El otro día tuve un sueño. Claro, me diréis, todos soñamos. De acuerdo, no voy a negarlo, pero no todos nos acordamos de lo que soñamos, y si lo hacemos, es una infinitésima parte de las creaciones oníricas que nuestro cerebro nos brinda. Si pudiésemos recordar la totalidad de nuestros sueños, seguro que viviríamos desconocidas vidas cada noche, y seguro que eso nos acarrearía un estrés emocional tal, que lo que viviésemos en la realidad nos parecería sin interés. Como comparar un cuadro de Dalí con otro de Warhol. ¿En cuál preferiríamos vivir? Seguramente en el primero, que nos ofrecería múltiples posibilidades de divertirnos y sorprendernos.
Bueno, pues después de esta introducción del todo innecesaria, pero que me ha salido así sin quererlo, os paso a explicar un sueño. Es corto, os lo aseguro, y si os he de explicar lo que todavía recuerdo, aún más. Resulta que yo era un lobo, más bien un hombre-lobo (tal vez como el de la canción de Miguel Bosé), aunque no sé exactamente qué aspecto tenía yo pues no acababa de pasar por ningún espejo, y me colaba, a hurtadillas, a través de una ventana abierta bajo la luz de la luna llena, en la habitación de una bella dama. Esta, aún durmiente, respiraba con un susurro hermoso, cálido. Emanaba un dulce olor a perfume, frágil y penetrante a la vez, que se expandía a través de toda la habitación. Me acabé acercando sigiloso, como un animal en busca de la sorpresa, al borde de la cama. Uno de sus pies salía por debajo de la sábana, lo que me hizo pararme. Embobado, admiré la perfección de aquella mujer, como contrapunto a mi propia fealdad. Su cuerpo aparecía, insinuado, entre la nívea oscuridad (sé que los términos son contradictorios, pero me van como anillo al dedo), y eso pareció confundirme. Demasiado hermosa la presa, pensé. Luego un deseo, el que me había llevado hasta allí, morder. Solo eso, básico, instintivo, animal. ¿No era yo, acaso, un lobo? Luego, un instante de reflexión. No, no, yo era un hombre-lobo, qué narices (la verdad es que la expresión no era exactamente esa, pero hablar ahora de la parte testicular de la anatomía no me parece lo más adecuado), así que mi búsqueda constante de sangre humana con la que alimentarme, a diferencia de los vampiros, tenía que tener un cierto corte ético. No era cuestión de morder por morder, ¡qué va!, al contrario, para alguien como yo, era absolutamente imprescindible el respeto hacia la belleza. Tenía que decidir, así que me acerqué un poco más, tratando de contemplar su rostro que estaba mirando hacia el lado contrario de la habitación, e intentando contener en lo posible la fuerte respiración animal que agitaba mi pecho. Pude, entonces, verla a cierta contraluz. Su piel era blanca, el pelo oscuro, largo y rizado, le caía sobre los hombros. Sus manos, escondidas bajo la almohada, eran la culminación de una cierta posición fetal, como si recordase, aún, el vientre materno. No era ni joven ni mayor, pero sí explícitamente hermosa, una mezcla que a mí me pareció tremendamente acertada por parte de Dios, tenía que reconocerlo, aunque él y yo no fuésemos precisamente amigos. Valía la pena el perdón, pensé. Ya encontraré alguien que merezca mi rabia contenida, tal vez en el piso de abajo. Si, decididamente, eso era lo que haría. No podía por más que aceptar que, en este caso, había acabado siendo un pobre lobo enamoradizo. Sin embargo, antes de darme la vuelta, quise acercar mi hocico para poder dejarme embargar por un segundo por aquel olor tan subyugante. ¿Qué perfume utilizaría? Yo apostaba por Jean-Paul Gaultier, o Calvin Klein. Bueno, en el fondo, tampoco era yo muy entendido en la materia, así que lo único que se me ocurrió fue cerrar los ojos para impregnarme de ese sensación de plenitud. En el momento que lo hacía, un dolor intenso arrancó de mi pecho, como si una punzada de un rayo me traspasase el corazón. Instintivamente me llevé las garras al pecho, notando algo clavado en él. Horrorizado, vi que lo que tenía incrustado en mi lado izquierdo era una estaca con la punta de plata. Noté que la respiración me fallaba mientras los pulmones se me llenaban de sangre, me ahogaba, y las fuerzas me abandonaban. Mientras caía al suelo, sin comprender bien aún, pude observar la mirada de satisfacción de aquella mujer, su sonrisa irónica, su actitud despectiva, y el placer que le había producido vencerme. Solo unos pocos instantes antes de meterme en el túnel de luz que te lleva al otro lado, y que la vida me pasase por delante de los ojos como una vieja película, fui consciente de que mi cuerpo se transformaba nuevamente en humano. Volví a clavar mi mirada, llena de lágrimas y desesperación, en ella, junto a un último pensamiento: mira que son difíciles las mujeres.