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21 de junio de 2009

En estado de gracia.

Mi nombre es Cecilia, y la verdad es que nunca me había planteado tener hijos. Para mí, eso siempre había sido cosa de mujeres casadas, mujeres con otra perspectiva de la vida y de los hombres, que no es precisamente la mía. Sinceramente, nunca me he considerado capaz de llevar adelante un embarazo, y mucho menos criar luego a los vástagos que saliesen de mi vientre. La sola perspectiva de volverme loca detrás de unas representaciones en miniatura de mi misma, persiguiéndolas por toda una casa a ritmo de la cabalgata de las Valquirias de Wagner, después de haber roto no se qué jarrón tan querido por mí durante años, me desquiciaba completamente. E imaginarme todo eso, con el añadido de estar junto a un hombre, del que me diese cuenta demasiado tarde que no es que no lo quisiese, si no que lo detestaba, me hacía estar paranoica.

Es por este motivo por el que, después de una noche de apasionado romance con Juan Santos, el abogado matrimonialista que llevaba el caso de la separación de mis padres (si, ya sé, no debe parecer muy normal liarte con un hombre maduro que casi te triplica la edad, casado, padre de cuatro hijos, con casa en Sant Cugat, y que además lo has conocido aquella misma mañana en su despacho, declarando sobre la separación de tus progenitores), y a pesar de los medios preventivos puestos durante los hechos, me hice casi inmediatamente el test de embarazo.

La verdad es que resulta, cuando menos, curioso el método que se utiliza para llevar a cabo la susodicha prueba. Seguro que el dichoso aparatito lo ha inventado un hombre. Porque, si bien sí que es verdad que tu intimidad está protegida (eso sí, entre las cuatro paredes de un cuarto de baño, a primera hora de la mañana, legañosa, con las bragas en los tobillos e intentando no mancharte demasiado, a la vez que sostienes ese palito mientras orinas), la dignidad del momento no alcanza precisamente altas cotas. Pero bueno, al fin y al cabo, ¿cuántas futuras madres no se enteran de que tendrán hijos, sentadas en la taza de un wáter?

Cerré instintivamente los ojos durante todo el tiempo que necesitaba aquello para decidirse por un color y, por fin cuando creí que ya le había dado el suficiente tiempo extra para haberse decidido, los abrí poco a poco. No sé si era por la luz de los halógenos, o por haber cerrado los ojos con demasiada fuerza, pero aquel puñetero color me pareció cualquier cosa menos un color, algo realmente extraño que no había visto en mi vida, aunque, de hecho, lo achaqué finalmente al tiempo que había tenido los ojos cerrados, por lo que aún decidí esperar unos segundos más.

Tras aquel período de tiempo, que a mí me pareció suficientemente prudencial, cogí de la caja el papel explicativo de la prueba, y comparé el dichoso colorcito del aparato con el otro que salía en el prospecto, analizando incluso su diferente tonalidad. Pero no, no había duda posible. Cecilia, pensé, estás embarazada. Jodidamente embarazada. Fue entonces cuando mis bragas tanga se deslizaron, definitivamente, de los tobillos al suelo. Apoyé, apesadumbrada y malhumorada, la cabeza entre las manos. ¿Cómo era posible que esto me estuviese ocurriendo a mí, precisamente a mí?

Después de estar en blanco un rato indefinido, tal vez minutos, pero que a mí me parecieron horas, pensé en llamar al padre de la futura criatura. Estiré la mano y cogí el móvil de encima del bidet, lugar donde lo suelo dejar para tenerlo más a mano en caso de producirse una emergencia doble. Sin embargo, algo en mi interior me hizo dejar rápidamente el móvil, esta vez en el suelo. ¿Cómo que iba a llamar por teléfono a un tío que acababa de conocer, casado, con hijos, y de buena posición social, para decirle que esperaba un hijo de él, justo después de la primera vez que nos íbamos a la cama? En el caso de no haberme colgado lleno de pánico y terror, de no ser un hombre con la suficiente sangre fría como para no esconderse bajo la mesa y rezar para que todo fuese una broma de mal gusto, con toda certeza, lo primero que me hubiese preguntado es si estaba segura que ese hijo era suyo, que era imposible que en una sola vez, como es que no tomas precauciones o que, cómo lo había sabido tan rápidamente, para finalmente soltarme con desdén que él no podía ser, puesto que hacía no se cuanto tiempo se había hecho una vasectomía….Repentinamente me habían entrado náuseas, y unas tremendas ganas de llorar.

