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14 de marzo de 2008

La leyenda del guerrero maya


Hace poco ha llegado a mí una historia que un viejo amigo, Armando Orpinell, había escuchado en uno de sus múltiples viajes a Latinoamerica como colaborador de la Cruz Roja. Me explicaba que, en Uacatsín, un poblado indígena de Guatemala, una mujer mayor le explicó una historia que corría por su pueblo desde antes de llegar los europeos a aquel lugar, quinientos años antes. ¿Historia para niños durante las noches de muertos? No lo se, pero, como toda leyenda, algo de base histórica debe tener. Además, en el libro maya del Popul Vuh, parece haber una referencia lejana a este hecho. ¿Coincidencia? No se, pero al final ha de ser el propio lector quien tenga su propia opinión. Espero, en definitiva, que mi forma de contarlo no influya demasiado en ese juicio.
Refería la mujer que, en aquel pueblo los antiguos mayas ya explicaban, en una época lejana de su cultura, la leyenda de un guerrero que un día, al comienzo de su historia cuando sus dioses y reyes vivían mezclados, bajó de las montañas a la selva. Este era, a la vez, formidable y desconocido, y comenzó a desolar todo aquello que encontraba a su paso. Dicen, también, que sus armas eran las más poderosas que nunca hombres hubieran visto, y que llevaba, a la sazón, todo su cuerpo íntegramente pintado de negro, haciendo más terrorífica, aún si cabía, la roja mirada de sus ojos terribles.
Atacaba de noche los poblados de la llanura, seguido del sonido melancólico de los flautistas que le acompañaban, arrasando sin piedad, y matando tanto a hombres, mujeres, niños y ancianos. El resplandor del fuego, que quemaba los poblados de los que se llamaban a si mismos los hombres sobre la tierra y bajo el cielo, iluminaba toda la noche de la selva, bajo su fulgente resplandor. El miedo, y los gritos de desesperación, hacían temblar la tierra bajo el extraño ritmo de un tambor de muerte. Luego, al clarear el día, el exterminador desaparecía, dejando a su paso una incontable pila de muertos, y sobre ellos, clavado, un estandarte ensangrentado.
Entre los habitantes de la llanura se decía que al guerrero negro lo enviaban las almas en pena del mundo inferior, el infierno maya, y que, al llevar el cuerpo así pintado, seguramente debía ser hijo del Capitán Negro de la Guerra, o incluso, algunos llegaban a murmurar en voz baja, que era él mismo que había bajado a sembrar el miedo entre los mortales. Y así fue como arrasó, también, las fortalezas de altos muros de Ximbalam, Potixitienuc y Xitietulam.
De esta manera, dejando atrás amaneceres de cadáveres, piedras calcinadas, y estandartes clavados sobre campesinos y guerreros, llegó hasta las murallas de la que era la más grande de las fortalezas de los hombres sobre la tierra y bajo el cielo, la capital de los pueblos del llano. Una vez allí, montó guardia junto a una hoguera durante veinticinco noches sin sus días, ya que al amanecer, parecía volatilizarse hasta la salida de la siguiente luna, oculto en la oscuridad, y lanzando un desafío a todo guerrero que quisiese enfrentarle. Así fue como todos los guerreros del templo del leopardo, todos los guerreros del templo del águila, y todos los guerreros del templo del ciervo, cayeron uno a uno bajo la luz de la luna, y el fuego purificador.
Cada noche se producía un nuevo desafío y una nueva muerte, mientras el guerrero negro se cobraba su tributo de sangre, siempre bajo el sonido melancólico de sus flautistas.
Y así transcurrieron las noches de terror, hasta que el rey de la ciudad, Auxatelim, quiso salir a luchar en persona con el demonio negro. Entonces, Auxelam, su hijo, un joven y valiente príncipe, le suplicó para sí el honor de hacer frente al demonio delante de las negras murallas, de la negra selva y de la negra noche.
Así pasó que, el atardecer en el que la luna volvió a salir por veinteisava vez, el guerrero negro hizo sonar, nuevamente, sus ensangrentados tambores y sus ensangrentadas macanas, lanzando un nuevo grito de desafío bajo la música melancólica de las flautas. Por fin, salió ante las murallas el valiente y joven hijo de Auxatelim, vestido con los mejores ropajes que un guerrero hijo de rey podía lucir. Fue una lucha cruel, igualada, entre la pureza y el horror, entre la valentía y la crueldad, y que duró toda una noche de ruidos de armas y gritos de muerte. Hasta que al amanecer, finalmente, quedó tendido inerme sobre el suelo, ante las negras murallas, el cadáver de Auxelam, hijo de Auxatelim.
El rey, al ver el cuerpo del joven príncipe caído sobre un charco de su espesa sangre oscura, gritó horrorizado desde la más alta de las torres de la fortaleza. Gritó y gritó, clamando venganza y justicia, pero sin oír respuesta desde la espesura de la selva. Los tambores ya no sonaban. No se oían ya a los flautistas. Solo reinaba el silencio del rumor del viento sobre las hojas, y los pájaros que por fin volvían a oírse. Ya nada más se supo entre los hombres sobre el guerrero negro. Pareció haber cumplido ya una venganza. El rey Auxatelim nunca más dejó de llorar la muerte de su hijo, hasta morir de pena, y sin otra descendencia, llevando al final su saga de reyes.
Dicen que, en el amanecer de la noche en la que murió el príncipe Auxelam, y cuando el canto del quetzal despertó del todo al disco solar, sobre las cenizas de la hoguera del príncipe desaparecido, creció la más hermosa de las flores de la selva. Una flor roja en sangre, y venenosa en su interior. Una flor que nunca se secó, y que tan solo el viento podría tocar nunca, ya que estaba prohibida para el hombre, y para todos los seres sobre la tierra y bajo el cielo, y que aún hoy sigue viviendo dentro de la olvidada espesura de la selva.
Cuando Armando Orpinell me explicó la leyenda del guerrero maya que había oído en Guatemala, le pregunté si él pensaba que podía tener algo de realidad. Lo único que me respondió fue que aquella gente si que lo creía, y que pensaban que cuando alguien desaparecía en la selva, era porque el guerrero de alma negra seguía cobrando venganza a todo aquel que se atrevía a cortar aquella flor.