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14 de junio de 2009

Después del naufragio.

A veces, sin darte cuenta, pasan cosas inesperadas en la vida, como que encuentres a amigos que nunca habías imaginado llegar a conocer, y que además, después de un cierto tiempo de convivencia social o laboral, alguno de estos acabe siendo algo más que amigo o amiga, aunque no debería serlo. Creo que se me entiende. Y si esa relación de más que amistad entre dos personas que no estaban destinadas a conocerse, acaba de una manera, digamos que significativamente nefasta para los dos, las cosas se complican. Y si hay terceras y cuartas personas, aún más, por lo que tal vez sea mejor pensar que lo coherente sería olvidar el pasado, procurar borrarlo, e intentar una huida adelante que nos permita distanciarnos de esa persona que nos puede hacer daño. Pero, delante de la obviedad de que mejor es inventar una nueva vida que nos ayude a olvidar y ser felices, también está la necesidad de no dejar atrás tantos recuerdos. ¿Es posible olvidar a alguien porque nos pueda hacer daño que nos relacionen sentimentalmente con él? Creo que como método de defensa emocional, puede servir temporalmente, pero en el fondo todos los seres humanos adultos tenemos la innata tendencia a buscar la felicidad, y para ello intentamos completar aquello que no tenemos o, de otra manera, que nuestra pareja no tiene. Muchas veces, en el caso de las mujeres, se busca la ternura, la consideración, el sentirse escuchadas que un largo período de estar en pareja puede haber enterrado. También funciona, creo imaginar, la necesidad de vivir una emoción, algo que nos aleje de la rutina. Y en eso coinciden con el hombre, creando un primer punto de contacto. El hombre además, y por lo general, se plantea la necesidad perentoria de gustar a otras mujeres, como refuerzo de su propia autoestima, que el inexorable paso del tiempo hace que disminuya paulatinamente. Porque, una vez planteadas las necesidades, nos queda pensar que en cada momento de nuestras vidas estas mismas pueden variar, y lo que a los veinte no le dábamos importancia, a partir de los cuarenta adquiere otra dimensión mucho más trascendente. Porque parece que hemos de buscar constantemente nuevos estímulos que nos hagan seguir, lo que hace que caigamos en las mismas reiteradas situaciones. Porque tan lícito como querer encontrar a alguien que nos complemente, es caminar nuevamente solos cuando esta persona ya no nos da aquello que necesitamos. Es inútil aferrarse a un madero que no flota, después de un naufragio. Más vale nadar hacia una playa, aunque nos parezca lejana y desierta, en busca de algo nuevo que nos haga sobrevivir. Y aunque el esfuerzo pueda llegar a ser extenuante, tal vez cuando logremos llegar a la orilla, la recompensa nos hace sentir mejor. Siempre hay vida después del naufragio.

10 de junio de 2009

Cualquier cosa bajo el cielo.

Esta mañana, como casi todas las de mi semana, estaba preparando el desayuno para toda la familia, antes de la estampida general, cada uno a trabajar o estudiar, y mientras hago esto, tengo de fondo las noticias de la televisión. Hoy, de estas, la que más me ha llamado la atención no ha sido ninguna que tuviese que ver con la crisis mundial o local, con el precio del petróleo, el cambio climático o la violencia de género. Lo que me ha impactado, y perdón por la posible frivolidad en comparación con las diferentes noticias catastróficas que son el pan de cada día, ha sido la imagen, en primer plano, de unos policías apuntando a otros. Esto ha sucedido en México, pero si la televisión no hubiese tenido sonido, aún ahora juraría que se trataba de estados Unidos. Pistolas, rifles, cascos, uniformes, violencia. Pero en la imagen me faltaban los "malos" habituales. ¿Donde estaban los ladrones, los antisistema, los narcotraficantes? Allí solo se veían policías con uniformes negros apuntándose unos a los otros. Y en esa mezcla de imágenes, se hacía difícil saber quienes eran los que defendían la ley y quienes la estaban violando. Si me dicen que es una secuencia de una película yankee me lo creo, y además pienso que estos de Hollywood son unos exagerados. Sin embargo, lo más significativo de las imágenes era que, si en lugar de policías locales contra federales, les hubiésemos cambiado sus uniformes por ropa rapera, tatuajes, y peercings, y hablásemos de dos bandas callejeras rivales, ahora hablaríamos de la inseguriad en las calles. Y es que, cuando la realidad supera a la ficción, la interpretación de aquella nos deja alejados de la profundidad de los hechos. ¡Y para que luego me digan que yo soy el que tiene demasiada imaginación!

3 de junio de 2009

Imaginar a los demás.

En estos días de intenso calor, donde el bioritmo del cuerpo baja hasta mínimos de mera supervivencia, lo que significa que, en mi caso, me lleva a tener solo ganas de querer estar en la playa y soñar despierto, mi mente se pierde imaginando historias imposibles de escribir después. Porque unos de mis múltiples defectos, y siento hablar aquí de mi, es imaginar la vida de los demás. Si, lo reconozco, soy un voyeur de la realidad ajena. Me explico. Si veo una pareja paseando por la calle, hablando tranquilamente, yo me fijo en cómo visten, se miran, gesticulan, los adornos que puedan lucir, y a partir de esos elementos, mi imaginación vuela sin que yo pueda impedirlo. De hecho, no me apetece hacerlo, lo reconozco, porque disfruto imaginando lo que ellos son. O lo que no son. Y todo ello pasa tan solo durante unos segundos por mi mente, lo que hace que, en ese breve lapso de tiempo, ellos, de alguna manera, me pertenezcan. Son parte de lo que yo creo, de lo que yo vislumbro, que, equivocado o no, remoto o no de la realidad, es mi verdad. Y no le hago daño a nadie haciéndolo. Lo digo porque esto me pasa desde los doce años, y desde entonces, si imaginarme la vida de los demás fuese dañino, más de uno habría sufrido las consecuencias. Por otro lado, el hecho de imaginarme lo que no me importa, ha hecho que, delante de los demás, sea una persona tímida, que intenta no molestar, sobre todo porque pienso que puedo estar equivocado en mis apreciaciones.Una vez, hablando con una muy buena amiga sobre este tema, esta me dijo que esto que me pasa, y que a veces me hace sentir que me inmiscuyo en la vida ajena, allí donde no me llaman, le pasa a mucha gente que escribe. Yo me la miré con cierto escepticismo, imaginándome un mundo en el que todos imaginamos la vida de los demás, sin saber si lo que pensamos es cierto. Un mundo de fabuladores, en definitiva. Eso significaría que habría tantos mundos como gente imagina al vecino. Eso significaría que habría innumerables yo dando vueltas por ahí, dentro de la cabeza de la gente que me conoce, o con la que simplemente me cruzo por la calle. Y en el fondo, eso hace que te sientas ciertamente herido en tu propia intimidad, con ganas de gritarle al siguiente con el que te cruces por la susodicha calle, ¡ese no soy yo! Por eso, entono un mea culpa, ya que se que seguiré imaginando la vida ajena, y que utilizaré eso para escribir, y que seguro que habrá más gente que imaginará mi vida, apropiándose de un trocito de ella. Pasen y sírvanse.