Marco Scoratti reposaba en su tumba, en un cementerio al sol de la Toscana, desde hacía ya tres años. La muerte le había llegado a la edad de sesenta y ocho, aún en plenas facultades mentales, físicas y, quién sabe, tal vez también emocionales. Había sido un hombre alto, fuerte, de piel morena y, en los postreros lustros de su vida, de un crespo cabello blanco.
Aquel mediodía de primavera, aniversario de su muerte, y en el que el sol calentaba plácidamente la piel, lo que hacía que el espíritu que sobrevolaba bajo ella se relajase, cuatro mujeres que no se conocían entre ellas, se encontraron ante la lápida envuelta en flores de Marco. La más joven no pasaría de la treintena, mientras que la mayor parecía ser poco más joven de lo que había sido él en vida. Todas, bajo unas gafas de sol que les cubría los ojos, parecían flotar entre un estado de triste ensoñación y dolor contenido.
Una de ellas, ni la más joven ni la más mayor, se agachó, enfundada en un estrecho vestido negro, y bajo un sombrero de ala ancha que casi escondía su pelo azabache, dejó una rosa blanca junto a la fría piedra. Luego de incorporarse, se volvió hacia las otras tres y les dirigió una esbozada sonrisa.
-Era un hombre encantador –La voz era suave y temblorosa-.
-Realmente sí –La que respondió fue una de las otras tres, alta, de porte elegante, los labios finos le devolvieron una apenas indisimulada sonrisa de melancolía-, fue todo un caballero.
La más mayor, la vista clavada en el suelo, parecía no querer hablar, aunque al final fue ella la que rompió los instantes de silencio.
-Marco sabía escuchar. Siempre que algo te angustiaba, podías recurrir a él y, desde esos ojos soñadores, parecía curarte el alma.
-Conocía tanto a las mujeres… -Esta vez la más joven acabó por entrometerse, con un aire como pidiendo perdón por la arrogancia de haberlo hecho.
- A mí, siempre me trató de forma muy diferente a la de los demás hombres. Me hacía reír cuando lo necesitaba. Era fuerte pero educado, y su sonrisa hacía que todo se desvaneciese a tu alrededor.
-Galante, sería la palabra- Replicó la mujer del vestido negro.
-Y un gran amante, siempre dispuesto –La mujer joven se ruborizó mientras pronunciaba las palabras-. Bueno, ya me entendéis… al menos conmigo.
-Pues yo lo conocí desde joven –Otra vez la mujer más mayor tomó el mando de la conversación ante la deriva que podía tomar esta-, y, la verdad, no le recuerdo tanta... ¿cómo lo diría yo?…promiscuidad.
Ninguna dijo nada más durante un minuto, el tiempo necesario para proteger su mutua intimidad.
-La verdad es que siempre fue atento –Al final se rompió el silencio. La mujer del vestido negro parecía no poder dejar de intentar ponérselo bien-. Sabía leer el alma de las mujeres, para luego ofrecer aquello que necesitabas.
-Sus manos eran de seda, y el azul de sus ojos resaltaba tan bien en su piel morena…
-Pues a mi me escribía poemas que me dejaba junto a la ventana.
-Le encantaba el café de las tardes en el porche de mi casa.
Las voces de las cuatro eran ya casi un susurro, solo al alcance de sus oídos, mientras el sol cálido hacía que el paisaje brillase ante sus ojos.
-Creo –Ahora la más joven volvía a hablar-, que le habría gustado que no le llorásemos. Así era él.
-Sí, y que brindásemos con una copa de vino a su salud.
-Y que le cantásemos una suave tarantela para poder decirle adiós de una manera original.
-Creo recordar –La más elegante se secó una gota de sudor que le perlaba la sien-, que le gustaba un poema de Andrea Mucciolo.
La mujer más mayor atemperó una voz que parecía de seda.
-Anima di sole,
dolcemente scalderà
l’inarrestabile ego
del mio battito vitale.
-Y sin embargo –Continuó-, aquí estamos cuatro mujeres desconocidas entre sí, llorando la pérdida de un hombre al que conocimos, cada una en un momento y circunstancias distintas, incluso puede que coincidentes en el tiempo, y que nos supo hacer vivir. Y a pesar de todo, creo que ninguna llegó a conocerlo de verdad. De tanto escucharnos, de tanto ayudarnos, de tanto querer que sonriéramos, hemos desistido de saber quién era en el fondo. ¿Qué sabemos de él, del hombre que sentía, que vivía, que lloraba y que seguramente también sufría en silencio solo por hacernos felices? Marco era eso y mucho más, capaz de hacer que le amásemos sin necesidad de presentir lo que escondía su sonrisa. Nos dio lo que da el sol. Calidez, placida calidez. Y es por eso que nunca encontraremos a alguien así.
Luego, las cuatro se miraron y se despidieron de Marco, cada una desde el silencio, para después marchar, sabiendo que aquel hombre al que habían amado cada una por separado sería, desde aquel momento, un eterno desconocido.