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28 de septiembre de 2008
Equipajes.
In memoriam.

25 de septiembre de 2008
Sinergia

22 de septiembre de 2008
Nunca palabras tan hermosas se han vuelto a escribir.

La cárcel compartida.

21 de septiembre de 2008
Publicidad Fiat Grande Punto en Francia
20 de septiembre de 2008
El cuaderno de Saramago
11 de septiembre de 2008
Infinito espejo.

Si alguien me preguntase desde cuando la recuerdo, no sabría decir otra cosa más que desde siempre. Algunos días, al salir de casa, me he llegado a preguntar a quién pertenecería aquella herrumbrosa chatarra. O a quien habría pertenecido. Ni siquiera sé si, alguna vez, ha sido de alguien de mi familia. O si alguien la había dejado apoyada al pasar, y allí había quedado olvidada. Tampoco a nadie le he preguntado. Ha ido oxidándose allí, poco a poco, como si de un árbol que crece y ve pasar el tiempo se tratase. Preguntarme a mi mismo quién podría haber paseado alguna vez en ella, no creo ya que sea importante. Lo realmente importante es verla sin hacerlo, e imaginar historias en las cuales mis personajes ficticios recreen vivencias que solo nacen de mi imaginación.
He visto pasar delante de ella hermanos, padres, tíos, luego sobrinos, e incluso nietos, pero ninguno la ha mencionado. Todos parecemos ignorarla. Como si negásemos su sola existencia. Como si nos molestara, o asustara, la sola visión de aquel cochambroso manillar, de los radios rotos, o de sus piñones, secos como los pechos de una anciana. Todos la hemos visto, presentido, pero nadie la ha querido mirar de frente, y mucho menos tocar. Como si aquel vehículo, salido de la profundidad de la memoria perdida, formase ya parte del todo, y a la vez, expirase en el marasmo de la nada.
Recuerdo que hubo una noche, hace muchos años, en la cual el viento azotó con desmesura todo el pueblo, arrancando árboles y tejas por doquier. Yo tendría diez años, más o menos. Oí perfectamente, desde el cuarto que compartía con mis seis hermanos, como la bicicleta caía al suelo, haciendo un ruido ensordecedor al hacerlo. Todos en la casa, estoy seguro, nos despertamos sobresaltados pensando que, cuando nos levantásemos por la mañana, ya no estaría apoyada en la pared, aunque ninguno hubiésemos hecho nunca ninguna referencia a ella.
Sin embargo, con el alba, y al salir a las labores del campo, allí continuaba de pie, apoyada en el mismo lugar. ¿Quién la había puesto de nuevo allí? Ninguno preguntó, ninguno reconoció haberlo hecho. Era como si algo que aparentemente no existe, ya que nadie habla de ello, tampoco pudiese desaparecer. Tal vez alguien, o todos, creían en que si no hubiese estado, la mala suerte se hubiese cernido sobre todos nosotros. Como un ángel de la guarda, visible e invisible a la vez, al que nunca nos atrevíamos a hacer preguntas. Simplemente creíamos en él, y temíamos no tenerlo.
Pero el hecho más extraño, y el que marcó definitivamente nuestro interior, sucedió poco después, al caer enfermo mi hermano Andrés. Era el pequeño, y apenas contaba entonces con cuatro años de edad. Un día, sin saber como, cogió unas fiebres inexplicables, que no parecían querer bajar con ningún medicamento que le fuese administrado. El médico del pueblo, el buen doctor Sófocles Castro, rodeado de sus inabarcables años de experiencia, no nos daba ninguna esperanza. Tan solo esperar. Tan solo rezar. En eso estaba de acuerdo con el capellán del pueblo, un hombre que decía haber visto al diablo cantando bajo una higuera, antes de profesar la fe.
