa, y no aceptar que haya más posibilidades que la suya propia, se pierde la oportunidad de seguir creciendo. Porque cuando escuchamos, aprendemos, y cuando hablamos solo aprendemos de lo que ya sabemos. Eso si, no me hagáis caso y haced lo que queráis, porque como dice mi amiga, estamos de paso, y eso nos da una idea de lo que realmente valemos.
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31 de mayo de 2011
La insignificancia de sentirse importante.
28 de mayo de 2011
El gato y la caja de galletas.
Bruno era un gato persa ya mayor, aunque si pudiésemos preguntarle a él cómo le gustaría llamarse, seguro que diría que solo era un gato ya no tan joven. Gordo, de un hermoso pelo dorado, sus ojos escrutaban siempre todos los rincones de la casa, y estaba acostumbrado a recorrerla en pisadas silenciosas, lentas, perezosas, siempre en busca de algo nuevo con lo que entretenerse en su monótona vida diaria. Día tras día, siempre las mismas cosas.
Un día en el que paseaba de vuelta después de comer, no, más bien de engullir, aquella comida de lata que sus dueños solían ponerle, y al pasar delante de la mesa de la cocina, notó cierto olor diferente a los acostumbrados. Desde el suelo, localizó la procedencia de aquel aroma dulce. Provenía de arriba de la mesa, sin duda. El olor era tan agradable que hizo que Bruno, en toda su plenitud de animal doméstico acostumbrado a no hacer nada relevante, decidiese explorar y arriesgarse a lo poco conocido. Así que saltó sobre un taburete, algo que un gato joven y no castrado podría resolver sin problemas, pero que a él le suponía un esfuerzo máximo, poder caerse y acabar haciéndose daño, porque si algunos humanos no crían en una segunda vida después de la muerte, ¿iba él a creer en siete?. Y encima, el taburete había sido solo la mitad del camino, porque aún faltaba llegar desde allí a la mesa. Miró el borde desde donde estaba. Resultaba realmente tentador el olor, cada vez más intenso, y que le embriagaba todos sus sentidos. Finalmente, después de unos segundos de resuello, saltó en una grácil figura hasta llegar a lo alto de la mesa. Cuando estuvo allí, sigiloso como siempre, se dirigió hacia el único objeto que tenía delante.
Era una caja, una de esas preciosas cajas de metal con dibujos de colores, que brillaba a la luz de la mañana que entraba por la ventana de la cocina. Se acercó con curiosidad. Ahora el olor era casi una llamada salvaje al hedonismo, y disculpen la comparación, pero Bruno era un gato culto. Dio la vuelta a la caja de metal, buscando la forma de poder acceder a aquel tesoro de los sentidos olfativos. Finalmente, y después de sacar las uñas y arañar la tapa, desistió de su vano intento. Sin embargo, y cuando ya pensaba en la bajada, para su regocijo encontró unos minúsculos trocitos de galleta. Pasó su áspera legua sobre ellos, llegando a la sublime sensación de que nunca había sido tan dichoso como en aquel momento, hasta no dejar ni rastro de aquella delicia. Cuando se hubo cerciorado que no quedaba nada de aquel tesoro danés, bajó hasta el taburete y luego hasta el suelo, para después desplazarse rápidamente hasta su almohada, donde ronroneó de felicidad y se lamió las patas en busca de algo que quedase de las galletas…y así se durmió, siendo el gato más feliz de mundo, si no incluso del Universo.
Al día siguiente, al pasar por la cocina, ya no olía a aquel maravilloso aroma a galleta danesa, y es que tampoco estaba allí la caja. ¿La habrían puesto en otro sitio? ¿Le habrían dado ya buen fin a su contenido? Sus dueños, tenía que reconocerlo, eran realmente golosos. ¿Habrían sido ellos? Bruno tuvo que desistir, desilusionado,y así estuvo hasta tres días sin tener noticias de la caja.
Sin embargo, al cuarto día, aquella brillante caja de hermosos colores volvió a aparecer sobre la mesa, lo que hizo que Bruno abriese totalmente sus enormes ojos amarillos. ¡Por fin! Había vuelto la tentación a su vida.
El gato saltó, esta vez con gran facilidad, hasta la mesa. Se acercó rápidamente hasta el objeto de sus deseos, observó con regocijo que la tapa estaba abierta y, con gran precisión se abalanzó con el único objetivo de hacerse con el máximo número de aquellas deliciosas galletas…sin embargo, el abrir la tapa, meter la pata dentro de la caja, y maullar de dolor fue todo uno. Sus dueños habían cambiado las galletas por hilo y agujas, y Bruno se había pinchado con una. Y es que no hace falta ser gato para saber que, aunque las cosas parezcan, no siempre lo son…la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay, Dios!