Después de leer el libro de John Boyne, que tanta gente me había recomendado enfáticamente, no he podido dejar de tener una serie de sentimientos contradictorios. No es el tema, es cómo se enfoca. Por un lado, me ha parecido una utilización histriónica de un hecho maldito para hurgar en el sentimiento más profundo que nos mueve, la compasión. Demasiado fácil. No entiendo muy bien si es que no he leído el libro cuando tenía que hacerlo, o es que mi manera de enfrentarme a la literatura coacciona el pensamiento que desea transmitirme el autor. No quiero erigirme en juez, solo explicar el páramo de motivaciones en que se ha convertido la lectura de El niño con el pijama de rayas. No es la historia, ni el argumento lo que no me encaja. Ojalá yo fuese capaz de escribir algo así. Lo reconozco, pero hablo de algo más personal, de un transfondo de tristeza que ha bloqueado mi lectura. Ya sé, son argumentos personales, pero para mí cualquier motivación es personal, y me ha dolido la mera utilización de subterfugios, de emboscadas narrativas, para describir una historia demasiado universal. Me he sentido lector engañado, por encima de cualquier moralidad, que queda sujeta a mi estricta conciencia, primer horrorizado por el horror, porque la utilización que he percibido del holocausto, es lo que realmente me ha desagradado. Desde este momento, creo ser el único europeo que piensa así.