La verdad es que cuando el otro día fui a ver la película Lo imposible, el último bombazo comercial del paupérrimo cine español, mis sensaciones previas no se ajustaban a lo que luego experimenté. Para empezar, me senté en la butaca de mi fila que daba al pasillo, consecuencia, por supuesto, primero, de no haber sacado yo las entradas, y segundo, de mi maniática costumbre de quedarme siempre el último del grupo a la hora de elegir sitio. Vamos, que ni lo escojo ni me gusta escogerlo, porque a mi me da igual, pero que por ende, la cosa fue así. No me quejo. Las butacas podrían haber sido más cómodas, lo admito, pero en la mayoría de centros comerciales de la ciudad el nivel de confort es el que es, así que por este lado tampoco nada que alegar, señor fiscal. Desde luego la sala no era de las más espaciosas que uno recuerde, añoranza de aquellos cines de empaque de la ciudad, como el aún subsistido Urgel, con sus 1832 localidades, pero al menos lo que perdemos en estrecheces lo ganamos en falta de colas, si es que el que no se consuela es porque no quiere. Eso si, el cine también me recuerda cuanto odio el ruido a mano buscando palomitas, a mano rascando caja de cartón en busca del último rastro de las ya defenestradas palomitas, las voces susurrantes, y no tanto, de gente que no se corta nada en demostrar a su acompañante que ellos ya han adivinado por donde van los tiros del argumento, como si de un David Mamet inconfeso e incomprendido se tratasen, que ellos tienen experiencia, ya que adivinaron en el minuto veinte cómo acabaría Titanic. El olor a ambientador que no consigue enmascarar el resto de olores, es otra de mis fobias, pero el último en llegar a esta galería de los horrores cinematográficos, no es otro que el ruido de la mano buscando caramelos en las bolsas de plástico en las que te los venden antes de entrar. ¡Me horroriza!
La verdad es que son muchos años yendo al cine, es verdad, y que ya uno va avanzando hacia la gran madurez vital, es cierto también, pero cada vez son más las cosas que perturban el visionado de la película... la película, es verdad, ¡se me olvidaba! Bien, yo no soy crítico de cine, es evidente, pero la película en si misma me pareció bien hecha, con un argumento conciso, capaz de emocionarme hasta derramar cuatro lagrimitas, lo reconozco, aunque eso conmigo no tiene mérito ya que empatizo hasta la saciedad con los personajes. Eso si, aparte de no marearme, gran mérito de la noche, y de no soportar las escenas casi gore que en algún momento salían, el drama personal de cada uno de los miembros de esta familia acomodada (gracias al director por el guiño a la situación de la mayoría de ciudadanos normales, al hacer que el padre se preocupe por si no le renuevan el contrato en Japón, aunque yo también olvidaría las penas permitiéndome el lujo de vacaciones de Navidad que puede permitirse en semejante resort) hace que los veamos con cariño, con ternura. Excepción hecha, por mi parte, del hijo mayor, al que no soporto lo manipulador que es, y el complejo de Edipo que lleva encima, aunque imagino que la familia, de ser española de verdad, reaccionaría como el sábado vi en la calle a un padre decirle a su hijo pequeño: "como no pares, te voy a dar tal tortazo (esta es la expresión censurada, comprenderéis), que te van a salir los dientes de la boca", a lo que el niño siguió protestando aún más alto. Así que la enseñanza que me deja la película, más allá de ser muy buena, es que lo imposible del título no es que sobreviviera la familia, si no es que fuesen una familia española, y que no les diese tiempo de salir de ese hotel sin llevarse alguna toalla. Pero bueno, es la magia del cine.