Después de llamar al trabajo, donde Rosa descolgó el auricular con aquella inclasificable voz nasal, y darle una peregrina excusa para no presentarme hoy, por supuesto la verdad hubiera sonado realmente a mentira, me volví a armar nuevamente de valor, y marqué el número de mi amiga Julieta, la única persona sensata que se me ocurría me podía aconsejar en estos momentos de trance. Bueno, he de reconocer que, realmente, es la única de mis amigas que tiene hijos pequeños. No, rectifico, la única que tiene hijos.

Llamé directamente a su casa, ya que sabía que aquella mañana no trabajaba (era profesora de secundaria, y a pesar de que con periodicidad monástica se queja de su trabajo, a partir de julio la puedes encontrar siempre libre), y se quedaba con sus cuatro hijos (dos, tres, cinco y siete años, bufff…) ya que Ramiro, su pareja y actual marido, trabajaba casi todo el día fuera como representante de aparatos de medición para los tubos de escape de los coches.

Tras sonar cinco veces seguidas, saltó el contestador automático, donde, con voz infantil, Julieta recitaba el nombre de todos y cada uno de su prole familiar (incluido Ramiro, claro) para decirte sencillamente lo evidente, que no podían ponerse, y que dejases el mensaje después de la señal. Colgué el teléfono contrariada, ya me dirán, y apreté la tecla de re llamada, pues sabía que a pesar de estar en casa, las circunstancias (que tenían nombre de varón y eran cuatro), siempre le impedían cogerlo a la primera. En mi vida había conocido una mujer tan abrumada por los problemas, y a la vez que acabase saliéndose siempre airosa de ellos. En el fondo, y a pesar de no envidiarla, la admiraba (tendré que hablar del tema con mi psicólogo, aunque no se si el doctor Jiménez del Hoyo tendrá consulta durante el verano).

En mi segundo intento (por lo general el bueno), conseguí que a la tercera vez que sonaba el tono, Julieta consiguiese coger el aparato.

Su dulce voz apenas sobresalía por encima de un conglomerado de ruidos y gritos, que parecían preceder el estallido de una batalla. Su ¿Quién es? apenas era audible entre gritos de peleas (es mío, no, es mío), bandas sonoras de películas infantiles (recurso cada vez más utilizado por mi amiga, pero también cada vez menos efectivo) y estallidos de juguetes chocando contra el suelo. Hola, soy Cecilia, ¿puedo hablar un momento contigo?... ¿Queréis dejar de gritar, por favor, que estoy hablando por teléfono?, Perdona Cecilia, dime, es que no te oigo bien…Verás, es que te tengo que decir algo muy importante… ¡Bajad de la mesa inmediatamente!... que me ha pasado… ¡Como vuelvas a quitarle la pelota a tu hermano no la volverás a ver más! Perdona cariño, ¿qué decías?... Que estoy… ¡Basta, ahora mismo recogeréis todos los juguetes y cada uno a su habitación!... embarazada… Alberto, ¡última vez que te lo digo!, Cecilia, disculpa, ¿decías que estabas qué?… Nada Julieta, nada importante, ya te llamaré cuando estés más tranquila y hablamos… Vale cariño, llámame después de comer, que Ramiro ya ha comenzado la jornada intensiva y podremos hablar con más tranquilidad… Tranquilidad… eso es lo que a mi me faltaba, y después de aquella ¿conversación? a seis bandas, no creo que vuelva a recuperarla en mi vida.

