Acabo de llegar de Inglaterra, más concretamente de Nottingham, y la verdad es que puedo decir con total rotundidad que ha sido toda una experiencia. Ver a Marina después de dos meses, pasear por su Universidad, conocer un estilo de vida y arquitectónico radicalmente diferente, levantarte cada mañana con el cielo gris, acabar de comer de noche, lo que ha hecho tener la sensación de cenar dos veces cada día, han sido parte de lo que me llevo de recuerdo. Bueno, eso, y lo cara que es la vida en el norte de Europa para un ciudadano del sur. Y a pesar de los hermosos paisajes otoñales, de los castillos e iglesias, de sentirte un poco en la Edad Media (que no en la Tierra Media, que casi), lo que realmente me pareció más increíble fueron las personas. Y no me refiero con esto a las personas en general, que las hay como en todos sitios, sino a los casos puntuales. Puedo explicar, sin ir más lejos, en el avión de ida tuve un azafato. ¿se puede llamar así al auxiliar de cabina?, que se paseaba por el estrecho pasillo enseñando, para vender, off course!, calendarios de azafatas en bikini y tabaco, vaya tortura e ironía para los fumadores, con cara de estar paseando por la playa vendiendo latas. Luego, en el tren de Birmingham a Nottingham, estuvo pasando un auxiliar con un carrito con bebidas. Hasta aquí todo normal. Sin embargo, no lo era tanto que el mencionado pasase cantando con un tono a lo Hannibal Lecter el repertorio de cafés, tés y wiskies en lata. Memorable, verdad, pero lo hacía con cierto aire psicópata, que hacía que mirases sus bolsillos en busca de un cuchillo cada vez que devolvía el cambio, para luego respirar aliviado una vez que sacaba las monedas. Al llegar al hotel, y para rematar el día, en la recepción me encuentro que tengo que entenderme con un inglés que parece sacado de Hotel Fawlty. Dios, ¡qué labia!, parecía no acabar nunca de hablar con aquel acento cerrado.
Encima tuve la suerte, o como se quiera ver, de encontrarme durante estos días a gente que hablaba por teléfono consigo misma pero sin aparato, o a una anciana que llevaba un ratón de peluche de cara a la ventanilla, y al que le enseñaba todo el paisaje del recorrido en autobús hasta Sherwood, más de una hora. O un restaurante español de tapas en el que nadie, nadie, era español ni lo hablaba, e incluso la camarera con la que tenías que entenderte parecía sacada de un grupo de gospel más que de un cuadro flamenco.
Vamos, que como diría Obelix, están locos estos ingleses...