Qué terrible paradoja estaba sufriendo ahora mismo Laura. Ella, que durante toda su vida de veterinaria rural se había dedicado a ayudar a parir a los animales, se encontraba aquel día en la sala de partos del hospital esperando dar a luz. Allí, sufriendo, esperaba entre contracciones el nacimiento de su bebé, una pequeña copia de ella misma, a la que estaba segura querría más que a nada en el mundo. Ya lo estaba haciendo antes de verla nacer.
Con cada una de las piernas apoyadas en dos desnudos y fríos trozos de metal, el médico le repetía que empujase un poco más, un poquito más, que su bebé ya estaba a punto de salir. En un esfuerzo sublime, y sintiendo que su cuerpo se partía en dos, dio, por fin, un penúltimo empujón. Su marido, que había estado durante todo el parto a su lado apoyándola, se inclinó ligeramente para mirar mejor aquel momento irrepetible. Una enorme satisfacción le recorrió todo el cuerpo, de arriba abajo. Con la fuerza que sólo las madres pueden llegar a tener y comprender, olvidó todo el dolor y sufrimiento, así que volvió a empujar y entonces lo oyó claramente. Y aunque lo dijo en voz muy baja, casi entre dientes, logró oír al médico decir un concentrado ya la tengo. A los pocos segundos, aunque a ella le parecieron horas, aquel ser nuevo en este mundo lloraba por primera vez. El aire frío penetraba a raudales por sus pequeños pulmones, acariciando su interior, y ella lo expulsaba, a su vez, en un canto de libertad…
No había pasado mucho tiempo desde entonces cuando, en la madrugada de una noche lluviosa, Laura recibió una imprevista llamada. Una vaca se había puesto de parto y necesitaban de su ayuda. Eran los gajes de ser veterinaria en una aldea rural. Malhumorada por el hecho de tener que dejar la cama intempestivamente, montó en su coche y se fue, somnolienta, en dirección a la granja. Dentro de un mugriento establo, de paja húmeda y mohosa, se encontró con una vaca aún pequeña y con evidentes problemas para dar a luz. La vaca parecía sufrir lo indecible, mientras los hombres que la rodeaban no parecían hacer nada que lo evitara. Por un momento, fue solo un instante, mientras se acercaba con el instrumental en las manos, Laura vio una imagen. Una imagen borrosa, es cierto, pero que ella en aquel momento llegó a comprender con desilusión lo que parecía significar. Era la primera vez en su vida que sentía esto, ella, que en tantos partos animales había estado. Había visto aquel maltrecho animal luchando con todas sus fuerzas para que su ternero naciera, del mismo modo que, meses atrás, ella luchaba por ver nacer su pequeña.
En aquel momento, no supo interpretar esa oleada de sentimientos, así que terminó su trabajo con la profesionalidad que le caracterizaba, aunque esta vez le añadió una buena dosis de cariño a su trabajo, y volvió a casa con su pequeña. Aquella noche no pudo dormir bien, sin acabar de entender por qué aquel parto le había causado tanta impresión, dado que era solo su trabajo.
Semanas más tarde, al ir al mercado con su pequeña como todos los últimos miércoles, al llegar al primer puesto en el que siempre se detenía, alzó la mirada distraída y contempló, con profundo pesar, un rostro que le era familiar, un rostro al cual había ayudado a nacer, colgado de un gancho. La cabeza del ternero parecía mirarla con irónica expresión.
Ya le decía su madre, que nunca desees para los demás lo que no quieras que te pase a ti mismo. Pues eso, a partir de aquel día, decidió hacerse vegetariana.