Pero como todo en este mar de lágrimas es afrontarlo con decisión, yo tomé la mía y comencé por levantarme del lavabo (ya comenzaba a tener las posaderas con forma), ducharme y vestirme con lo primero que tuviese a mano, para salir a la calle y que corriese oxígeno nuevo por mis pulmones.

Una hora y tres cuartos después cerraba la puerta de casa. Reconozco que no es un tiempo récord, pero a una embarazada (exactamente yo) no se le pueden pedir milagros. Además, la ropa había comenzado a costar de entrar.

Al salir de la portería de mi casa, comencé a notar aquella terrible sensación de que todo el mundo con el que te cruzas te observa. ¿Cómo pueden haberse dado cuenta que estoy embarazada? ¿Tal vez haya empezado ya con los cambios hormonales? Cecilia, debe ser eso, y seguramente tu cara ha empezado ya a inflarse, las retenciones de líquido atacan tus tobillos convirtiéndolos en dos botellas de agua mineral de ocho litros, y tu barriga comienza a sobresalir de la blusa de color rosa marengo que me conjunta con el bolso y los zapatos… Dios mío, la transformación ya ha empezado, y yo todavía no sé ni cómo llamarlo (tal vez ponerle el nombre del padre fuese un recordatorio demasiado directo, aunque una venganza bien maquinada) ¿Y si es niña, cómo la llamo? ¿Cecilia? No, lo mejor para completar el círculo de venganza sería tener gemelos, niño y niña, y ponerles el nombre de su padre y de su mujer…

Abstraída en mis pensamientos iba yo, cuando casi choco con una persona de frente. Con cara de muy pocos amigos, le miré con desprecio desproporcionado, y le inquirí un ¡cuidado!, ¿es que no ve que estoy embarazada? Acto seguido, me di cuenta que era un pobre anciano, con boina, que rondaría los noventa años, y se apoyaba poco equilibradamente en un viejo bastón sin empuñadura de plata, lo que no lo exculpaba de haber pedido perdón por el hecho de casi tropezar con una embarazada. ¡Y luego hablan de la juventud! Si es que, algunos ya no tienen ni la mínima educación…

Finalmente, cogí un taxi y llegué frente al despacho de mi padre, en el Paseo de Gracia esquina Gran Vía, justo delante del consulado de la Argentina. Luego de pasarme por una tienda y comprar un babero y unos zapatitos de recién nacido, entré en aquella inmensa portería art decó y, aunque normalmente siempre subo las escaleras de mármol de dos en dos hasta el primer piso, visto mi estado de buena esperanza decidí coger el ascensor. Llamé al timbre, y la puerta de roble de la notaría se abrió como por arte de magia. Dentro, un ir y pasar de gente que venían a por los asuntos más dispares. Testamentos, formalización de hipotecas, escrituras, herencias. Todo muy variado y a la vez monótono. Creo que por eso finalmente me dediqué a la arquitectura en lugar de continuar la saga familiar, como sí hizo Arturo, mi hermano mayor.

Isabel, la secretaria del mostrador de recepción, me saludó con un guiño de ojos mientras hablaba por teléfono. Con un leve movimiento de cabeza, le indiqué la dirección del despacho de mi padre, pero ella, moviendo los labios sin emitir sonido alguno, y con el auricular en la oreja, me indicó que estaba ocupado. Le devolví una sonrisa, y en susurros le dije que pasaría a ver a mi hermano. Ella, con cara de consternación movió nuevamente su melena pelirroja (por cierto, qué envidia de pelo, por dios) diciéndome que tampoco podría ser. Justo en el momento en el que comenzaba a plantearme que el hecho de haber venido a ver a la familia no había sido buena idea, una mano delicada me tocó, ligera y cálidamente, la espalda. Me giré y detrás de mí, luciendo su encantadora sonrisa blanqueada, estaba la socia y amante de mi padre, Mónica Hassel.

