La última vez que Beatriz había hablado con Daniel ya había dejado las cosas claras. No lo quería más. Aún resonaba en su recuerdo el rostro incrédulo con que él la había mirado. ¿Ya no me quieres? fue todo lo que le oyó decir. Luego lloró. Tierno en un hombre, como con un cierto aire desvalido que en Daniel era ciertamente sexy. Más tarde, unos cinco minutos de lágrimas más o menos, le dijo tajante. pues si ya no me quieres, vete de casa. Nada más. Bueno, sí, la casa para el, el coche viejo para él, y el perro los fines de semana. Menos mal que solo llevaban conviviendo como pareja de hecho seis meses, que si no ya se veía repartiéndose los niños. Pero no dijo nada más. Ni escenas de histerismo, ni abofetearla, ni estirarle de los pelos, o golpearse en el pecho con los puños cerrados cual chimpancé despechado. Nada de eso. Luego de esos cinco minutos de desconsuelo, de indiferencia. Y eso para ella era como un tremendo vacío, una decepción. ¿Ya estaba?¿Eso era todo? Había salido de casa cabizbaja, llena de culpa y de odio hacia si misma. Lo había acabado de dejar por falta de amor, por desgaste de días (si, días, que cada uno tiene su baremo del tiempo) de incomunicación, por no oírle un simple te quiero ya. Por haber olvidado como eran esas caricias, esos abrazos, de tanto tiempo que hacía que no recibía uno. Y a pesar de eso, a pesar de todo, se había sentido aún más culpable que una milésima antes de decirle que ya no lo quería.
Habían pasado ya algunos días desde aquel momento en el que la vida en común de Beatriz con Daniel había eclosionado como un incontrolable Big Bang, desde que cogió sus maletas de Christian Dior y salió por la puerta. Se había reprochado tantísimas veces lo que había hecho, que aún sentía desprecio por sí misma. Había sido cruel, tanto, que incluso aún se sentía totalmente egoísta por dentro, al destrozar la vida del que había sido su compañero durante estos meses. Ahora se daba cuenta, en la soledad de las horas sin nadie más con quien hablar que consigo misma, previo paso depresivo, que tenía que haber intentado luchar más por su relación con Daniel.
Aquella mañana Beatriz se había levantado, por fin, con la certeza de que tenía que arreglar las cosas. No podía sentirse más así como estaba, soportando por más tiempo la culpa del sufrimiento de él, por lo que había decidido que iría a verlo al apartamento que hasta hacía tan poco tiempo había sido el hogar común. Se vistió lo más rápido que pudo, sin ni siquiera ducharse ni peinarse, para poder llegar antes de que Daniel marcharse al trabajo. Así, corriendo como una posesa, y bajo la atenta mirada de todo transeúnte con quien se encontraba, cruzó media ciudad para pedirle perdón, que no pensase que podía haber habido otro, y que si necesitaba un apoyo, si quería, siempre podía contar con ella.
Llegó a la esquina de la que había sido su casa justo en el momento en el que se abría la puerta del portal. Se sintió morir cuando vio salir a Daniel de la mano de otra, una total desconocida. Iban riendo y haciéndose estúpidas carantoñas, cascos de moto en las manos. ¿Desde cuándo él iba en moto? Por un instante le entró el pánico al pensar que pudiesen verla, así que se escondió detrás del quiosco de periódicos. Mientras intentaba asimilar su cobardía, quiso recordar el rostro de aquella intrusa que le acababa de arruinar la nueva vida que Beatriz había decidido empezar. Alta, morena…no, rubia y que le llegaba al hombro a Daniel…¡mierda!, ¡qué más daba ya!. Beatriz giró la cabeza lo suficiente para mirar sin ser vista, como un comando en la selva, los ojos ya inyectados en rencor. Allí estaban los dos, él tan ufano con aquella…¡mujerzuela robahombres! Cómo, si no, se la podía llamar. Ahora subían a la moto, ella delante y él bien apretado abrazándola por la cintura, los cascos bien juntos, sin dejar de hablar. Luego, bajaron de la acera y se perdieron entre el tráfico de la ciudad.
Beatriz, sin salir aún de su asombro e indignación, se sentó dejándose caer en el suelo, la espalda apoyada en el quiosco de prensa, y la melena revuelta. En aquel preciso instante un hombre joven, alto y elegante, se le acercó. ¿Está usted bien? fueron sus palabras. Soy médico, fueron las dos últimas y maravillosas. Lo miró bien. Qué guapo le parecía. ¿Sería la desesperación? No, estaba segura que no. Beatriz, haciendo un sobre actuado esfuerzo, le tendió la mano para dejarse ayudar. ¿Y si se desmayaba para que le hiciese el boca a boca?…demasiado evidente. Y mientras estaba allí, en el suelo, planeando la mejor manera de olvidar a Daniel, un pensamiento desesperado le cruzó la mente como un rayo oscuro. ¡Y yo aquí y ahora sin depilar!