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9 de septiembre de 2010

Bajo los restos de un naufragio

Acababa de abrir los ojos, y lo que veía a su alrededor no era más que un paisaje desolado de edificios derrumbados, calles desaparecidas, gente gritando. Sobre todo humo, mucho humo. Una humareda gigantesca de polvo que todo lo envolvía. Era como si el año 2012 nos hubiese alcanzado antes de tiempo, como si las cosas ya no pudiesen volver a ser nunca más igual. La desesperación, la angustia, el miedo, eran sensaciones presentes en todos y cada uno de los rostros con los que se cruzaba. Jirones de ropas, pero también de almas, porque haberlo perdido todo no era ahora comparable con haber perdido a todos. Soledad, esa era la mirada que aquellos infinitos ojos clavaban en el futuro. Porque, ¿y ahora qué más? Solo cabía esperar. ¿Y la esperanza, donde vivía? Nadie parecía saberlo, como si se notase en sus respiraciones. ¿Dónde estás? No te encuentro. Remover los escombros, como si las propias manos fuesen dolorosas palas con las que canjear sufrimiento por esperanza. Porque, ¿dónde había quedado finalmente la esperanza? Qué difícil era ahora confiar en los demás, cuando el mismo ser humano era el responsable final de la tragedia. ¿Creer que el hombre no tiene nada más allá de si mismo fue el error? ¿Pensar que todo tiene solución, que alguien en el último instante nos salvará? ¿Irresponsables por creernos inagotables? Demasiadas preguntas. Demasiadas incertidumbres. Ser sordos los unos con los otros a pesar de hablar a gritos. Creernos invencibles, dejarnos llevar. Las guerras sin sentido, el ansia de poder, la avaricia. Todo esto era lo que había llevado a este final, de la mano del abuso, de la inconsciencia. ¿Y ahora qué? era la pregunta que nadie sabía, podía contestar. Miró alrededor, confuso finalmente. Ninguna respuesta, solo dolor y sufrimiento. ¿Cómo habíamos llegado a esto? Aún era pronto para que nadie pudiese borrar la duda, porque cuando él miró al cielo, no vio nada. Solo polvo y oscuridad nuevamente. ¿Dónde está la fe? ¿Queda algo que ganar en un mundo desolado por los propios errores, por las propias culpas? La madre estaba buscando a su hijo, el hombre a su mujer, y solo escombros hasta donde llega la vista. ¿Había valido la pena llegar hasta allí, a un futuro mal entendido, el de unos pocos con mucho, y el de muchos sufriendo? Albert Einstein había dicho que la vida es muy peligrosa, no tanto por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa, y así había sucedido hasta llegar al día de hoy, en el que todos, como humanidad, hemos pagado el precio. Y en este momento, cuando nada quedaba ya, había que encontrar el camino. Pero, ¿hacia dónde? Siguió sus propios pasos durante horas, entre muerte y destrucción, los supervivientes siempre deambulando como fantasmas sin futuro, hasta que finalmente se sentó sobre una piedra, tan solitaria como él, intentando descansar. Pero la oscuridad del alma se cernía constantemente sobre su corazón, ya que la búsqueda era infructuosa. No había nada más allá de lo que se veía, y aunque cruzase montañas, ríos o mares, si todavía existían, estaba seguro que la tristeza del paisaje sería siempre el mismo. La rabia le cruzó, entonces, por dentro de sus huesos como un látigo eléctrico. ¿Porqué nadie había hecho nada, si todos perdíamos lo mismo? Tal vez nadie creía en lo peor, y sin embrago el destino nos había alcanzado por la puerta de atrás, mientras sonreíamos inconscientes. La rabia, sin embargo, finalmente pasó. ¿Valía la pena rebelarse cuando ya no había posibilidad de cambiar las cosas? Cerró un instante os ojos, y se durmió. Al despertar, no tenía consciencia del tiempo que había estado durmiendo. Recordaba, eso sí, que había estado soñando con verdes prados, frescos ríos, hermosas montañas, gente riendo. Qué lejos parecía quedar ya todo. Se levantó y siguió caminando. ¿A dónde ahora? Daba igual. Caminó días, meses, años, sin encontrar algo que se pareciese a aquel sueño que tuvo sobre una piedra, mientras la gente pasaba una al lado de otra como el que no ve, todos diferentes en el camino, todos iguales en la desilusión. Caminó hasta que volvió a encontrar una piedra donde descansar, y entonces se sentó, cerró los ojos e intentó volver a soñar. Lo había intentado tantas veces durante aquel tiempo, después de su primer sueño, sin conseguirlo. Ahora tampoco. Puso la cara entre las manos, y comenzó a llorar, y cuando hubo agotado sus lágrimas secas, clavó la mirada entre sus pies desnudos. Allí, sobresaliendo torpemente entre unos guijarros, un trocito de papel amarillo. Estiró pesadamente una mano huesuda, casi invisible, y lo estiró hacia él. Estaba desdibujado, pero aún se podían leer unas pocas palabras. La esperanza es el único bien común a todos los hombres, y los que todo lo han perdido la poseen aún. Intentó recordar quién había dicho eso. Era tan difícil recordar. Dobló finalmente con sumo cuidado el papel, y luego lo guardó en el bolsillo. Entre los escombros de las cosas que habían sido alguna vez, volvía a la vida algo que le hablaba desde el pasado. ¿Valía la pena seguir soñando? Comenzó a caminar de nuevo, esperando que tal vez al otro lado del polvo, de la oscuridad, se encontrase por fin aquella palabra que les ayudaría a volver a empezar. Porque, casi con toda seguridad, encontrar la palabra en aquel paisaje desolado, fuese lo único que quedase por lo que caminar.