Las ocho y media. El metro, como era su costumbre, rebosaba plenitud a aquella hora de la tarde-noche,
lleno de caras somnolientas por el cansancio del día ya pasado, padecido, y las
miradas directas al vacío infinito de quienes vuelven del trabajo con la
resignación de quien ha de retornar al día siguiente. Desidia y desgana en los ojos
de los que leen el periódico gratuito, arrugado ya a esas horas de tanto
repasarlo. Hombro con hombro la gente, pero son hombros lejanos, huidizos. Y,
de repente, al fondo del vagón, mi mirada se tropieza con la de una pareja se
mira entre ella con intensidad, directamente a los ojos, borrando las anodinas
presencias de todos cuantos les rodean, y haciendo que crezca en los demás la
insana envidia del que recuerda lo que ya había dejado pasar. No duró más de
tres segundos, ¿o fueron cinco?, tanto da, los suficientes como para creer que
las cosas más intensas pueden pasar delante de la vista de todo el mundo sin
que nadie repare en ello. Solo un breve encuentro en el que un desconocido, yo,
crucé mi curiosidad, mi apatía, en el momento exacto en el que ocurren las
cosas y no se pueden evitar.
Yo ya no los he vuelto a ver, pero después de un mes, aún me avergüenzo de
haber roto un momento que no me había llamado.