¿Cómo se puede estar
destinado a algo en la vida? Si nacemos de nuestros propios principios, de las
manos de aquellos que nos trajeron al mundo, de todos aquellos que, queriéndolo
o no, nos han ayudado a crecer, a ser nosotros mismos, a tener fe en nuestras
fuerzas, en nuestras ilusiones, en nuestros proyectos, nos han enseñado algo en
la vida, nos han dejado una huella imborrable porque forma parte de nuestra
experiencia, nos han dado la mano para salir de innumerables pozos, o incluso de
aquellos que nos han dejado tirados y eso nos ha servido para aprender algo,
¿porqué hemos de creer en el destino y no imaginar, aunque sea más difícil de
creerlo, que este destino lo podemos crear nosotros mismos? Día a día, momento
a momento, equivocados o no, felices o no, ilusionados o no, solo nosotros
tenemos la voluntad y el derecho de poder seguir los pasos que deseemos, sin
ser prejuzgados por ello por nadie ni
ninguno de los que nos rodean, de los que nos atisban, aún desde la lejanía de un
parapeto de buenas intenciones. Nadie, absolutamente nadie, tiene la capacidad
de decidir por nosotros. Nuestro destino nos pertenece aun a expensas de
equivocarnos y perder, ya que nadie va a pagar un precio más elevado que
nosotros mismos si erramos el tiro. Pero tampoco nadie va a recibir tanto si
podemos trazar un camino mejor. La libertad de elegir el error es aún más
necesaria que la de exigir el eterno acierto, ya que de eso se llena la palabra
vivir, de no acomodarse en lo seguro y poder decidir en cada momento aquello
que queremos hacer, siempre que el daño en caso de error solo recaiga en
nosotros. No moverse te deja en la foto, pero también hace que el tiempo pase a
tu alrededor y solo acabes siendo el recuerdo de una figura decorativa. Y para
conseguir nuestro destino, solo cabe una manera, y es decidir qué hacer con él mientras aún lo tengamos en nuestras manos.