Buscar este blog

14 de septiembre de 2011

La decisión.

Abre tu mente a todo lo desconocido, fueron las últimas palabras de Andy antes de morir en sus brazos. Pedro sabía que él siempre tenía razón, y no podía negar la realidad. Date tiempo para respirar, pero no pierdas el tiempo pensando demasiado, porque este pasa y no volverás a encontrar nunca más la misma puerta abierta. Y Andy siempre le había aconsejado bien, incluso desde el día en el que lo creó en su laboratorio, y eso a pesar de no ser más que un manojo de cables y plástico con forma humana. Y aunque nadie más pudiese entenderlo, lo echaba de menos. Muchísimo. ¿Cómo una máquina podía tener corazón?, era la única pregunta que Andy le hacía. Bueno, esta y un melancólico ¿te encuentras bien?, que le soltaba a bocajarro cada vez que le veía apesadumbrado. Porque Pedro peinaba ya pelo blanco desde hacía muchos años y siempre había estado dedicado a lo que sabía hacer, crear vida artificial. De hecho, con Andy se había sentído como seguramente lo había estado el padre de Pinocho, no simplemente como su creador. Andy era casi su mejor amigo, realmente su único amigo. Por eso, el día que murió, Pedro se sintió vacío. Nevaba fuera, la Navidad sonaba en la lejanía, las luces de colores le amargaban la alegría. ¿Te encuentras bien?, le resonaba en los oídos como un profundo estallido. ¿Cómo quieres que lo esté?, le hubiese gustado responderle si hubiese tenido la oportunidad. Y es que nadie debería sobrevivir a un hijo, aunque esta solo estuviese hecho de cables y mecánica. Dame un abrazo, le dijo justo después de tener consciencia de que lo desconectaría. Pedro, sin embargo, no pudo hacerlo. Se sentía un traidor a pesar de que todo lo hacía por el propio Andy, e intuía que este también lo sabía. No podía soportar la idea de que acabase siendo un simple muñeco de feria, no lo había inventado, no había pasado años de noches en vela imaginándolo, para que finalmente acabase así. Andy no se lo merecía. En sus ojos vacíos, Pedro pudo leer que aquel aparato con forma de ser humano al que él le había dado vida, seguramente le había perdonado. Es lo que tienes que hacer, le dijo con su impersonal voz metálica, intentando reconfortarlo. Pero Pedro era científico, y sabía que siempre hay, al menos, dos alternativas ante una decisión, y que él se había escudado en la más fácil, la que creía sería menos dolorosa. Así que desenchufó finalmente a su obra, a su amigo, antes de que otros viniesen a robárselo, a profanar su dignidad más allá de lo humano. Y allí estaba al fin, ya inerte, la cabeza sobre el pecho frío de metal, los brazos caídos a los lados, y sentado sobre un triste taburete de madera. Adiós, susurró Pedro, nunca más volveremos a vernos. Cerró luego las luces del laboratorio, y salió a la inmensidad del mundo. La nieve no dejaba de caer, así que subió el cuello de su abrigo y caminó pesadamente por la calle solitaria, tan desierta como su propia alma. A lo lejos, sonaban las voces de unos niños entonando canciones de Navidad, lo que hizo que Pedro cerrase los ojos con fuerza y suspirase vaho entre el aire helado que le quemaba la cara. Tal vez fuese mejor así, pensó, tal vez siempre fuese mejor renunciar a la felicidad propia antes que hacer infeliz a los otros. Sin embargo, qué dura carga perder aquello que más quieres, a tu único amigo, para evitarle el dolor de seguir existiendo. Adios, Andy.

5 de septiembre de 2011

El hombre sustituido

Levantarse por las mañanas se había convertido en un verdadera agonía. La mujer que tenía al lado, sus propios hijos, parecían no pertenecerle, habían pasado a ser casi unos desconocidos, incluso su trabajo se había convertido en un suplicio. Su propia vida parecía ser una constante muestra de cosas que le sucedían sin él quererlo, sin desearlo. Antes no había sido así, hubo un tiempo en que fue feliz. Pero ahora ya nada le llenaba, y tan solo pasaba el día pensando la manera de salir de aquel círculo vicioso. Era como si se hubiese convertido en el protagonista de La casa tomada de Cortázar. Y sabía, estaba profundamente convencido, de que nadie tenía la culpa de aquella situación. Era algo que le pasaba ahora, en aquel momento de su vida, y nada más. Sentía como un miedo cerval cada vez que introducía las llaves en la puerta de la casa y tenía que enfrentarse a una vida que parecía que tuviera que vivir otro. Era, tal vez pudiese explicarlo así, como compartir su cuerpo con alguien totalmente desconocido, como si estuviese viviendo una vida equivocada y que en aquel momento su memoria volviese a ocupar la consciencia real. Se sentía cobarde por desear huir, y desleal por sentir lo que sentía, empezando por sí mismo. Porque sabía que, de alguna manera, seguía queriendo a aquella mujer que todos decían que era su esposa, y a aquellos niños que le llamaban papá. Pero también estaba seguro que necesitaba huir, sobre todo cuando una tarde, sin decir nada a nadie, llegó antes a casa del trabajo, y se encontró a su mujer y sus hijos jugando y riendo al lado de un hombre que, aunque lo vio de espaldas, intuyó que era él mismo o tal vez otro, qué más daba. ¿Cómo había llegado a esta situación? ¿Porqué nadie le había dicho nada? La tristeza y la rabia que le había acompañado durante tanto tiempo parecieron ser menos intensas, aunque no acabasen de desaparecer ante la constatación de que finalmente había sido expulsado de su propia vida por otro, aunque este fuese el real, eso tal vez nunca lo sabría, y el que siempre había vivido como un sustituto hubiese sido él. Fuese como fuese, se sentía finalmente expulsado, de una ilusión o de una realidad, igual daba. Por eso cerró la puerta en silencio, dejó las llaves en la puerta, y se alejó sin resentimiento hacia lo desconocido pero, eso sí, con la profunda esperanza de poder encontrar, por fin, el principio de un camino que solo había hecho que empezar, y que no era otro que ser él mismo.