Las largas disquisiciones entre dos personas que tienen una motivación común, pero dos puntos de vista diferente, tienen tendencia a ser enriquecedoras para las dos partes. Otra cosa diferente sería si ambas partes son capaces de darse cuenta de lo que ello les beneficia. Y es que por mucho que algo nos una, siempre hay más factores que nos separan, y eso no es más que la consecuencia de la necesidad vital que tenemos todos de ser reconocidos, de ser valorados. Es decir, que si podemos imponer nuestra opinión sobre la de otro, esto nos proporciona una fuerte subida de endorfinas en el cerebro, lo que se transforma ineludiblemente en una sensación de satisfacción que aumenta nuestro ego, y que por lo tanto también nos alimenta la autoestima. Nada malo, desde luego.
Sin embargo, cuando esto sucede, y nos acostumbramos a ganar las batallas dialécticas que se nos presentan, nuestro ego tiene tendencia a reafirmarse desmesuradamente. Es entonces cuando podemos llegar a caer en la soberbia, una enfermedad que nos aleja de aquellos que nos rodean, transformándonos en algo más alá que héroes, que reyes para nosotros mismos, pero que pinta antes los otros un cuadro de discutible superioridad, algo realmente, ahora si, malo malísimo. No podemos perder nunca la brújula del respeto hacia los demás ni de la humildad de nuestras opiniones. Seguro que si no intentamos imponerlas, estas serán mucho mejor recibidas, y en definitiva, y de eso se trata al final, de aprender de lo que escuchamos, porque no hay nadie más sordo que al que sus propias palabras no dejan escuchar las de los demás. Y necio, con perdón.