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11 de diciembre de 2008

Ella está al otro lado del espejo

La mujer pareció despertarse en aquella playa. Una larga playa, resplandeciente bajo el calor. Un calor que le acariciaba tiernamente la piel. Un calor casi sensual. Tal vez sin casi.
Recorrió con la mirada, alrededor suyo, cada paso que daba. Playa, sol, mar, las montañas a su espalda. Pero no vio a nadie más. Estaba sola en aquel inhóspito paraje, sin saber de dónde venía, quien era, y sobre todo, sin importarle las respuestas. Sin nombre ni pasado, solo presente, y con un futuro sin acabar.
Miró curiosa a su alrededor. Decididamente estaba sola. Sola bajo un cielo tan azul, como los ojos de alguien a quien no podía acabar de recordar. Y estaba desnuda. Tan desnuda por fuera, que se sintió avergonzada, al darse cuenta. Se tapó con las manos todo lo que pudo de su cuerpo, pero al instante razonó que, en aquella playa, donde nadie había, nadie podía verla, por tanto. Tampoco sabía cómo se llamaba, no recordaba. Pero, no sabría explicar bien porqué, no le importaba ya demasiado.
Alzó la vista, y volvió a mirar otra vez. Hundió firmemente sus pies en la arena que le rodeaba. Un calor suave y de color ocre, que parecía que estuviese a punto de hacerla desaparecer en su inmensidad, en su totalidad, y que le hacía creer en la posibilidad de una existencia eterna, la envolvía.
Comenzó, entonces, a caminar hacia la orilla. Deseaba sentir cómo las olas le acariciaban la piel. Cómo la sal de aquel mar extraño, desconocido, le hacía revivir algún recuerdo. Sus piernas parecían no pesar absolutamente nada. Necesitaba creer que estaba viviendo cada momento, cada instante, como una vida nueva, como un constante renacer. Vivir eternamente. Tal vez fuese eso que le estaba pasando, la verdadera eternidad.
Por fin tocó el mar. Se agachó para recoger agua entre sus manos. Cuando el océano resbaló entre esas mismas manos, cayendo entre sus dedos como manantial de vida, sintió una extraña sensación de bienestar. ¿Qué podía significar? Solo su memoria lo podía saber. Y ahora mismo no sentía la necesidad, la angustia, de conocer el pasado. La curiosidad era solo cosa del presente. Ni siquiera del futuro.
Se miró las manos, aún mojadas, perladas por pequeñas gotas semejantes al rocío de unas mañanas desconocidas, minúsculas lupas de rayos de sol. Era su piel morena, sus dedos finos, las uñas cortas. Miró instintivamente el resto de su joven cuerpo. ¿Qué rostro tendría? ¿Sería hermosa o fea, o tal vez dulce? Suspiró. Era la curiosidad del presente, absurdo en la soledad que le rodeaba.
Recogió, nuevamente, agua del mar con sus manos cóncavas. Se la llevó a la cara y, sin pensarlo, se mojó el rostro. Al instante, notó cómo se le estiraba toda la piel de sus pómulos, sus labios se llenaban de sal, y su mirada cobraba un sentimiento primitivo. Se tendió en la arena, por puro placer, mojados los pies en la orilla, acariciados por la constancia de las olas, como si el corazón del mar bombease su sangre salada hasta ella, rodeándola de un mensaje que se le escapaba. ¿Qué le quería decir el océano? Se quedó dormida.
Cuando volvió a abrir los ojos, parecía que había dormido horas. No debía ser así, puesto que el sol continuaba atado allí arriba, imperturbable en su cénit. El paisaje inmutable también. ¿Habría pasado tan solo un instante? Algo en su interior le impulsaba a pensar que la respuesta era intrascendente. No le importaba, realmente, el paso del tiempo.
Decidió que tenía que levantarse, continuar observando, conocer algo más de lo que le rodeaba. Marchar. Así lo hizo.
Cuando llevaba un rato caminando, llegó a un punto en el que la playa giraba a la izquierda, rodeando un pequeño promontorio. Al acercarse allí, notó una sombra sobre la arena, que no era la suya. Miró al cielo, cerca del sol. Tuvo que protegerse los ojos con su mano, para poder ver bien. Una gaviota sobrevolaba un firmamento azul cobalto sin nubes. Entornó los párpados para verla mejor. Se perdió entonces en la lejanía. Volvía a estar nuevamente sola. Una lágrima comenzó a resbalar, en aquel momento, por su mejilla. ¿Por qué lloraba? No recordaba haber estado nunca acompañada. No recordaba a nadie. Sus ojos dejaron de llorar.
