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8 de junio de 2011

La conspicua mirada de un extraño.

Liquidado por su propia mirada, el hombre no tuvo otra salida que rendirse. Demasiado peso el de luchar contra aquella necesidad. Verla, pensó, no era suficiente, ya que sus impulsos se estaban convirtiendo, paulatina e inexorablemente, en instintos primarios. Porque, hay que admitirlo, existen cosas en el mundo, situaciones, en las cuales te sientes como un invitado a un banquete orgiástico de los sentidos. Como dice la canción, pensó, verla fue perder. Y sabía, por lo demás, que tenía que ser rápido en el intento de conquista. Muchos eran, son, los que deseaban llevársela, a pesar de su intangibilidad, de su apariencia lejana, de su frialdad. O tal vez fuese eso, su frialdad, lo que la hacía más turbadora. El calor del momento hacía que ya sintiese ese extraño rumor en su estómago, que se deleitase solo con la aproximación, con imaginársela siendo enteramente suya, fiel esclavo de la propiedad, del disfrute del momento en que pudiese poseerla enteramente, que fuese tan solo para él. Porque las cosas maravillosas, él lo sabía, no se comparten, y eso también le aterrorizaba. ¿Y si la acababa perdiendo? ¿Y si todo el esfuerzo resultaba baldío, insatisfactorio, al final? Siempre había meditado mucho sus acciones, pero delante de ella, nada parecía imposible, ni siquiera traicionar a aquella con la que tanto tiempo llevaba. Tal vez solo sea esta vez, pensó para tranquilizarse. Tal vez solo se trate de disfrutar del momento, de olvidar los remordimientos, porque, además, ¿quién iba a enterarse? Miró hacia el resto de la gente. No conozco a nadie, o eso creo. Da igual, pensó, yo no me puedo resistir a ser feliz junto a ella, aunque sea por un momento. ¿Quién se lo iba a notar si a nadie se lo explicaba?
Se acercó, por fin, casi tímidamente, intentando mantener la mirada sobre ella, sustrayéndose de los adelantados remordimientos, hasta estar tan cerca como para poder hablar y ser escuchado.

-¿Me pone esta tarta de manzana, por favor?

Y mientras el dependiente de la pastelería se la envolvía, el hombre no podía dejar de pensar lo feliz que sería comiéndola, y que, al fin y al cabo, nadie se enteraría si traicionaba la dieta por un día.