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4 de mayo de 2009

Verónica

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A La Paquita la conocí hace más de veinte años, cuando yo trabajaba en la recepción de un hotel en las Ramblas de Barcelona. Cada mañana, al llegar a mi trabajo, mientras las floristas ordenaban sus tenderetes, y el aire de la mañana olía a una extraña mezcla de flores frescas y camiones de recogida de la basura, una jovencita, menuda de cuerpo, con el pelo corto y negro como el carbón, y una cara llena de pecas, me veía pasar mientras ella esperaba siempre en el mismo portal, y me pedía la hora. Su cara amalgamaba la tristeza de quien se dedica al oficio más viejo del mundo sin convicción, y de quien lo hace por necesidad, y de esto último sus brazos andaban sobrados de pruebas. Después de decirle yo la hora pedida, ella solía girar sobre sus talones, y mientras bamboleaba el bolsito con desdén, se despedía con un “hasta mañana, guapo”. Y así durante meses, La Paquita (luego supe que su verdadero nombre era Verónica, y que apenas tenía dieciocho años, solo dos menos que yo) formó parte de mi rutina diaria. Algunos días venía a buscarla un hombre mucho más mayor, un tipo con pinta de Mike Jagger (ese era su apodo entre los chulos de la zona) desmejorado y calzando peluquín, que la agarraba fuerte de la cintura mientras le pedía disimuladamente la recaudación y se dirigían a cualquier hostal del Barrio Chino. Una mañana, un compañero que acababa el turno a la hora de comenzar yo el mío, miró lujuriosamente a La Paquita y me soltó a bocajarro “Dice que le gustas”. Yo me lo miré con cara de “pero si es una…”, pero acto seguido comprendí que no me iba a explicar cómo ni en qué cama había conseguido aquella información. “No preguntes, pero lo se de primera mano”, me dijo, a modo de conclusión, mientras me guiñaba un ojo cómplice.  “Ah!, eso si, de esto ni palabra, que el Jagger no tiene ni idea, así que vete con cuidado”. A partir de entonces, cada vez que La Paquita me pedía la hora, yo me ruborizaba, y tartamudeaba un “las siete” casi ininteligible, lo que hacía que ella me devolviese una sonrisa antes de girar los tacones, removiendo el bolso, y despidiéndose de mi con el habitual saludo antes de perderse por alguna húmeda y estrecha calle. Solo unos pocos meses después yo dejé aquel trabajo, olvidándome casi por completo de ella. La verdad es que no suelo frecuentar aquella zona, lo que ha hecho más fácil no volver a recordar aquellos días. Sin embargo, hace unos días volví a pasar por allí, quiero creer que por casualidad, y para mi asombro, volví a cruzarme con aquellos ojos del pasado. Ella no me reconoció, claro está. Y no es solo por lo cambiado que pueda estar yo, sino porque La Paquita apoyaba su cuerpo esquelético contra la piedra desnuda del portal, casi sin sostenerse en pie, sus brazos un campo de minas, el bolso caído sobre sus zapatos, el pelo prematuramente gris, despeinado, la cara avejentada marcada a golpes, de esos que el Jagger y la desdicha te dan en la vida, la mirada vidriosa clavada en el suelo, y que solo alzaba para farfullar alguna incoherencia al paso de cualquier paseante. Me la quedé mirando un rato sin ser visto hasta que, envuelto en la vergüenza del que se siente espectador de la desdicha ajena, decidí marcharme. ¿Y porqué escribo esto? Tal vez porque mientras lo hago no veo a la mujer, la prostituta, despojada de dignidad de hoy, sino a la adolescente de ojos risueños que casi cada mañana me preguntaba la hora, giraba coqueta sobre sus talones, y movía el bolso contoneando su cuerpo juvenil. Para ella, a la que tal vez alguna vez le gusté, y que creo que nunca dejaré de recordarla. Para La Paquita, pero sobre todo para Verónica.