La niña de eternos ojos azules estaba sentada, acurrucada en una esquina, cantando una dulce canción de cuna a su muñeca. Y cada vez que sus desvalidos y eternos ojos azules derramaban infinitas lágrimas de tristeza, cuando el sonido de los gritos de sus padres se alzaba hasta alcanzar el infierno, ella apretaba aún más fuerte su querida muñeca contra el pecho, protegiéndose a ella misma mientras la cuidaba. Tenía la mirada perdida en el miedo y la tristeza, deseando que todo aquello acabase ya. ¿Es que no podían sus padres darse cuenta que ella existía, que también sufría? Tan solo quería que no se gritasen, que pensasen en cuanto se habían querido ellos, todos, aunque ahora pareciesen extraños, aunque ahora todo sonase ya a pasado. La niña de eternos ojos azules había aprendido, sin embargo, a guardar en silencio un secreto, aquel que aún no sabía que la perseguiría, atormentándola el resto de su vida. Porque los adultos no miran a su alrededor cuando se pelean, el mundo se les borra en su cara de ira, sin saber que quien más sufre, en silencio, es aquel más indefenso, aquel que más les quiere. Los ojos azules que más tiernamente les miran.