Beatriz abre los ojos una
mañana de domingo. Acaba de despertar de un sueño tan profundo, tan reparador, que se
siente hasta agotada. ¿No tendría que ser al contrario? La calidez de las
sábanas contrasta con el frío que se percibe en el resto de la habitación. Gira
su cuerpo hacia el medio, ya que está acostumbrada a dormir siempre sobre uno
de sus costados y mirando hacia fuera. A su lado, el hombre con el que vive
desde hace casi cuarenta años respira profundamente. Beatriz solo puede verle
la coronilla, y el poco pelo gris que aún conserva como un tesoro. Le toca la
cabeza con suavidad, como para despertarlo con ternura. Él se da la vuelta, y
abre sus pequeños ojos negros para mirarla desde el recién descubierto mundo
del día siguiente. Beatriz le sonríe con aquella ternura infinita que da sentir
que el pasado ya es más que el futuro, y
siente el deseo de acariciarle la mejilla con ternura.
-Te quiero.
Él la mira desde la
profundidad de sus propios pensamientos, sus íntimos sentimientos, y durante
tres o cuatro inagotables segundos se la que da mirando como el que no sabe qué
responder. Luego cierra los ojos, se da la vuelta, se levanta y marcha al baño,
mientras Beatriz no sabe si sentirse mal o simplemente pensar que todo ha de
seguir igual para que nada cambie. Y nada podrá hacerlo. Tampoco ella nunca
será capaz de recriminarle, preguntarle el
porqué de sus silencios, ni siquiera ya llorar. Este no era el futuro
imaginado, soñado cuando se conocieron. Tampoco sería el de él. Y sin embargo,
ya nada quedaba más allá de la costumbre, de la mutua compañía. Así que
mientras él seguía en el baño, maldita próstata, ella se desnudó, abrió el
armario, se puso el vestido más bonito que encontró, el abrigo, el bolso y unos
zapatos cómodos, y salió por la puerta de casa. Seguro que en este momento
estaría preguntando cuando le haría el desayuno, sin saber que su compañía se
había terminado ya en el de ayer, y que ahora sus caminos empezaban a
desencontrarse. Tal vez tarde, tal vez, pero en algún momento hay que decir adiós
sin mirar atrás. En el fondo, su silencio había sido la respuesta que tantos
años había estado negando, así que Beatriz llegó a la parada del autobús y
esperó. Ahora su sonrisa pesaba menos, solo dependía de ella.