No se porqué estos días me viene un pensamiento a la cabeza. Me tiene bastante distraído el hecho de caer constantemente en la reiteración de dicho pensamiento. Pensar por pensar, siempre lleva a perder de vista la perspectiva de lo que queremos llegar a razonar. Por eso, las personas que miran por la ventana, distraídas, miran, pero no observan. Divagan. Pues bien, yo llevo una semana mirando a través de una ventana imaginaria. Si, divagando, lo reconozco. Distraído, es cierto. ¿El motivo? Pues no lo sé, y ese es mi problema. He estado buscando desesperadamente la solución a mi dilema.
He ido al médico pensando que tal vez sea una enfermedad mortal. El doctor me ha auscultado, me ha tomado la presión, me ha puesto un termómetro en la boca. Nada. He buscado asesoramiento entre mis amigos. Nada. No sé porqué, les explico al médico y a mis amigos, pero en cuanto no me doy cuenta, me encuentro con la mirada perdida, se me van los ojos hacia la línea del horizonte, me paso las horas anclado en mi propia inopia, me dejo estar en un estado de confortable distracción.
Busco ayuda, entonces, en una tarotista, vestida a la moda vintàge, que me ha recomendado la amiga de un conocido del primo de una vecina de la mujer que hace la limpieza en el portal de mi casa. Oiga, me dice la señora mientras acaricia un gato negro, lo suyo está bajo el signo de un arcano mayor. Yo abro los ojos como platos, del susto. Mi piel se pone pálida, mi boca se seca, mis sesos se retuercen, y solo logro balbucear un ¿y eso qué quiere decir? La tarotista me mira por encima de unas gafas con cordel. Su voz, entonces, me suena cavernosa, profunda, como del más allá. ¿Está usted seguro que no lo sabe? A mí, ese juego de preguntas me sobrepasa. Sin embargo, soy un ludópata de las palabras. ¿A qué cree que he venido? Desembuche, le digo, casi perdiendo los nervios. No soporto las esperas, lo reconozco, como también odio las colas a la puerta del cine. Es algo innato. La mujer me sonríe entre irónica, socarrona y exasperantemente elocuente. Hombre, no me diga que no lo sabe, levantando con su huesuda mano derecha la susodicha carta. Está usted enamorado.
Volví a casa. Cerré todas las ventanas, en un superlativo esfuerzo por concentrarme. Y es que solo me asaltaba una pregunta. Cruda, crucial. ¿De quién narices estaría yo enamorado?