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12 de diciembre de 2008

Mi peluquera

El otro día fui a la peluquería. Bueno, puede que eso no sea relevante para nadie, ya que todos más o menos pasamos por el barbero o peluquero, pero es que mi peluquera, que no asesora de imagen como dicen hoy en día los snobs, es una chica muy simpática, y de bonitos ojos azules. Argentina de nacimiento, como yo, barcelonesa de adopción, también como yo, trabaja sola en un pequeño local en el barrio de Sants. Corta muy bien, peina mejor, y cada vez que salgo de su/mi peluquería, me encuentro más positivo que cuando he entrado.
Para mí, ir a cortarme el pelo, no solo es cuestión de estética. Me encanta su conversación, su sentido práctico del humor, y el ambiente relajado que encuentro nada más traspasar la puerta. Por eso, el otro día, llegué con muchas ganas a dejarme tomar el pelo. Y, para no defraudarme, la conversación fue interesante. Ella, su nombre no creo que sea necesario mencionarlo, acababa de llegar de París y pasar un frío impresionante, por lo que el gélido ambiente de estos días en Barcelona le parecían un tiempo primaveral. Yo la miraba con las orejas a punto de romperse, con una expresión de "si me lo dices, será verdad", mientras me ponía una batita negra y masajeaba mi cuero cabelludo con la delicadeza de los dedos que acostumbran a cuidar la materia prima con la que trabaja. Fue cuando me hizo sentarme en la silla giratoria, cadalso de las puntas rebeldes de mi pelo, cuando comenzó la verdadera conversación. Y el otro día, más que diálogo fue una lección de cómo sobrevivir a lo que nos rodean.

Me explicó que parece que los peluqueros, como los camareros, son los guardianes de las penas de los clientes. Mientras los clientes del bar llegan en busca de alcohol para olvidar, los que vamos a la peluquería parece ser que llegamos en busca de un cambio que nos ayude a cambiar las cosas que no nos funcionan bien con los demás. Y eso parece que desgasta mucho al gremio de los peluqueros, más cuando casi todos tus clientes son vecinos del barrio, que acaban absorbiendo los problemas de los demás, implicándose en exceso, apareciendo como vampiros emocionales, pero a la inversa. Nada, que acaban hechos un paño de cocina.

Sin embargo ella, según me explicó, parece que ha encontrado el antídoto a tanto ir y venir de emociones compartidas. Un amigo, no se si argentino o chino, que para esto de la auto ayuda tanto monta monta tanto, le había recomendado que aplicase en el día a día cuatro reglas básicas para que no interiorizar los problemas ajenos. Puse toda mi atención en su explicación, mientras la observaba a través del espejo barroco que tenía delante.

Su primera regla es no pensar que los demás, cuando te hablan en un tono de voz desagradable, lo hacen por motivos personales. Has de pensar que la historia de los demás es diferente a la tuya, y que su forma de expresar sentimientos es diferente a la tuya, por lo que no te lo has de tomar como algo personal. No te harán daño si tú no te afectas. La segunda regla es no suponer, sino preguntar. Si no estás seguro de lo que te quieren decir, no te imagines cosas, pregunta. La tercera es hacer todo lo que te has propuesto hacer aquel día. No dejes cosas por pereza, porque si consigues tus objetivos, reforzarás tu auto estima. En cuanto al cuarto punto, la verdad es que no lo recuerdo bien, ya que mi memoria comienza a ser flaca como perro de ciego, pero creo que era algo así como no intentes saber más de lo que te quieran explicar. Reconozco que cuando me lo dijo, quedé con la impresión que eso sería lo más difícil de todo.

Una vez cumples con las cuatro reglas, y las practicas a diario, las has de comunicar a tu entorno de conocidos, para así conseguir crear un círculo de bienestar a tu alrededor. Vamos, que te has de convertir en un gurú, en un profeta de la consecución del equilibrio interior.

Cuando, después de pagar, y salir finalmente por la puerta al frío de la tarde, yo ya estaba convencido de dos cosas. Primera, que me había cortado el pelo tan bien como siempre. Segunda, que por mucho que me esfuerce, yo ya llevo demasiado tiempo viviendo con mi personalidad como para ahora abandonarla como si fuese un perrito en una gasolinera, y continuaré pensando qué me han querido decir, cual es el secreto que esconden las palabras de los demás, y sobre todo, porque me encanta imaginarme la vida de los demás. Sino, ¿de qué escribiría yo?