He vuelto a cerrar todas las ventanas, como siempre hacía antes de ti, hasta que solo la penumbra me acompañase. Casi a oscuras, me he dirigido delante del espejo, allí donde tantas veces te he intuido, te he visto,detrás de mi propia imagen, mirándome desde tus ojos pintados en el difuso reflejo.
Hoy, sin embargo, por primera vez en tanto tiempo no te he visto, y ahora, se por fin que tal vez nunca hubieses estado allí. Te he buscado en tantas otras miradas, en tantos rostros, que creí que alguna vez realmente te había encontrado. Pero ya he comprendido, por fin ahora, que solo veía pequeños pedazos imperfectos de ti en cada uno de ellos, y que aquello que realmente buscaba, nunca lo encontraría completo en nadie más. Tantos rostros y ninguno eras tu. Tanto tiempo engañado, imaginando que te podia retener, y solo eras una ilusión escondida detras de un deseo. Nunca te encontraré por mucho que te busque. Ya no estás, eso ahora lo sé, así que solo queda abrir las ventanas de mi vida y decirte adiós. Nunca serás real, porque siempre has sido un imposible sueño perfecto. Tan solo un deseo desvanecido que no me ha permitido alcanzar la realidad. Hasta ahora.
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18 de febrero de 2013
Tu reflejo perdido.
29 de diciembre de 2012
El muro infranqueable.
Desde niños nos enseñan que hemos de decir la verdad. Nuestras madres y nuestros padres, núcleos unívocos de la familia, sea esta unicelular o pluricelular, e incluso multicelular, que todos los postulados son válidos excepto para la santísima iglesia católica, nos inculcan el deber de la confesión verdadera ante sus preguntas, sin explicarnos que lo que más desean, realmente, es que no les mintamos a ellos. Sin embargo, es pronto, todavía en la más tierna infancia, cuando se desmontan sus teorías ante nuestros ojos cuando, alejados de toda malicia, se nos ocurre decir lo que piensan nuestros progenitores de los amigos, o les dejamos con las partes al aire al descubrirlos en una contradicción. Entonces, y es a partir de ese justo momento que nos damos cuenta, nos tratan como pequeños traidores que tenían que haberse enterado autodidactamente que no podíamos decir la verdad. Es como Eva y la manzana, te desnudan de aquella inocencia que te han inculcado tan ferreamente y que ahora parece molestarles tanto. Contradicciones de adultos que tu no entiendes, te dicen en el mejor de los casos, y que tu repetirás con tu progenie, ya que la naturaleza humana es la que es.
Por eso, al llegar a la adolescencia, y a partir de aquí más allá, aprendes que las mentiras forman parte de tu vida. ¿Porqué mentimos? Bueno, lo hacemos porque la verdad que ocultamos, si se supiese, nos llevaría a no ser comprendidos, o a perder lo que tenemos, o a herir a otros, o sencillamente a ser juzgados injustamente. He dicho otras veces que la mentira es un acto lícito de defensa ante las miradas intolerantes o ante alguien, o algunos, que nos pueden dañar. Ciertamente me reafirmo en ello, pero también creo que existe mucho de lúdico en la mentira, cuando esta forma parte de un acto social. Hay gente que la puede utilizar para engañar, es cierto, pero también es utilizada para aparentar, o simplemente para herir. También está la mentira inconsciente, que está basada en intuiciones sin confirmar, y que dicha y utilizada por personas egoístas pueden hacer daño a terceros. Sin lugar a dudas, encontraremos la mentira auto defensiva, esgrimida por miedo a las consecuencias de lo que hacemos, o la no menos afamada mentira piadosa, que es aquella que utilizamos cuando nos creemos en posesión del don de decidir si otro ha de saber o no alguna información, utilizada básicamente en enfermedades y males de amores.
En definitiva, la mentira no es algo intrínsecamente malo, si no que es su uso la que la convierte en detestable, o no, por lo que las personas, los grupos, somos finalmente responsables de su utilización positiva o negativa, y de que haya gente que la tenga que utilizar como un muro infranqueable de silencio que salvaguarde su intimidad ante ojos ajenos, aficionados a llenar su vacía soledad con la vida de los demás.
14 de diciembre de 2012
A que llegue.
Corté la carne con el cuchillo más afilado, luego vino la cebolla, la grasa de pella, las patatas, el pimentón dulce, el comino y el ajo molido. Más adelante, los huevos duros y la cebolla de verdeo, ya que todo tiene que quedar bien jugoso. Luego, a esperar que todo cueza, disfrutando de un buen vino blanco, y releyendo por septuagésima vez las páginas de Benedetti, ya manchadas de eterno y nostálgico aceite, mientras mato el tiempo pensando por qué hay tan pocas cosas que sazonen la vida. Huelo entonces, embriagado, el aroma de la comida recién salteada al fuego. Ahora solo falta esperar la compañía deseada para admirar, con envidia lo reconozco, cómo la servilleta recorre sus labios húmedos.
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