La verdad es que tendría que odiar a esa mujer, pero como la relación entre mis padres había sido fría y distante desde que yo tenía uso de razón, no podía culparla de haber roto un matrimonio que nunca había funcionado bien. Además, si a alguien siempre había admirado como modelo a seguir, había sido a Mónica.

De padres alemanes, había estudiado en los mejores colegios de Pedralbes, luego había cursado Derecho en la Sorbona e Historia en Oxford (esto último como mero entretenimiento). A los veinticinco años abrió despacho en Barcelona y a los treinta lo dejó para asociarse con mi padre en su notaría. Desde entonces, pasó a formar parte del círculo familiar más próximo.

La verdad, es que ver a Mónica es todo un espectáculo de cuarenta años recién cumplidos. Su pelo rubio parece sacado de un anuncio de champú, sus ojos azules son de una profundidad que taladran al que los mira, sus rasgos de una perfección insultante, su piel de un moreno y una suavidad exquisita. Alta, delgada, proporcionada. ¿Cómo quieren que no comprenda a mi padre, un triunfador de cincuenta y ocho años si, además, ella toca perfectamente el piano?

Vestía hoy un ligero conjunto de traje chaqueta de color vainilla, con medias a juego, y unos pendientes de platino con un pequeño diamante que yo le había regalado las pasadas navidades. Me cogió entonces de la mano y me hizo entrar en su despacho. ¿Qué tal estás? Yo embarazada, ¿y tú? Pensé decirle, pero tenía la esperanza que ella descubriese por si sola lo que a mí me pasaba. ¿Algo te pasa, te noto preocupada? Me volvió a preguntar. Bueno, eso al menos había sido una aproximación. Verás, es que venía a hablar con mi padre fue lo único que atiné a decirle. Es que Ricardo está ocupado en una reunión me respondió con una sonrisa entre tímida y cautivadora pero si yo te puedo servir para algo, ya sabes que puedes confiar en mi para lo que quieras. Está bien, se lo cuento, pensé, total ella puede asesorarme mejor que mi padre en esta situación. Así que cogí aire y valor, y me arranqué.

Luego de haberle explicado todo lo que me había pasado durante el día, me quedé mirándola fijamente, esperando su reacción. Parecía inmóvil. No se si pensativa, o como te quedas después de un infarto, pero inmóvil al fin y al cabo. Como si el mundo se detuviese, y todo lo que había en la habitación estuviese en eterno suspenso. En aquel momento, sin embargo, me di cuenta que por el hilo musical estaba sonando Lucia de Lammermoor, de Donizetti, en lo que parecía la voz de María Callas. Así es que, entre la cara de Mónica y la voz de la Callas, el momento no podía parecerme más dramático.

De pronto, sin que aparentemente hubiese cambiado nada, Mónica pareció despertar. Sus ojos parecieron también regresar a la vida con los coros finales, para luego volver la sangre a sus mejillas. La situación tiene arreglo, me susurró en un hilo de voz, como si estuviese a punto de explicarme la planificación de un despliegue de batalla Déjame hacer una llamada a una amiga mía que trabaja en la clínica Teknon para que me aconseje algún sitio de confianza en el que te desprendas de esta carga, entonces me miró de forma más que inquisitiva, Por qué tú no quieres tenerlo ¿verdad?