Pero Andrés, a pesar de todo, de jarabes y rezos, de desvelos y cuidados de mi madre, que le cantaba siempre la misma nana incansable, cada día que pasaba estaba peor. Su vida se apagaba, y ni mis padres, ni el resto de mi familia, sabíamos como impedirlo. Dos semanas llevaba ya el niño a las puertas de la muerte. Incluso el carpintero, había empezado a fabricar una pequeña caja de madera para él.
Hasta que un día, y cuando ya no parecía haber remedio, no se sabe bien como, alguien puso una pequeña vela delante de la bicicleta. Una vela de aquellas que se ponen a los santos, cuando quieres pedirles algo. Por la noche, para sorpresa de todos, Andrés pareció responder mejor a las medicinas, bajándole la fiebre con baños de agua fría. Por la mañana, las velas ya eran dos. Andrés dejó de toser. Al día siguiente, aparecieron incluso flores, además de más velas encendidas, hasta conformar lo que se podría denominar un verdadero altar. Una semana después, Andrés ya podía levantarse de la cama, y las velas y demás, fueron retiradas sin que nadie lo viera. Nada. Nadie vio nada. Como siempre. Pero es que tampoco nadie nada comentó. Ni un ligero desliz. Todo era silencio absoluto alrededor de aquel objeto, continuamente presente en nuestras vidas. Pero, a pesar de que todo parecía volver a ser como antes, ya nada volvería a ser lo mismo. O al menos no exactamente.
El doctor Castro no daba crédito a lo que había visto. La vida de mi hermano pequeño había estado a punto de escapársele de las manos, sin poder hacer nada por remediarlo, sintiendo impotencia, para sin embargo, de un día para otro, haberse curado del mal que aprisionaba su cuerpo. Él les dijo a mis padres que, seguramente, la enfermedad que fuese que había atenazado al pequeño Andrés, había seguido su curso y que, finalmente, el organismo había reaccionado creando, él solo, defensas frente a tan extraño mal. Mis padres escucharon con respeto al hombre que más conocimientos tenía de todos aquellos a los que habían conocido. Sin embargo, todos en mi familia parecíamos estar convencidos de que, la verdadera fuente de curación estaba recostada en la pared de nuestra casa, al lado de la puerta. Se notaba en nuestras miradas, en nuestros silencios inquisidores, ya que todos nos mirábamos sabiendo, pero sin querer admitirlo.
Han pasado los años, muchos, desde aquel hecho, y la presencia de la bicicleta continúa acompañándonos a todos. Cada mañana al salir de casa. Cada tarde al regresar. Cada instante que pasamos en ella. Nadie la nombra. Nadie la menciona. Pero todos saben que está ahí. Ni siquiera los niños hacen nunca mención. Hay algo en los genes de nuestra familia que parece indicarnos desde el nacimiento que no podemos mencionarla, casi ni mirarla. Al menos abiertamente. Como si de un espíritu se tratase. Mis nietos han aprendido solos esta tradición familiar. De vez en cuando, ciertamente, alguna pequeña plegaria se nos escapa en nuestro fuero interno, estoy seguro de ello. Su presencia nos intimida, es verdad, pero a la vez nos conforta. Y si alguien padece o necesita, allí está la figura de las dos ruedas y los radios rotos, para poder obtener esperanza. No creo que nadie que no sepa, nos comprenda. Es bien igual. Ella vive allí, con nosotros, entre nosotros. ¿Tal vez alguien ha visto a Dios alguna vez? Y seguirá así, hasta que el último de mi familia no vuelva ya a pisar esta casa. Hasta que todos nosotros pasemos. O incluso más allá del último que eche la llave. Tal vez sea este el motivo por el que, finalmente, nos recordarán. O tal vez no, y nadie se atreva nunca a nombrarla, hasta desaparecer, por fin, para siempre, de la vida de alguien, como un infinito espejo.
9 de septiembre de 2008
La librería más bella del mundo.

