Dicen que la diferencia entre el cine y el teatro es la proximidad del público, la reacción delante del espectador. Seguramente es verdad aunque, como en todos los ámbitos de la vida, siempre hay excepciones. Recuerdo que hace muchos años, tantos que ya me hace mayor, asistí a una representación en Barcelona de Las amistades peligrosas, basada en un libreto de Christopher Hampton sobre la obra homóloga de Pierre Choderlos de Laclos del siglo XVIII. La verdad que una de las motivaciones principales, que no la única, había sido lo realmente fascinado que me había dejado la película de Stephen Frears sobre el mismo tema, con Glenn Close, Michelle Pfeiffer, y John Malkovich como protagonistas. Casualmente, hace poco, y como inciso a todo esto, el propio Malkovich ha dirigido, y no protagonizado, una nueva adaptación de la obra en un pequeño teatro de París.
La otra motivación para asistir fue que, poco antes, había disfrutado con Puigcorbé, el que sería el Vizconde de Valmont sobre el escenario, y me había impresionado con su interpretación de locutor de radio en Llamadas a medianoche, de Eric Bogosian. Pues bien, a pesar de la dirección minimalista de Pilar Miró en Las amistades peligrosas a la que asistí, de un ritmo sostenido, y de saber perfectamente el desarrollo de la obra gracias al cine, en ningún momento el Valmont de Puigcorbé, así como en general el resto del reparto, llegó a emocionarme como el del genial Malkovich, atrapado en su total vacío existencial, y enamorado de la persona equivocada.
Esta anécdota, al fin y al cabo, solo me sirve para explicar cómo no siempre lo que esperamos se acaba cumpliendo, que hay excepciones, y que si por ejemplo el teatro juega con la ventaja evidente de la proximidad con el espectador, hay veces que los ingredientes, mal cocinados, no dan un buen guiso.