Delante de la puerta de la casa de mis padres, desde siempre he visto la bicicleta. Desde mi más tierna infancia, tengo recuerdos de aquel artefacto de dos ruedas, apoyado a poca distancia del quicio de entrada, sobre la pared encalada de la fachada. Fuese invierno o verano, otoño o primavera, allí estaba inmutable aquella vieja bicicleta.
Si alguien me preguntase desde cuando la recuerdo, no sabría decir otra cosa más que desde siempre. Algunos días, al salir de casa, me he llegado a preguntar a quién pertenecería aquella herrumbrosa chatarra. O a quien habría pertenecido. Ni siquiera sé si, alguna vez, ha sido de alguien de mi familia. O si alguien la había dejado apoyada al pasar, y allí había quedado olvidada. Tampoco a nadie le he preguntado. Ha ido oxidándose allí, poco a poco, como si de un árbol que crece y ve pasar el tiempo se tratase. Preguntarme a mi mismo quién podría haber paseado alguna vez en ella, no creo ya que sea importante. Lo realmente importante es verla sin hacerlo, e imaginar historias en las cuales mis personajes ficticios recreen vivencias que solo nacen de mi imaginación.
He visto pasar delante de ella hermanos, padres, tíos, luego sobrinos, e incluso nietos, pero ninguno la ha mencionado. Todos parecemos ignorarla. Como si negásemos su sola existencia. Como si nos molestara, o asustara, la sola visión de aquel cochambroso manillar, de los radios rotos, o de sus piñones, secos como los pechos de una anciana. Todos la hemos visto, presentido, pero nadie la ha querido mirar de frente, y mucho menos tocar. Como si aquel vehículo, salido de la profundidad de la memoria perdida, formase ya parte del todo, y a la vez, expirase en el marasmo de la nada.
Recuerdo que hubo una noche, hace muchos años, en la cual el viento azotó con desmesura todo el pueblo, arrancando árboles y tejas por doquier. Yo tendría diez años, más o menos. Oí perfectamente, desde el cuarto que compartía con mis seis hermanos, como la bicicleta caía al suelo, haciendo un ruido ensordecedor al hacerlo. Todos en la casa, estoy seguro, nos despertamos sobresaltados pensando que, cuando nos levantásemos por la mañana, ya no estaría apoyada en la pared, aunque ninguno hubiésemos hecho nunca ninguna referencia a ella.
Sin embargo, con el alba, y al salir a las labores del campo, allí continuaba de pie, apoyada en el mismo lugar. ¿Quién la había puesto de nuevo allí? Ninguno preguntó, ninguno reconoció haberlo hecho. Era como si algo que aparentemente no existe, ya que nadie habla de ello, tampoco pudiese desaparecer. Tal vez alguien, o todos, creían en que si no hubiese estado, la mala suerte se hubiese cernido sobre todos nosotros. Como un ángel de la guarda, visible e invisible a la vez, al que nunca nos atrevíamos a hacer preguntas. Simplemente creíamos en él, y temíamos no tenerlo.
Pero el hecho más extraño, y el que marcó definitivamente nuestro interior, sucedió poco después, al caer enfermo mi hermano Andrés. Era el pequeño, y apenas contaba entonces con cuatro años de edad. Un día, sin saber como, cogió unas fiebres inexplicables, que no parecían querer bajar con ningún medicamento que le fuese administrado. El médico del pueblo, el buen doctor Sófocles Castro, rodeado de sus inabarcables años de experiencia, no nos daba ninguna esperanza. Tan solo esperar. Tan solo rezar. En eso estaba de acuerdo con el capellán del pueblo, un hombre que decía haber visto al diablo cantando bajo una higuera, antes de profesar la fe.
Pero Andrés, a pesar de todo, de jarabes y rezos, de desvelos y cuidados de mi madre, que le cantaba siempre la misma nana incansable, cada día que pasaba estaba peor. Su vida se apagaba, y ni mis padres, ni el resto de mi familia, sabíamos como impedirlo. Dos semanas llevaba ya el niño a las puertas de la muerte. Incluso el carpintero, había empezado a fabricar una pequeña caja de madera para él.
Hasta que un día, y cuando ya no parecía haber remedio, no se sabe bien como, alguien puso una pequeña vela delante de la bicicleta. Una vela de aquellas que se ponen a los santos, cuando quieres pedirles algo. Por la noche, para sorpresa de todos, Andrés pareció responder mejor a las medicinas, bajándole la fiebre con baños de agua fría. Por la mañana, las velas ya eran dos. Andrés dejó de toser. Al día siguiente, aparecieron incluso flores, además de más velas encendidas, hasta conformar lo que se podría denominar un verdadero altar. Una semana después, Andrés ya podía levantarse de la cama, y las velas y demás, fueron retiradas sin que nadie lo viera. Nada. Nadie vio nada. Como siempre. Pero es que tampoco nadie nada comentó. Ni un ligero desliz. Todo era silencio absoluto alrededor de aquel objeto, continuamente presente en nuestras vidas. Pero, a pesar de que todo parecía volver a ser como antes, ya nada volvería a ser lo mismo. O al menos no exactamente.
