Uno de los paisajes que de niño me viene a la memoria cuando regreso a mi infancia, es el del recuerdo de jugar junto a barcos medio hundidos, largamente abandonados, corroídos muchos por el óxido que el paso del tiempo pinta sobre las cosas que ya parecen no importarnos, ya innecesarios, allá en el riachuelo cercano a la casa de mis abuelos, justo al lado del puente viejo del barrio de Barracas, en un Buenos Aires que parece ya tan lejano como las viejas fotografías descoloridas de principio de los setenta del siglo pasado, que de vez en cuando salen de la caja de cartón en la que se ha convertido la memoria de mi vida.
Y justo al otro lado del puente, aquel por el que salí en primera fila entre los vecinos del barrio que protestaban delante de la televisión por su cierre a cambio del puente nuevo, unas calles más allá, lo que parecía presagiar el trágico destino de los antiguos comerciantes del barrio delante de una modernidad que no entiende de sentimientos ni nostalgia ya que lo moderno no admite pasado, entre aquellos vecinos mis abuelos, cosa que el tiempo confirmó, estaba, decía antes de disgregarme, la clínica maternal donde mi madre me trajo al mundo, casi súbitamente de la prisa que yo tenía por no perderme el espectáculo, y que fue cerrada al público al poco de yo nacer, vaya usted a saber bajo qué motivo, pero del que espero no haber sido yo.
Nada de todo eso existe ya, salvo en mi emborronada memoria, de la que desconfío tanto como de aquellas pelotas de trapo con las que jugábamos junto al agua poco salubre del riachuelo, y que siempre tenían querencia a caer sobre mojado como para despedirse de nosotros y formar parte, momentáneamente, de un paisaje ya entonces anclado en el pasado.
Creo que solo los ojos de un niño pueden convertir lo que en realidad era un lugar degradado y casi olvidado en algo digno de formar parte del cuadro de la infancia. Una infancia, la mía, múltiple en paisajes, todos constantemente cambiantes como un telón de escenario, pero que me confirman una cosa. La infancia se pinta de recuerdos colgados por nuestra necesidad de pensar que, a pesar de todo, hubo una época en la que podíamos existir al margen del resto del mundo, y que para ser felices, solo nos bastaba con desearlo.