En aquel instante bajé la vista al suelo. No me había planteado, en ningún momento, el hecho de poder perder de manera voluntaria aquel ser que estaba a punto de cambiarme la vida. Podían desaparecer, por culpa de mi maternidad, muchas de las cosas de las que me sentía tan satisfecha en mi vida. Sin embargo, el hecho de no habérmelo planteado ¿no era ya de por si un síntoma de la inevitabilidad moral que todo esto me planteaba? Estaba imposibilitada para tomar una decisión contra natura, a pesar de los contratiempos que el hecho en si me supondría. Traer otra vida a este mundo cambiaría radicalmente la mía. Lo que me llevaba a otro supuesto aún más aterrador. ¿Estaba yo preparada para ser madre? Si desde la prehistoria la mujer ha podido hacerlo a pesar de todos los inconvenientes, ¿porqué no yo? Todas aquellas generaciones de mujeres fuertes y sufridas parecían mirarme desde el fondo de mi carga genética, para decirme no nos puedes defraudar. Si nosotras pudimos, pues tu también.

Con la mirada ceñuda de una neardental regañándome desde el fondo de lo que ahora eran las tinieblas de mi mente, me levanté sin contestar a la pregunta de Mónica (por cierto, qué poco se parece ella a un neardental), le di un beso en la mejilla y salí de su despacho y del edificio sin mirar a nadie.

Mi estado había pasado del histerismo por lo que me había ocurrido, a la depresión, en la que había desembocado debido al peso de una culpa sobre algo que ni siquiera quería hacer. Y todo por un polvo. Vaya porquería de vida que le iba a dar a mi criatura. Un padre que no la reconoce. Una familia desestructurada. Una madre pensando en lo que deja atrás, antes de en lo que ganará con su llegada. Todo tan injusto.

Cogí el metro para regresar a casa, ya que necesitaba estar rodeada de gente para sentirme sola. Los demás, a mi alrededor, no parecían existir. Ni el baboso que se te pega a la espalda para tocarte el trasero, ni la señora de la limpieza que a voz en grito, y con el uniforme azul celeste debajo del abrigo, deja a parir a sus jefes con otra que va a su lado, ni el tío de pintas estrafalarias que duerme con las piernas estiradas en el único asiento que queda libre. Yo solo quería llegar a casa.

Cuando por fin bajé y salí a la calle, la soledad de mi propia existencia no me sirvió de mayor consuelo que una mano sobándome disimuladamente en el vagón del metro. Pasé por el videoclub, para alquilar una película que me ayudase a centrarme, y a olvidarme de paso, durante un rato, de lo absurdo de mi actual existencia.

Alquilé Bambi, pensando que la pobre vida de aquel huérfano me haría de contrapeso existencial. Fue peor. Lloré como una tonta desde los títulos de crédito del principio, hasta los del final, me imagino que por culpa de las nuevas hormonas que comenzaban a conquistar mi cuerpo. Cuando por fin apagué el aparato reproductor, sentí una necesidad imperiosa de coger el teléfono, y llamar al padre de mi hijo (no se porqué, pero ya había decidido que sería varón y tendría la misma cara que él). Y por qué no. Tenía que asumir sus responsabilidades aunque no quisiese.

Así que marqué el número de su casa, y esperé. No obtuve respuesta hasta que, por fin, saltó una voz enérgica de mujer en el contestador que, después de un saludo protocolario, y de recordarme que estaba hablando con el hogar de la familia Santos, aunque en estos momentos no podemos ponernos, me invitaba a dejar el mensaje después del final de un horroroso pitido. Hola Juan, soy Cecilia, tengo algo muy importante que decirte en relación a lo nuestro. Estoy embarazada.

Luego colgué. Suspiro. Ya no sentía la necesidad de seguir disimulando. Me daba igual que se enterase su mujer. Al fin y al cabo, después de dejarme embarazada de Ricardo (para entonces también había escogido su nombre), tenía la obligación, como padre biológico que era, de atenderme hasta las últimas consecuencias. Si no, que se lo hubiese pensado antes de meterse en la cama con otra.

El siguiente paso fue llamar a mi madre y explicárselo todo, pero Esther, la asistenta, me dijo que había ido a la peluquería y no sabía su hora de regreso, aunque no creía que tardase mucho en regresar. Mi madre y sus amigas, claro. Bueno, pues dile que estoy embarazada y que luego la vuelvo a llamar. Ya estaba hecho. Además, a estas horas, tanto mi padre como mi hermano (de hecho todo el despacho), estarían al corriente de todo. Mónica seguro que no habría podido resistirse a expandir la noticia.

Acto seguido fui a mi ordenador, y envié un mail a todos mis contactos, dándoles la buena nueva. No se es madre todos los días, y eso es algo que hay que compartir. Incluso llegué a valorar la conveniencia de decírselo a Alberto, mi ex novio, pero finalmente me eché atrás. No quería hacerle daño, ya que nunca se sabe cuando se puede necesitar una pareja que asuma una paternidad de otro. Ya habría tiempo de trabajar ese asunto.

También pedí hora con mi ginecólogo, para una revisión. La enfermera me la daba para aquí dos semanas, pero al insistirle sobre si me podía adelantar la visita, ya que estaba embarazada, me la acabó dando para el día siguiente, en un hueco a última hora de la mañana.

Cuando por fin pude sentarme, me encontré más relajada. Tal vez liberada. Ahora, el resto del mundo sabía que yo iba a ser madre (aunque la verdad, creo que ya eran suficientemente perceptibles los cambios físicos), y que no me iba a echar atrás. De hecho, al tocarme la barriga, notaba algo en mi interior, como una presencia. Estaba segura que no eran gases, si no Ricardo, que ya comenzaba a dar sus primeros pasos en el ciclo de la vida. Necesitaba beber agua deprisa, ya que había leído en una revista que eso era bueno para los bebés.

Al salir de la cocina (he de reconocer que ya empiezo a encontrarme algo pesada), pasé al lado del lavabo y miré, con cierto pudor, el test que aún estaba en el suelo. Sería bonito guardar un recuerdo de aquel día. Así que entré, y lo recogí para guardarlo dentro de la caja. Pero al mirar nuevamente el color, no me pareció que fuese como yo lo recordaba. Era como más claro. No podía ser, seguro que las emociones de aquel día me habían trastocado los recuerdos. Por eso miré fijamente el aparatito. Pero no, el color no parecía cambiar, ni ajustarse al de mi memoria.

No me quedaba más remedio que mirar nuevamente las instrucciones. ¿Qué color era ese que indicaba el embarazo? Tal vez un malva, o un fucsia subido. No, no, mi color era como el otro, como el de no embarazada.

Dejé caer el test al suelo, y casi caigo yo después del mareo que me entró. Perdí el mundo de vista durante un instante y todo comenzó a darme vueltas, hasta que finalmente tuve que cogerme al portarrollos de papel higiénico.

Todo había sido una confusión. Un error completamente evitable. Un malentendido altamente desagradable… una increíble putada.

¿Y ahora qué? Tenía que echar marcha atrás. Pero, cómo desdecirme de algo así, que afecta a tanta gente. Sobre todo a Juan y su esposa. ¿Una broma? No, claro que no. No podía ser ingenua. A esta hora, ella ya sería presa de los celos, y él de una demanda de divorcio. Adiós casa de Sant Cugat. Bienvenida vida de divorciado. Cuanto drama. Y todo por un color. Malditos prospectos.

Bueno Cecilia, me dije, ya está hecho. Me sabe mal por Ricardo, que nunca llegará a ser realidad (de hecho, no llegó a ser ni proyecto), cuando yo ya me había hecho a la idea de ser madre soltera, y luchar por él. Ya se sabe, este mundo…

Cogí nuevamente el teléfono (no veas la factura de este mes), y llamé al doctor Rodríguez del Hoyo, mi psicólogo. Él ya me conocía, y tal vez pudiese ayudarme a aclarar mis ideas. Doctor, estoy no embarazada, ¿qué puedo hacer? No, tal vez mejor que me presente sin pedir hora, y sin dar demasiadas explicaciones.

Pero bueno, mejor dejarlo para mañana, que ya será otro día.