Siguió caminando. Le pareció escuchar, entonces, un sonido lejano. Tres pasos más adelante, el sonido pareció aún más claro. Un sonido conocido. Se intuía, incluso, como música. Sí, eso era, una música que parecía salir de entre los árboles, de las piedras, de las montañas de aquella playa desierta, de aquella isla infinita que no podía comprender. ¿Acaso ella también tendría a Viernes para romper su soledad? Volver. Esa era la palabra que le evocaba aquella música. Una palabra antigua, como salida de un gramófono. ¿Qué querría decir todo eso?
Se acercó, entonces, hacia la muralla verde que aparecía más allá de la arena. Mientras lo hacía, el calor iba dando paso, poco a poco, a una sensación de frescor, que parecía salir de la sombra, de la profundidad verde, y que le recorría la piel, sin dejar de ser. A la vez, agradable. Se sentía bien.
Mientras se acercaba, cayó en la cuenta de que aquella música que escuchaba antes en la lejanía, y que no había acabado de reconocer, aún sabiendo que la reconocía en su olvido, había dado paso a un rumor cada vez más cercano, como si de una cascada de agua se tratase.
Se adentró en la espesura, con sumo cuidado de no herir su cuerpo, desvalido debido a la desnudez, apartando las grandes hojas de aquellas plantas que nunca había visto antes, y respirando profundamente aquel olor de hierba húmeda. Finalmente, logró llegar al borde de un pequeño claro donde, sobre un riachuelo que parecía volver a perderse bajo la tierra, caía el agua cristalina de aquella ya imaginada cascada.
Se acercó, esta vez con decisión, y arrodillándose bajo la caída del agua, mojó sus labios. Luego decidió que le apetecía beber de aquella agua fresca, dulce y pura, y así lo hizo, notando como esta recorría cada centímetro del interior de su cuerpo, hasta llegar a su estómago. Se sentía viva, volvía a ser agua.
Fue entonces cuando, en su mente, apareció como una revelación la posibilidad de ver su cara reflejada en aquellas aguas. Se agachó nuevamente buscando, esta vez sí, su reflejo, pero este, inmisericorde, se negó a surgir. El agua, que corría turbulenta sobre alisadas piedras, hacía que su rostro se desvayese constantemente entre retazos inexpresivos, como si ella fuese el retrato de un pintor cubista. No se podía reconocer. Volvió, entonces, a aparecer una lágrima en su rostro. Ni siquiera podía hacerse compañía a sí misma.
Se secó la lágrima. No valía la pena llorar. Hubiese sido peor verse y no reconocerse. Tal vez fuese mejor así, después de todo.
Retornó a la playa. Algo que escapaba a su control parecía atraerla, otra vez, hacia aquel lugar.
Al volver a hundir los pies desnudos en la arena, llegó a la conclusión de que allí era donde realmente quería estar. Bajo el calor del sol, entre las caricias de la brisa cálida. Volvió nuevamente a estirarse en la arena dorada, pero esta vez su cuerpo se convirtió en un ovillo. Quería volver a sentirse dentro del vientre materno, sin saber siquiera, a estas alturas, quien podía ser su madre. Ahora mismo lo era el universo entero, con eso le bastaba. Y tuvo nuevamente la necesidad de dormir.
Al cabo de otro tiempo indefinido, volvió a abrir los ojos. Esta vez su cabeza parecía no haber descansado. ¿Dónde podría estar su madre?
Aquella sensación de soledad la rompió un ruido. Otro más. Esta vez era como un silbido lejano. Frunció el ceño. ¿Acabaría aquella playa descubriéndole todos sus secretos alguna vez?
Miró hacia la orilla. A lo lejos le pareció distinguir la silueta difusa, brumosa, de un hombre. No podía distinguir ni el color de su pelo, ni de su piel, ni sus ojos. Era como una sombra, que estuviese de pie delante del mar. Quiso acercarse, pero cada vez que lo hacía, aquella figura se iba alejando sin caminar, siempre a la misma distancia, nunca más lejos, jamás más cerca.
Finalmente, ella se detuvo, cansada. Era imposible su misión. Tendría que conformarse con lo que le era dado.
