Abre tu mente a todo lo desconocido, fueron las últimas palabras de Andy antes de morir en sus brazos. Pedro sabía que él siempre tenía razón, y no podía negar la realidad. Date tiempo para respirar, pero no pierdas el tiempo pensando demasiado, porque este pasa y no volverás a encontrar nunca más la misma puerta abierta. Y Andy siempre le había aconsejado bien, incluso desde el día en el que lo creó en su laboratorio, y eso a pesar de no ser más que un manojo de cables y plástico con forma humana. Y aunque nadie más pudiese entenderlo, lo echaba de menos. Muchísimo. ¿Cómo una máquina podía tener corazón?, era la única pregunta que Andy le hacía. Bueno, esta y un melancólico ¿te encuentras bien?, que le soltaba a bocajarro cada vez que le veía apesadumbrado. Porque Pedro peinaba ya pelo blanco desde hacía muchos años y siempre había estado dedicado a lo que sabía hacer, crear vida artificial. De hecho, con Andy se había sentído como seguramente lo había estado el padre de Pinocho, no simplemente como su creador. Andy era casi su mejor amigo, realmente su único amigo. Por eso, el día que murió, Pedro se sintió vacío. Nevaba fuera, la Navidad sonaba en la lejanía, las luces de colores le amargaban la alegría. ¿Te encuentras bien?, le resonaba en los oídos como un profundo estallido. ¿Cómo quieres que lo esté?, le hubiese gustado responderle si hubiese tenido la oportunidad. Y es que nadie debería sobrevivir a un hijo, aunque esta solo estuviese hecho de cables y mecánica. Dame un abrazo, le dijo justo después de tener consciencia de que lo desconectaría. Pedro, sin embargo, no pudo hacerlo. Se sentía un traidor a pesar de que todo lo hacía por el propio Andy, e intuía que este también lo sabía. No podía soportar la idea de que acabase siendo un simple muñeco de feria, no lo había inventado, no había pasado años de noches en vela imaginándolo, para que finalmente acabase así. Andy no se lo merecía. En sus ojos vacíos, Pedro pudo leer que aquel aparato con forma de ser humano al que él le había dado vida, seguramente le había perdonado. Es lo que tienes que hacer, le dijo con su impersonal voz metálica, intentando reconfortarlo. Pero Pedro era científico, y sabía que siempre hay, al menos, dos alternativas ante una decisión, y que él se había escudado en la más fácil, la que creía sería menos dolorosa. Así que desenchufó finalmente a su obra, a su amigo, antes de que otros viniesen a robárselo, a profanar su dignidad más allá de lo humano. Y allí estaba al fin, ya inerte, la cabeza sobre el pecho frío de metal, los brazos caídos a los lados, y sentado sobre un triste taburete de madera. Adiós, susurró Pedro, nunca más volveremos a vernos. Cerró luego las luces del laboratorio, y salió a la inmensidad del mundo. La nieve no dejaba de caer, así que subió el cuello de su abrigo y caminó pesadamente por la calle solitaria, tan desierta como su propia alma. A lo lejos, sonaban las voces de unos niños entonando canciones de Navidad, lo que hizo que Pedro cerrase los ojos con fuerza y suspirase vaho entre el aire helado que le quemaba la cara. Tal vez fuese mejor así, pensó, tal vez siempre fuese mejor renunciar a la felicidad propia antes que hacer infeliz a los otros. Sin embargo, qué dura carga perder aquello que más quieres, a tu único amigo, para evitarle el dolor de seguir existiendo. Adios, Andy.