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7 de febrero de 2009

Los celos

                        tristeza-bajo-la-lluvia

Verónica aún esperaba de pie en el oscuro portal, a que llegase Víctor. Era triste verse así, en mitad de la noche, agazapada como un animal herido, esperando el momento cumbre de dar muerte a alguien, sobre todo si ese alguien es la persona a la que amas. Ella aún no se lo explicaba. ¿Cómo había llegado a comprar un revolver, para luego esconderlo en el bolso, para luego salir de casa, para luego caminar por aquellas calles oscuras, para luego colarse detrás de alguien que salía del edificio donde vivía él?

Fumaba un cigarrillo tras otro mientras se hacía constantemente la misma pregunta ¿Porqué? Y a pesar de las horas solitarias que llevaba allí, aún no había dado con la respuesta ¿Es que él ya no la quería?¿Porqué había vuelto con su mujer sin decírselo a ella?¿Y las promesas de futuro juntos, en qué habían quedado?¿En qué había quedado todo? Eran demasiadas las preguntas sin respuesta. Solo sabía que Víctor la había traicionado, o al menos ella se sentía traicionada. Pura y sencillamente, se sentía humillada, maltratada, despreciada. Celosa.

Había cometido las mayores locuras por él. Había engañado a su marido, descuidado a sus hijos, olvidado todo lo que había a su alrededor. Había abusado de su propio equilibrio emocional, en aquel amor casi imposible. Inventado millones de excusas para poder verle, para poder besarle. Y cuando, después de años de eternas promesas, él decide romper con su vida, abandonar a su mujer, ofrecerle un futuro juntos, y cuando ella ya había dejado de pelear por su matrimonio, renunciado a seguir viviendo en la mentira, y estaba a punto de dejarlo todo también por él, justo en aquel momento, Verónica les vio otra vez de la mano. Paseando tranquilamente, como una familia feliz, riendo juntos, mirándose cómplices. Juntos. ¿Pero no le había jurado que ya no la quería, que solo la amaba a ella? Por un instante, Verónica deseó morir, no haber nacido. Pero solo fue eso, un instante. Porque al siguiente, la rabia mal contenida entre lágrimas le dijo que quien había traicionado había sido él.

Y fue entonces cuando Verónica decidió comprar el revolver, salir de casa, esperarlo escondida entre las sombras de la madrugada, y acabar con su sufrimiento. Tal vez fuese mejor así. Y tal vez para darse valor solo necesitase cerrar los ojos y recordarlos de la mano, aquella mano que solo le pertenecía a Verónica, y que él no tenía derecho de compartir con la que había sido su mujer.

Se abrió la puerta en aquel instante de ensoñación. La sombra de Víctor se dibujó, triste ya, entre la luz que iluminaba la calle. Sus llaves volvieron al bolsillo, como cuando entraban juntos, cuando el amor parecía eterno. Qué poco dura la felicidad.

Verónica apuntó directamente a su pecho, a la altura de aquel corazón traidor. Y disparó sin pensarlo bien, envuelta con un ruido ensordecedor. Él la miró desconcertado, sin comprender aún. No hacía falta, todo había terminado ya. Su cuerpo cayó teatralmente a un suelo que empezó a teñirse de rojo a su alrededor, hasta alcanzar los zapatos de Verónica. Ya estaba, pensó. Había cumplido su venganza. Ahora podía librarse y ser feliz.

Sin embargo, allí, de pie en la oscuridad, sin más fuerzas para dejar de mirar sus ojos, comprendió su tremendo error. El dolor no había desaparecido con su muerte. Y ella sabía que ya no lo haría jamás.