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23 de agosto de 2008

La sombra.


La sombra recorrió lentamente el pasillo oscuro de la biblioteca. Con uno de sus largos dedos repasó, embriagada, el lomo de algunos de aquellos libros centenarios. Le era imposible abstraerse a la atemporalidad de aquellas salas, embargada como estaba, por el olor a pergamino que desprendían aquellos ejemplares. Leyó. Cuántos títulos almacenados durante siglos en aquellos estantes. Literatura, ciencia, filosofía, e incluso alquimias, se escondían como tesoros fabulosos, a la inmensa mayoría de los ojos humanos. Qué suerte tenía la sombra de poder estar en aquellas salas. Acercó la sombra su delicada mano a un manuscrito abierto encima de un mueble. La vitrina le impidió tocarlo. Daba igual, ese pequeño inconveniente no conseguiría perturbar el goce de sus sentidos. Las letras doradas y azules resaltaban, con un trazo que certificaba el trabajo de un monje en una fría y nevada tarde en el scriptorium, la magnificencia del esfuerzo. Solo alguien que dedica su alma a Dios puede intentar acercársele a través de las letras, pensó. ¿Habría tenido suerte finalmente? Ya daba lo mismo, el resultado de su esfuerzo era imponente. La sombra admiraba ese talento. Ella no lo poseía. Tal vez por eso se dedicaba a robar lo que, en el fondo, ella creía que le pertenecía. Todo es de alguien hasta que me pertenece, solía reflexionar. 
Finalmente, la sombra se alejó del pergamino en silencio. A pesar de su incalculable valor, no era eso lo que había venido a buscar en mitad de aquella oscura noche. Se desplazó sigilosamente entre incunables y primeras ediciones, todas ellas obras maestras. Al girar una de las estanterías la sombra vio, repentinamente, la figura del guardián de la biblioteca, recostada de medio lado sobre una pequeña mesa, en el extremo sur de la sala. Tenía la cabeza entre sus brazos cruzados y, delate suyo, un sencillo tablero de ajedrez con una partida apenas empezada. ¿Quién sería su oponente, se preguntó la sombra? El hombre, ya mayor, roncaba profundamente, resoplando con fuerza, mientras el labio superior se balanceaba rítmicamente al son del aire que salía.
La sombra se le acercó sigilosamente, con curiosidad casi de coleccionista. Miró nuevamente el tablero. Ella era una amante apasionada del juego. Visualizó la partida hacia atrás, desgranando con laboriosidad cada posible movimiento. Al acabar de hacerlo, pareció decepcionada. Bah!, había comenzado con blancas y apertura española. De tan simple, parecía casi rústico. El hombre continuaba su vals de ronquidos. La sombra le miró atentamente. Era imposible que aquel ser indefenso pudiese detenerla. Nadie hasta ahora lo había conseguido. Sonrió para sí misma con malicia, y con uno de sus sutiles dedos, tiró el rey blanco a los pies de la reina negra... 
Era aquella una mañana fría y lluviosa cuando el bibliotecario llegó con las llaves del edificio y notó que habían forzado la puert. Luego, con precaución, entró en la sala, encontrando el cuerpo inmovil del guardián de noche, recostado sobre un tablero de ajedrez. Al acercarse más, notó la lividez de su rostro. Corrió a buscar ayuda. Nadie pudo hacer nada ya por él. El médico certificó más tarde que había muerto de un ataque cardíaco, durante su turno la noche anterior. Una muerte súbita. 
El bibliotecario se santiguó por su alma. Aunque por lo menos, dentro de la tragedia, no faltaba ningún libro de su estantería, solo una modesta pieza del tablero del guardián. El ladrón no se había llevado nada...tan solo la reina negra.