El doctor Castro no daba crédito a lo que había visto. La vida de mi hermano pequeño había estado a punto de escapársele de las manos, sin poder hacer nada por remediarlo, sintiendo impotencia, para sin embargo, de un día para otro, haberse curado del mal que aprisionaba su cuerpo. Él les dijo a mis padres que, seguramente, la enfermedad que fuese que había atenazado al pequeño Andrés, había seguido su curso y que, finalmente, el organismo había reaccionado creando, él solo, defensas frente a tan extraño mal. Mis padres escucharon con respeto al hombre que más conocimientos tenía de todos aquellos a los que habían conocido. Sin embargo, todos en mi familia parecíamos estar convencidos de que, la verdadera fuente de curación estaba recostada en la pared de nuestra casa, al lado de la puerta. Se notaba en nuestras miradas, en nuestros silencios inquisidores, ya que todos nos mirábamos sabiendo, pero sin querer admitirlo.
Han pasado los años, muchos, desde aquel hecho, y la presencia de la bicicleta continúa acompañándonos a todos. Cada mañana al salir de casa. Cada tarde al regresar. Cada instante que pasamos en ella. Nadie la nombra. Nadie la menciona. Pero todos saben que está ahí. Ni siquiera los niños hacen nunca mención. Hay algo en los genes de nuestra familia que parece indicarnos desde el nacimiento que no podemos mencionarla, casi ni mirarla. Al menos abiertamente. Como si de un espíritu se tratase. Mis nietos han aprendido solos esta tradición familiar. De vez en cuando, ciertamente, alguna pequeña plegaria se nos escapa en nuestro fuero interno, estoy seguro de ello. Su presencia nos intimida, es verdad, pero a la vez nos conforta. Y si alguien padece o necesita, allí está la figura de las dos ruedas y los radios rotos, para poder obtener esperanza. No creo que nadie que no sepa, nos comprenda. Es bien igual. Ella vive allí, con nosotros, entre nosotros. ¿Tal vez alguien ha visto a Dios alguna vez? Y seguirá así, hasta que el último de mi familia no vuelva ya a pisar esta casa. Hasta que todos nosotros pasemos. O incluso más allá del último que eche la llave. Tal vez sea este el motivo por el que, finalmente, nos recordarán. O tal vez no, y nadie se atreva nunca a nombrarla, hasta desaparecer, por fin, para siempre, de la vida de alguien, como un infinito espejo.
Si alguien me preguntase desde cuando la recuerdo, no sabría decir otra cosa más que desde siempre. Algunos días, al salir de casa, me he llegado a preguntar a quién pertenecería aquella herrumbrosa chatarra. O a quien habría pertenecido. Ni siquiera sé si, alguna vez, ha sido de alguien de mi familia. O si alguien la había dejado apoyada al pasar, y allí había quedado olvidada. Tampoco a nadie le he preguntado. Ha ido oxidándose allí, poco a poco, como si de un árbol que crece y ve pasar el tiempo se tratase. Preguntarme a mi mismo quién podría haber paseado alguna vez en ella, no creo ya que sea importante. Lo realmente importante es verla sin hacerlo, e imaginar historias en las cuales mis personajes ficticios recreen vivencias que solo nacen de mi imaginación.
He visto pasar delante de ella hermanos, padres, tíos, luego sobrinos, e incluso nietos, pero ninguno la ha mencionado. Todos parecemos ignorarla. Como si negásemos su sola existencia. Como si nos molestara, o asustara, la sola visión de aquel cochambroso manillar, de los radios rotos, o de sus piñones, secos como los pechos de una anciana. Todos la hemos visto, presentido, pero nadie la ha querido mirar de frente, y mucho menos tocar. Como si aquel vehículo, salido de la profundidad de la memoria perdida, formase ya parte del todo, y a la vez, expirase en el marasmo de la nada.
Recuerdo que hubo una noche, hace muchos años, en la cual el viento azotó con desmesura todo el pueblo, arrancando árboles y tejas por doquier. Yo tendría diez años, más o menos. Oí perfectamente, desde el cuarto que compartía con mis seis hermanos, como la bicicleta caía al suelo, haciendo un ruido ensordecedor al hacerlo. Todos en la casa, estoy seguro, nos despertamos sobresaltados pensando que, cuando nos levantásemos por la mañana, ya no estaría apoyada en la pared, aunque ninguno hubiésemos hecho nunca ninguna referencia a ella.