Le observó mejor, con mayor detenimiento. No sabía quién era, pero su presencia no hizo que ella cubriese su desnudez. ¿Le conocía? Si él no se lo decía, no podría saberlo. Intentó alzar la voz para preguntárselo, pero esta pareció perderse sobre el mar. ¿Cómo era su voz? No la reconoció. Él tampoco.
Un leve escalofrío erizó su piel, a la vez que su estómago se anudaba. Tuvo la sensación de que aquel no era su marido. ¿Ella había tenido amantes, amores platónicos? ¿Quién era aquel hombre? Lo que era seguro es que era alguien muy importante para ella.
Pareció, entonces, darse cuenta que jamás podría acabar de saberlo, ya que todo aquel universo parecía enseñarle sin mostrarle. Por eso decidió que no quería ver más a aquel hombre. Se había cansado de perseguirse sin encontrarse.
Continuó caminando sin mirar más allá, la vista perdida en el azul del cielo, hasta que percibió que la figura de aquel hombre ya no estaba. ¿Y ella, donde estaba? Nadie le respondía.
Hubo un momento en que volvió a estar cansada. Quiso sentarse, pero al intentar hacerlo, se dio cuenta que la fina arena se había transformado en gruesas piedras. ¿Cómo no se había dado cuenta antes que estaba caminando por otra playa? Tal vez sus pensamientos extraviasen la realidad. Se acercó a la orilla, esta vez con cuidado de no hacerse daño. Miró hacia el horizonte, y se dió cuenta que este no se acababa, que nada lo detenía.
Entró, entonces, lentamente en el agua, decidida, y cuando estuvo cubierta ya por la cintura, comenzó a nadar. Se sentía bien, mucho mejor, de hecho. Se sumergió bajo las olas, y allí, como por instinto abrió los ojos, descubriendo un paisaje impresionante en colores y vida. Por fin se asomaba a lo que se le escondía. Y allí, dentro de aquel vientre acuoso, se reveló una sonrisa, no dos, sino solo una, que se le presentaba en cualquier piedra, en cualquier coral. Allí era donde quería estar, pensó. Cerca de aquella libertad. Deseaba volver, explicárselo a alguien. ¿Pero, a quién? ¿Al hombre de la sombra? ¿A la gaviota, tal vez? ¿O a ella misma? Pero, en definitiva, ¿quién era ella? ¿Y por qué no se lo había preguntado antes? ¿Acaso no le importaba ni siquiera a ella misma? Decidió entonces volver a la playa.
Allí tumbó su cuerpo desnudo, tembloroso, mojado, inexpresivo. Cerró suavemente los ojos, cansada, y volvió a dormir.

María le dio un beso en la mejilla a su abuela.
-Adiós, tata, te vendremos a ver dentro de poco, así que cuídate -cogió un vaso de agua fresca de su lado y se lo puso en los labios- bebe un poco más
Laura puso la mano sobre el hombro de su hermana.
-No te escucha, María, ni nos ve. Ya sabes cómo es la enfermedad de la abuela.
María suspiró, clavando sus ojos azules en la oscuridad inalterable de los de su abuela.
-Sí, lo sé, pero siempre tengo la esperanza de que en el fondo, aunque sea muy en el fondo, sabe que estoy aquí.
-Te entiendo -Laura bajó un poco el volumen de la música que sonaba en la radio-, a mí también me gustaría que nos entendiese,-suspiró profundamente- pero ya sabes lo que le ha dicho el médico a mamá, que cada día irá deteriorándose, y que lo hemos de ir asimilando. Ya padeció mucho con la muerte del abuelo.
María sopló suavemente sobre el rostro de su abuela.
-Lo entiendo, pero en el fondo, se que ella existe en otro mundo, y no me preguntes cuál, que no lo sé –se acercó con la mejor de las sonrisas y le dio un beso en la mejilla- Adiós, tata.
Laura también lo hizo, y mientras se alejaban por el jardín del centro donde cuidaban de su abuela, algo, un presentimiento, le hizo girarse. Durante un segundo, a Laura le pareció ver una sonrisa en el rostro de su abuela. Seguramente había sido un error, así que Laura volvió a sonreír a aquella ancianita, mientras veía como una enfermera se acercaba a darle otro vaso de agua. Luego marchó.
Ella se quedó atrás, su cuerpo tendido en la arena de la playa, bajo el cálido abrazo del sol del mediodía.