El niño con el pijama a rayas

8 de septiembre de 2008
Cruzando el mar rojo. Siloé de Izan

7 de septiembre de 2008
Una mirada de seducción



6 de septiembre de 2008
El olvido de Pablo Aguirre

Pablo Aguirre abrió los ojos, como movidos por un resorte. Se despertó asustado, con el molesto presentimiento de que había olvidado algo, y que no podía recordar qué podía ser. Dió varias vueltas en la cama, intranquilo. No había manera de volver a conciliar el sueño. Le atormentaba, le ahogaba, la idea de haber podido llegar a olvidar algo importante. Tal vez fuese una cita, o tal vez algún mensaje que debía recordar. Cabía incluso la posibilidad de que aquello que había olvidado pudiese ser la visita importante a un médico… ¿Cómo podía haberlo olvidado, no llegar a recordarlo? A pesar de sus años, siempre había tenido buena memoria.
Y es que el mero hecho de intentar recordar, parecía poner en marcha algún mecanismo recóndito de su cerebro que borraba cualquier síntoma de llegar a conseguirlo. Cuanto mayor era su empeño, más difícil parecía el poder llegar a recordar algo. Se imaginaba como un ratón dando vueltas en su rueda, intentando alcanzar infructuosamente su trozo de queso.
Dio varias vueltas en la cama. La oscuridad de la habitación era total, y eso solo podía significar que aún era noche cerrada. No llegaba ni un solo sonido de la calle. Aguzó aún más el oído, pero aún así, todo parecía en silencio allá fuera. Volvió a cerrar los ojos, nervioso, intentando volver a conciliar el sueño, pero no parecía que hubiese manera. Dormir se había convertido en algo imposible, prácticamente inalcanzable. Y lo peor de todo, era que no dejaba de darle vueltas al hecho de si lo que había olvidado era algo que debía hacer, o tal vez alguna cosa ya no habría hecho. Extraña sensación.
De repente, oyó ruido al otro lado de la pared. Parecía la voz profunda de un hombre la que estaba hablando. Seguro que María, la vecina morena y exuberante, había traído de nuevo visita masculina a su casa. Entonces notó un frío repentino, y luego un mareo, por lo que optó por taparse con la manta. Ultimamente estos síntomas le pasaban más a menudo. Giró entonces el cuerpo de costado, para intentar conciliar mejor el sueño, pero la idea de su mente en blanco parecía perseguirle en la vigilia ¿qué era lo que podía haber olvidado? Seguro que debía ser algo importante, pero ¿el qué?
Un fuerte olor a humedad parecía inundar ahora la habitación. Otra vez el lavabo, que perdía agua. ¿Podía ser eso lo que había olvidado, llamar al fontanero? No, eso ya lo había hecho el lunes, pero le habían dicho que hasta el viernes no podría pasarse, demasiado trabajo atrasado. Oyó entonces llorar al otro lado de la pared. Tal vez el fulano ese de la voz profunda le había pegado a María, lo que no sería extraño, ya que sus acompañantes los conocía en el club aquel, en el que trabajaba por las noches de bailarina. En fin, solo pedía que algún día no le pasase realmente algo grave, ya que en el fondo, aquella chica desgarbada y presumida, le caía bien.
Pero, ¿qué había olvidado?... Un lamento. Un ruido como de un golpe. Tal vez fuese la pobre María… solo esperaba que esta vez no le hicieran daño. Tantas veces le habían roto ya el corazón…
Si, eso era. Por fin lo recordaba. Al fin podía cerrar los ojos, dormir y descansar. Pablo Aguirre recordó con satisfacción, lo que hasta entonces había estado olvidando. Y es que, en definitiva, nadie puede descansar en paz hasta acordarse de su propia muerte.
5 de septiembre de 2008
Un reflejo de la rutina.

4 de septiembre de 2008
Descubierto el gen de la infidelidad.

En el estudio, los investigadores buscaron un gen que es similar en humanos y ratas, llamado AVPR1A, que ayuda a explicar por qué las ratas de pradera son monógamas y las de montaña no.
En humanos, los estudios han mostrado que ciertas variaciones del AVPR1A están relacionadas con la agresividad, la edad del primer acto sexual y el altruismo.El equipo de Walum descubrió que los hombres con la misma variante del gen, conocido como 334, obtuvieron una puntuación baja en su escala de lazos afectivos de pareja, y eran menos propensos a casarse.
Los hombres con dos copias del 334 tenían el doble de posibilidades de haber tenido una crisis de pareja en el último año, y sus esposas eran mucho más propensas a indicar insatisfacción con sus matrimonios.
Más del 30 por ciento de los hombres que tenían al menos una copia del 334 estaba soltero, frente al 17 por ciento de los hombres que no tenían ninguna copia.
3 de septiembre de 2008
Numero 1. Nuevo disco de Makaroff

Exposicion Gustave Coubert. Montpellier

2 de septiembre de 2008
Inercia. Próximo disco de Manuel Carrasco

1 de septiembre de 2008
Apertura Ruy López

Rodrigo López de Segura nació en Zafra seguramente en 1540 y murió en Madrid hacia 1580, aunque estas fechas no son del todo seguras. Sus padres eran mercaderes acomodados, con casa y escudo en la Plaza Grande de la localidad. Fue clérigo de la parroquia de la Candelaria en Zafra y más tarde pasó a la corte de Felipe II, en condición de confesor y consejero real. Considerado campeón del mundo al menos entre 1570 y 1575, cuando fue derrotado por Leonardo da Cutri.
Desde joven Ruy López fue un enamorado del ajedrez y se dice que uno de los que más influyó en él fue Damiano, quien había publicado un libro en 1512 y que López estudió. En 1560 llegó a Romapor asuntos eclesiásticos y allí derrotó a los mejores ajedrecistas italianos. Repitió su hazaña en 1573 durante el pontificado de Gregorio XIII, y es importante señalar que Italia era, por esa época, el más importante centro ajedrecístico de Europa, especialmente Roma. Había vencido dos veces a Leonardo da Cutri, y era considerado el mejor jugador del mundo. Escribió su Libro de la invención liberal y arte del juego del ajedrez, muy útil y provechosa para los que de nuevo quisieren depreder a jugarlo, como para los que ya lo saben jugar, en 1561.
Apertura española: