Hace ya una semana de la muerte de Amy. Todo el mundo parece dolido, acerado, con su desaparición. La estrella, la diva, la cantante, ha pasado del infierno de la sociedad al cielo de los idolatrados. Pobrecita, dicen ahora, ¿qué culpa tenía ella de lo que le pasaba?, parece la reflexión actual. Muñeca rota, jovencita descarriada por culpa de la fama. Podía haber sido la mayor estrella del nuevo soul del siglo XXI. Nunca lo sabremos.
Todo parabienes para la recién desaparecida. Y yo soy, de verdad, de los que piensan que se los merecía, que de verdad era una estrella en ciernes con una compleja personalidad autodestructiva, con un serio número de complejos que la hacían vivir en el filo de la navaja de su cordura rayando la franca degradación. Su voz tan personal, histriónica, dejó paso a una afonía vital que ha acabado con su vida. Anular compulsivamente conciertos era un síntoma de ello, así como sus desastrosas actuaciones cuando por fin podía subir al escenario.
Y sin embargo resulta casi repulsivo que algunos aquellos que ahora la alaban eran los que se reían de ella al anular un concierto, o de su extrema delgadez, de su mirada ida, o incluso de su nombre. ¿Es que hubieran hecho semejante escarnio si se hubiera llamado Anne Marie Tabernier (disculpad la tosca traslación a un estereotipo cool francés)? En definitiva, ha sucedido algo parecido a lo que pasó con Michael Jackson. De bufones mediáticos a estrellas postmortem, y a olvidar lo olvidable de su pasado. No es justo si se hace para limpiar la mala conciencia de algunos mediocres. Por eso, y sobre todo a la persona, descansa en paz Amy, ya eres libre de los demás.