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8 de junio de 2012

En el corazón de Macbeth.


Hay momentos, o muchos o pocos, en la vida, en los cuales pasamos de sentirnos héroes, en mi infancia yo quería ser como el John Wayne de las películas de John Ford, fuerte, justo e incorruptible, para luego pasar a querer ser en mi adolescencia como Steve McQueen, un alma complicada, torturada por las injusticias de la vida, a sentirnos como villanos incomprendidos. Son esos momentos en los que reflexionas, y piensas que lo que haces y sientes puede hacerle daño a otra persona, o en los que no puedes utilizar la sinceridad con algunos porque les harías daño si les dijeses lo que te pasa por la cabeza.
Es cierto que no hablo ni de heroicidades de película ni de villanías de folletín, si no más bien de los sentimientos que nos trascienden por dentro cuando nos encontramos delante de una situación y decidimos que o echamos mano del egoísmo o luego se nos puede quedar cara de tonto. Bien es cierto que personalmente suelo huir como alma que persigue un diablo de aquellas personas que nunca duda de su juicio, más que nada porque entonces nunca valorarán el mio si les contradice. A nadie le gusta, creo, o al menos a mi no, que le den la razón de los tontos, aquella que nace de la condescendencia y se regala por considerar al otro como una mente imposible.
Es por eso, tal vez, que siempre me ha atraído el personaje de Macbeth, del que he valorado más sus contradicciones internas que la necesidad ciega, usurera diría yo,  de poder, que transmite. Ser bueno es fácil, ¿verdad? Los valores correctos son manejables en esencia, y además nos los regalan desde la cuna, en un aprendizaje que nos enseña que lo que está bien no tiene discusión. Pero el alma humana es más dúctil que todo eso. Los deseos, las traiciones, los arrebatos, los celos incalificables, los egoísmos, todo eso en mayor o menos escala lo podemos aplicar a todos nosotros en diferentes ámbitos de nuestras vidas. Negarlo es posible pero no sería sincero, aunque he de admitir que conozco algunas personas que se acercan al ideal. Eso si, no lo cumplen a rajatabla, pero no por eso dejan de ser humanos, maravillosamente imperfectos. Porque si no existiesen las contradicciones, ¿de qué viviríamos aquellos a los que nos encanta observar a nuestro alrededor?
Porque, como decía Virgina Wolf, que de eso sabía bastante, cuando no somos como los demás creen que debemos ser, “dejamos de ser soldados en el ejercito de los erguidos para convertimos simplemente en desertores.