Sin embargo, con el alba, y al salir a las labores del campo, allí continuaba de pie, apoyada en el mismo lugar. ¿Quién la había puesto de nuevo allí? Ninguno preguntó, ninguno reconoció haberlo hecho. Era como si algo que aparentemente no existe, ya que nadie habla de ello, tampoco pudiese desaparecer. Tal vez alguien, o todos, creían en que si no hubiese estado, la mala suerte se hubiese cernido sobre todos nosotros. Como un ángel de la guarda, visible e invisible a la vez, al que nunca nos atrevíamos a hacer preguntas. Simplemente creíamos en él, y temíamos no tenerlo.
Pero el hecho más extraño, y el que marcó definitivamente nuestro interior, sucedió poco después, al caer enfermo mi hermano Andrés. Era el pequeño, y apenas contaba entonces con cuatro años de edad. Un día, sin saber como, cogió unas fiebres inexplicables, que no parecían querer bajar con ningún medicamento que le fuese administrado. El médico del pueblo, el buen doctor Sófocles Castro, rodeado de sus inabarcables años de experiencia, no nos daba ninguna esperanza. Tan solo esperar. Tan solo rezar. En eso estaba de acuerdo con el capellán del pueblo, un hombre que decía haber visto al diablo cantando bajo una higuera, antes de profesar la fe.
Pero Andrés, a pesar de todo, de jarabes y rezos, de desvelos y cuidados de mi madre, que le cantaba siempre la misma nana incansable, cada día que pasaba estaba peor. Su vida se apagaba, y ni mis padres, ni el resto de mi familia, sabíamos como impedirlo. Dos semanas llevaba ya el niño a las puertas de la muerte. Incluso el carpintero, había empezado a fabricar una pequeña caja de madera para él.
Hasta que un día, y cuando ya no parecía haber remedio, no se sabe bien como, alguien puso una pequeña vela delante de la bicicleta. Una vela de aquellas que se ponen a los santos, cuando quieres pedirles algo. Por la noche, para sorpresa de todos, Andrés pareció responder mejor a las medicinas, bajándole la fiebre con baños de agua fría. Por la mañana, las velas ya eran dos. Andrés dejó de toser. Al día siguiente, aparecieron incluso flores, además de más velas encendidas, hasta conformar lo que se podría denominar un verdadero altar. Una semana después, Andrés ya podía levantarse de la cama, y las velas y demás, fueron retiradas sin que nadie lo viera. Nada. Nadie vio nada. Como siempre. Pero es que tampoco nadie nada comentó. Ni un ligero desliz. Todo era silencio absoluto alrededor de aquel objeto, continuamente presente en nuestras vidas. Pero, a pesar de que todo parecía volver a ser como antes, ya nada volvería a ser lo mismo. O al menos no exactamente.
El doctor Castro no daba crédito a lo que había visto. La vida de mi hermano pequeño había estado a punto de escapársele de las manos, sin poder hacer nada por remediarlo, sintiendo impotencia, para sin embargo, de un día para otro, haberse curado del mal que aprisionaba su cuerpo. Él les dijo a mis padres que, seguramente, la enfermedad que fuese que había atenazado al pequeño Andrés, había seguido su curso y que, finalmente, el organismo había reaccionado creando, él solo, defensas frente a tan extraño mal. Mis padres escucharon con respeto al hombre que más conocimientos tenía de todos aquellos a los que habían conocido. Sin embargo, todos en mi familia parecíamos estar convencidos de que, la verdadera fuente de curación estaba recostada en la pared de nuestra casa, al lado de la puerta. Se notaba en nuestras miradas, en nuestros silencios inquisidores, ya que todos nos mirábamos sabiendo, pero sin querer admitirlo.
Han pasado los años, muchos, desde aquel hecho, y la presencia de la bicicleta continúa acompañándonos a todos. Cada mañana al salir de casa. Cada tarde al regresar. Cada instante que pasamos en ella. Nadie la nombra. Nadie la menciona. Pero todos saben que está ahí. Ni siquiera los niños hacen nunca mención. Hay algo en los genes de nuestra familia que parece indicarnos desde el nacimiento que no podemos mencionarla, casi ni mirarla. Al menos abiertamente. Como si de un espíritu se tratase. Mis nietos han aprendido solos esta tradición familiar. De vez en cuando, ciertamente, alguna pequeña plegaria se nos escapa en nuestro fuero interno, estoy seguro de ello. Su presencia nos intimida, es verdad, pero a la vez nos conforta. Y si alguien padece o necesita, allí está la figura de las dos ruedas y los radios rotos, para poder obtener esperanza. No creo que nadie que no sepa, nos comprenda. Es bien igual. Ella vive allí, con nosotros, entre nosotros. ¿Tal vez alguien ha visto a Dios alguna vez? Y seguirá así, hasta que el último de mi familia no vuelva ya a pisar esta casa. Hasta que todos nosotros pasemos. O incluso más allá del último que eche la llave. Tal vez sea este el motivo por el que, finalmente, nos recordarán. O tal vez no, y nadie se atreva nunca a nombrarla, hasta desaparecer, por fin, para siempre, de la vida de alguien, como un infinito espejo.